La vida nuestra es La vida de los otros, cuando el individuo se funde en el ser multitudinario del Estado. La laureada ópera prima del director Alemán Florian Henckel von Donnersmarck, es un relato de esta idea. ¿Qué quiere decir todo esto? ¿No es acaso una reiteración del Estado Omnipresente de Orwell, que derivó de manera estética en el reality show? Y sin embargo, el primer reality fue la tauromaquia, pues su obsesión por la estricta observancia de toda la realidad (la vida y la muerte) es su estructura. El toreo, el reality, los espías de las dictaduras, todo es una intromisión del estilo en la realidad.
Como ganadora de un Oscar a la mejor película extranjera en el 2006, La vida de los otros asegura su factura: los silenciosos y grises corredores de las dictaduras comunistas, siempre presentes en los filmes de esta temática (Cuatro meses, tres semanas y dos días), el drama en la historia de un poeta, una actriz, un oficial de seguridad del estado, la traición, la intelectualidad, las obras clandestinas y la corrupción de la política: todos son grandes temas que ninguna película puede recuperar, por asiduos, por lo que solo puede recrearlos; de allí el mérito de Henckel von Donnersmarck, pues su obra nos parece originaria: por un lado, el poeta más importante de la Alemania Oriental o RDA en 1984, Georg Dreyman, casado a su vez con la actriz Christa-Maria Sieland, y ambos representando la intelectualidad productora de estética y drama. Del otro lado conceptual, la política, como reguladora de todo lo producido por las manos humanas, con la citada frialdad del poderoso Estado, la dictadura, la implacable burocracia, y los espías que registran incluso los desechos orgánicos de los ciudadanos, a la espera de un indicio.
La película enfrenta estas dos realidades en un choque de trenes predecible. Su mérito, se ha dicho, es la recreación lograda: el poeta que produce historias y las lleva al teatro, y su esposa, quien las representa, sufren la callada intervención del estado, por lo que ambos, y sin saberlo, empiezan a representar un drama desconocido para ellos mismos, y a actuarlo desde el manejo de cuerdas de la política: el cazador cazado. La actriz actuando en un drama real; el poeta como un personaje de Kafka, llevado ciegamente la desgracia burocrática y la pesadilla, y todos nosotros observando esta vida trastocada en representación. El final de Christa-Maria no puede ser más genérico, pero se articula a lo que es la historia de la pareja desde que el Estado decide llenar su casa de micrófonos, intuyendo una traición al régimen comunista: un melodrama. El artista forzado a una forma de arte.
La siguiente recreación es la del Estado que como frío sujeto impersonal, presenta en el filme una furiosa vida sentimental, verificada en la pasión de un cuadro del partido por la actriz (una pasión enfermiza por demás), la ambición de un alto funcionario por escalar posiciones, y luego, la insospechada calidez de HGW XX/7, desde las prostitutas y la piedad ante un niño, hasta su activa participación en la trama como demiurgo, como Deus ex machina, como escritor que escribe la trama del escritor. El Estado asume así al arte, por una pérdida de control, del mismo modo que el arte no puede asumirse a sí mismo. El resto de factores de la película son caldo común de la crítica. Por ejemplo, la condena al sistema político, la mezquindad humana de los empleados oficiales, la irresistible figura del artista. En otro tanto, la fotografía es apenas aceptable, en parte por la continuidad del gris que logra ser monótona. Los personajes, casi 10 años después de la trama principal, apenas si han envejecido cuando se encuentra cada arquetipo en el final sentimental: el artista caído que no logra escribir nada, el político caído que no dirige ya un país, el funcionario caído que ahora reparte cartas que años atrás vigilaba. Todo se concilia, como Alemania tras la caída del muro, hecho magistralmente narrado cuando HGW XX/7 se pone en pie y los demás lo siguen. Indudablemente, habrá que indicar como mayor acierto de la película la narración que inicia con el suicidio de un mítico artista (Albert Jerska) caído en la desgracia de la lista negra, punto de quiebre de la película, que produce un hermoso artículo contra el suicidio de los intelectuales, una bella trama con una maquina de escribir, de nombre Colibrí, que solo teclea en rojo, y la aparición de una huella digital de tal color años después, ya caído el muro. "Es para mí", dice con razón HGW XX/7.
Así, por un sutil mecanismo de intercambio de valores, la vida propia es la vida de los otros.
Dejo la película entera.