Señalemos que la dimensión indiscutiblemente cruel de la tauromaquia (cruel tanto por lo referente a la exposición humana como la sumisión y sacrificio del cuerpo animal) es directo corolario de la evocada disposición a asumir que, efectivamente, la animalidad nos concierne en lo esencial. Pues asumir conlleva necesariamente renunciar a la neutralidad; asumir la animalidad exige confrontarse a la misma... ya se trate de la animalidad propia o de la ajena. Y al respecto sostenemos, desde ahora, que esta confrontación es siempre sacrificial, suponiendo un compromiso de la entera personalidad (cuerpo y razón) del individuo.
Compromiso que, de hecho, es también una condición de la tarea artística, en el sentido hoy convencional de la palabra, como indicaba Celine al afirmar que en cada página del “Viaje al final de la noche” había puesto en juego su pellejo (“ j'ai mis ma peau ”). Sacrificio y compromiso al que aludía asimismo Rossini cuando a la pregunta que le formulaba Wagner sobre las razones por las que había, a los treinta y tres años, dejado de componer, responde que la desaparición de los “castrati” privaba al “bel canto” de sus genuinos interpretes.
Sacrificio, en fin, admirablemente plasmado por Marcel Proust cuando, erigiendo a la figura del narrador en testigo y apóstol de la verdad, le hace repudiar, todo aquello que, de la vida digna de tal nombre, ha quedado excluido por la debilidad, al temor al sufrimiento o la llana cobardía. Pues "cuando se trata de escribir, somos escrupulosos, miramos muy de cerca, rechazamos todo aquello que se aparta de la verdad. Pero, mientras tan solo se trata de la vida, uno se arruina, enferma, se destruye por mentiras".
En algunas de las raras catedrales que nuestra civilización ha dejado persistir, en esos espacios en los que, desde Acho a Arles, se sacrifican toros bravos, frágiles imágenes de hombres parecen atravesadas por la tensión que supone responder al corolario que de estas palabras de Marcel Proust se desprenden. Pues, por el uso que tales hombres hacen de su cuerpo, no se retrotraen a esta verdad tan a menudo inasumible de que vivir con entereza es incompatible con hacer de la vida meramente un fin en si.
¿Proyecto de recreación artística o exigencia de respuesta ética? Una y otra cosa indisociablemente, tras el esfuerzo tenaz de estos seres literalmente heroicos. Seres motivados en cualquier caso por algo que se halla en las antípodas, tanto de la disposición vacua y narcisista que caracteriza tantas veces a los autocalificados de artistas, como de la disposición del fariseo que loa su propia sinceridad. Pues los toreros se entregan hasta el sacrificio a una tarea que responde plenamente a aquella a la que apunta Marcel Proust en unos párrafos que servirán de hilo conductor en este libro:
"¿Qué tarea no están dispuestos a asumir con tal de escapar a esta ? Cada acontecimiento proporciona la excusa oportuna... Pretenden asegurar el triunfo del derecho y la justicia, pretenden rehacer la unidad moral de la nación... Se trata tan solo de excusas, excusas que ante el arte no cuentan. El arte, lo más absolutamente real, la escuela más sobria de vida y el verdadero juicio final".
De tal escuela de vida, que Marcel Proust refiere a la tarea del artista, la tauromaquia aparecerá en estas páginas como modelo. De ahí que, tras preguntarnos qué ha de entenderse por tarea del arte si la tauromaquia es incluida entre las artes, enunciaremos al respecto una tesis radical: lejos de que el torero deba luchar por ser reconocido como artista, fértil será para éste reencontrarse a sí mismo (reencontrar la radical aspiración de sus orígenes) tomando modelo en la siempre frágil figura del torero; esa figura venerada desde Ronda a la Camarga, pero, al parecer, irremediablemente repudiada por Bruselas.