Resulta curioso que la forma hegemónica de lo españolizante más extendida alrededor del mundo sea el Barcelona F.C., esto es, la forma más generalizada de inscribirse en "lo-español", consiste en volverse hincha del Barcelona, equipo de una ciudad separatista. No hablamos de los 42.000.000.000 de hinchas que siguen al equipo en Facebook de manera virtual, sino de una movilización social real. Cundo juega el Barcelona F.C., el centro de Bogotá se llena de personas con camisetas del equipo, otro tanto los bares y cigarrerías, por ejemplo. Existe, y la paradoja resulta de inscribir una forma de lo españolizante, mediante un símbolo que en España misma representa la fuerza catalana que quiere la independencia, y la disolución paulatina del Estado Español en una fragmentación de repúblicas independientes. Este juego de representaciones (el Barcelona como “lo-español” en el mundo entero, y en Catalunya, “lo –español” como lo que debe ser combatido, derrotado y echado mediante una independencia de Catalunya como un estado independiente de la Corona) es quizá una de las paradojas resultantes de la masificación de las ideologías, aunque tal fenómeno no nos interesa más que para mostrar una distorsión en cuanto a la identidad española, en crisis por varios factores, y que repercute en la Fiesta de los Toros de manera negativa.
El día de ayer, se hizo pública la intención de los movimientos animalistas para efectuar una ILP similar a la de Catalunya, conducente a la abolición de la tauromaquia en La Coruña, Galicia, mediante la recolección de 10.000 firmas de manera virtual. La Coruña resulta ser un enclave político en Galicia, una comunidad autónoma altamente golpeada por la discriminación xenofóbica a nivel casi mundial –“gallego” es el insulto antitaurino más común, cuando el anti es argentino-, pues al igual que sucede con los habitantes de Nariño en Colombia, se suele confundir su cándido acento con la estupidez humana, cosa harto inaceptable. La Coruña posee una plaza de toros cuya capacidad para 7.500 espectadores, no pueden hacer frente a esas terribles 10.000 firmas. Más allá de estar ante otra paradoja, la que explica Zizek sobre el problema de las mayorías en la democracia (que 2.500 personas más decidan sobre los derechos de 6.500 taurinos), asistimos a un hilo común en el accionar antitaurino: la abolición de la tauromaquia mediante instrumentos políticos que versan sobre el odio.
Por ello, en aboliciones como la de Barcelona, Bogotá, San Sebastián y ahora la inminencia de lo que sucederá en La Coruña, no puede dejarse pasar la presencia del espectacularmente animalista Leonardo Anselmi, un argentino que ha dicho en su perfil de Facebook que considera como “humanos inferiores” que “no me sirven para nada”, a los argentinos que consumen carne de caballo. De esta clase de juicios de suprematismo moral que pululan en el animalismo, no molesta, por ejemplo, que siempre se obvien las particularidades sociales: quienes comen carne de caballo en Argentina no son personas “inferiores”, sino de escasos recursos, sin acceso a otros productos proteínicos más caros como la carne vacuna que tanto se produce en Argentina, por ejemplo; lo que molesta entonces es la utilización de odios sociales, odios activados desde el discurso y hábilmente manipulados, para lograr un fin antitaurino o animalista.
Anselmi tiene una admirable capacidad para entender el movimiento del odio: antes que atacar a plazas de toros débiles y sin apoyo popular, lo que las haría más propensas a una abolición, su accionar de lobby se centra en aquellas zonas donde existen resquemores políticos con respecto a la identidad española, acentuada por la crisis política y económica. Málaga, Zaragoza, Córdoba, son plazas con una asistencia muy pobre debido a la falta de interés en los carteles, y sin embargo, el accionar antitaurino gestiona grandes cantidades de dinero para atacar en todos los flancos a plazas que no tiene una crisis significativa, pero que están insertas en una trama de resquemor social y político.
Cuando están aduciendo que las aboliciones tienen por fin el de terminar con la muerte pública de toros, lo que consideran maltrato en la retórica más leve (de la pesada ni hablemos), y aunque en efectos prácticos eso es lo que sucede, en realidad estas aboliciones son instrumentos del odio social que se manifiestan en el plano político: por ejemplo, la abolición de las corridas de toros en Barcelona no satisface las tesis sobre la no utilización de animales durante ritos públicos, ni tampoco satisface una prohibición sobre el maltrato animal, pues recordemos que en Catalunya se siguen celebrando Corre Bous, toros ensogados y demás variantes rituales de la tauromaquia, en las que es patente el maltrato y la muerte final de toros, sea pública o privada. Siendo entonces que una ley de protección animal no tiene alcance general, el motivo de la abolición no fue la formulación de una ley paralítica: en realidad estamos ante la renuncia de un símbolo de “lo-español”, avivado por el separatismo catalán y que cobró víctimas sociales: los taurinos catalanes segregados, y los toros ensogados y corridos en variantes rituales, que ven su muerte legitimada al no entrar en la órbita de la abolición. Para ponerlo en otras palabras, la abolición de las corridas de toros en Barcelona responde a un afán de odio social, y no a una sincera preocupación por el bienestar animal.
Antes que admitir la validez de tales métodos, de estos enfoques progresivos de conquistas animalistas y demás, es necesario captar la naturaleza de esta clase de acciones: aunque la forma hable de evitar el maltrato animal, subyace una premisa más profunda: atacar la identidad cultural, para socavarla, y dejar el terreno fértil a separatismos políticos y económicos, además de ser el trabajo de ciertos ganapanes, verbigracia Anselmi. Sobre estas personas especializadas en la presión social mediante la activación del odio político y cultural, hay que detenerse un poco: posando como adalides de causas justas, y a pesar de que nunca podremos considerar como ética la segregación y persecución a minorías culturales, estas personas cuentan con una espectacular financiación que encausan toda en una lucha mediática y de lobby en aquellos lugares donde los resquemores políticos y culturales son pólvora. No estamos así considerando si es ético venderles a los habitantes de Galicia la idea de que prohibir los toros es una forma de devolver la bofetada de la exclusión cultural que supone la burla de los españoles, cosa que jamás será ética por demás; hablamos de personas que creyendo ayudar a los animales, en realidad solo subsidian el costoso estilo de vida de gurús que enfocan en acciones poco éticas las tesis de la liberación animal, sin admitir las consecuencias sociales y prácticas que esto encierra para humanos taurinos y animalistas, e incluso para los toros.
Permítanme explicar lo anterior: en Bogotá, el alcalde de la ciudad prohibió los espectáculos taurinos blandiendo la defensa de los animales, aunque no tocase otros usos como zoonosis o las peleas de gallos. Desconociendo además una reciente sentencia de la Corte Constitucional, el alcalde se ha hecho el de la vista gorda, mostrando una aparentemente honesta preocupación por los seres sintientes. Sin embargo, no es un vegetariano, no lucha contra las peleas de gallos ni erradica zoonosis, porque las tesis de la defensa animal en realidad son la capa pública, susceptible a ser mediática y por ello superficial pero valiosa en la carrera política. En realidad hablamos de un odio intestino del alcalde para con la clase ganadera, hábilmente aprovechado por los gurús locales del animalismo, quienes también resultan ser unos vividores de la lucha animalista, tan denunciados por Gary Francione. ¿Y no es lícito, si lo que se consiguió fue que se dejaran de matar toros? Podría reponerse, y sin embargo, sigue desconociendo las particularidades: la abolición en Bogotá no es la evitación de la muerte del toro, pues resulta que alrededor de la ciudad la oferta de espectáculos taurinos en recintos más pequeños se ha multiplicado para satisfacer la demanda que dejó vacía la Santamaría, cosa que además, aprovechando las circunstancias, ha generado que ferias menores como las de Duitama quiera captar público capitalino, ofreciendo más corridas y de mejor calidad. Entonces, antes que evitar la muerte de toros, la abolición políticamente conseguida resultó en la multiplicación de espectáculos taurinos en la periferia de Bogotá y cercanías de Cundinamarca: más toros muertos.
Lo mismo sucede en Catalunya: el público muta a Francia y Valencia y zonas cercanas, en la medida de sus posibilidades, con lo que la abolición solo logra excluir a los taurinos más humildes, pero en realidad incide en la multiplicación de espectáculos taurinos en otros lugares, que no teniendo el mismo aforo que una plaza de primera, deben hacer más corridas para satisfacer un mercado que ya existe, y tiene demandas cuantiosas. La abolición no sirve entonces sino para catapultar el capital político y económico del gurú animalista, eso en lo práctico, porque en el terreno ético contribuye a los odios sociales y culturales de los taurinos y antitaurinos de aquellas zonas donde el fuego es avivado de manera irresponsable, decantando entonces por una separación social donde perderá el toro y el taurino de conseguirse la abolición, y en indiferencia de ella (si hay o no una abolición) la sociedad en general, pues no puede considerarse el odio social y cultural como un avance.
Si es que es lícito, la única manera de conseguir una abolición efectiva, ética y sustentable para la historia en los términos antitaurinos, es la implantación de la ética animalista en toda la sociedad, pues con el consumo de carne, los zoológicos y las mascotas, también tendrán que desaparecer las corridas. Sin embargo, la abolición política opera al revés, entre otras cosas porque es más fácil: abolir primero los toros, con todo y que esto tiene una implícita legitimización de otros usos animales: las personas que siendo carnívoras contribuyen a una abolición mediante su apoyo político y social, en cuanto consiguen el fin de la corrida, dejan el tema animal a un lado, pues los veganos nunca les han exigido que para ser antitaurinos, antes tienen que ser precisamente veganos; el antitaurino carnívoro cree entonces que la ingesta de carne es legítima: si los defensores de los derechos de los animales que se agitan en los televisores, noticieros y corporaciones políticas, no lo hacen al mismo tiempo por los toros del matadero, ¿no se supone entonces que comer carne es algo correcto, porque ni siquiera los animalistas lo atacan como sí lo hacen con la tauromaquia?
Por ello, naturalmente no pueden sino surgir esperpentos como el de Catalunya: una ley que prohíbe los toros aduciendo maltrato animal, pero que al mismo tiempo blinda los festejos populares que no son españoles sino catalanes, donde el animal también es maltratado. El mismo mecanismo ocurre con otros tipos de maltrato, como la ingesta de carne, que se ve legitimada como opción legal cuando se declara al toreo ilegal. Por ello, los países americanos donde antes hubo abolición de corridas de toros, por ejemplo, Argentina, ahora son grandes productores de carne, y de gurús animalistas.
Por ello, me inclino a concluir que la abolición política es una inconveniencia para los 3 factores: taurinos, animalistas antitaurinos y toros, y a causa de ello, también es inconveniente por una sociedad que legitima además la segregación y persecución a las minorías con fines políticos.
Por desgracia, es difícil que dentro del movimiento animalista alguien tenga la capacidad de aceptar que el rentable negocio de la antitauromaquia es nocivo hasta para el animalismo, pues confunden el tener visibilidad mediática con tener avances reales en la erradicación del maltrato animal.
Para finalizar, considero que el signo auténtico de “lo-español” precisamente responde a una naturaleza multicultural, y eso también se manifiesta en el toreo, que es un sincretismo enriquecido por factores de toda España, e incluso de toda América, según los hallazgos etnológicos recientes en esta materia. Por eso, los catalanes separatistas yerran de manera lamentable al confundir el toreo como un signo centralista, cuando en realidad representan la grandeza de toda la cultura occidental. El debate de los toros es antropológico en primera medida, y ético en una medida menor, habida cuenta de que los programas éticos animalistas ni siquiera están definitivamente formulados. Pero el error garrafal está en consentir que el debate de los toros es político. Por eso, así como las aboliciones de Catalunya, Bogotá o San Sebastián realmente no ejemplifican la implantación de un modelo animalista, lo que suceda en La Coruña no afectará a nadie más que a los mismos toros de lidia, con la misma paradoja de quien cree que lo eminentemente español es el Barcelona F.C., o la tauromaquia. La abolición política no conviene a nadie, pues en últimas lo que reside a la estructura de la abolición es la reivindicación de un discurso de odio social con incidencias de afectación en taurinos pobres, animalistas honestos y toros de lidia, lo que no es ético. No conviene a nadie, salvo a Anselmi.