"De acuerdo con los historiadores, Pedro Romero, que fue torero en España por la época
de la revolución americana, mató cinco mil seiscientos toros recibiendo, entre los años 1771 y
1779, y murió en su cama a la edad de noventa y cinco años. Si eso es verdad, vivimos en una
época muy decadente, en que es un acontecimiento ver a un torero intentar solamente recibir
a un toro. Pero no sabemos los toros que Pedro Romero hubiera logrado recibir de intentar
pasárselos tan cerca como Juan Belmonte con la capa y la muleta. No sabemos tampoco, de
esos cinco mil toros, cuántos recibió correctamente, esperándolos con tranquilidad para
hundirles el estoque entre los omóplatos, ni cuántos recibió mal, echándose a un lado y
dejando que el estoque se hundiera en el cuello. Los historiadores hablan muy bien de todos
los toreros muertos. Si se lee una historia de los grandes toreros del pasado, parece imposible
que tuvieran una mala tarde o que decepcionaran jamás al público. Es posible que no le
decepcionaran nunca antes de 1873, porque yo no he tenido tiempo de leer las reseñas
contemporáneas de las corridas de antes de esa época. Pero, a partir de ese año, la corrida de
toros ha sido siempre vista por los cronistas contemporáneos como entrando en un período de
decadencia.
Durante la época de que se oye hoy hablar como de la edad de oro de todas las épocas
de oro, la de «Lagartijo» y «Frascuelo», que fue, además, realmente, una edad de oro, la
opinión más común era que las cosas estaban tomando mal cariz, que los toros eran cada vez
más pequeños y más jóvenes y que, si eran grandes, resultaban cobardes. «Lagartijo», se
decía, no es un gran matador; «Frascuelo», sí; pero es de una avaricia sórdida para su
cuadrilla y es intratable. «Lagartijo» fue expulsado de la plaza por la multitud en su última
aparición en Madrid.
Cuando llegamos en las crónicas a «Guerrita», otro héroe de la edad de oro que
corresponde al período inmediatamente anterior, simultáneo y posterior a la guerra
hispanoamericana, se lee todavía que los toros son pequeños y jóvenes; los bichos gigantes,
de bravura fenomenal, de los días de «Lagartijo» y de «Frascuelo», han desaparecido.
«Guerrita» no es «Lagartijo», leemos; es un sacrilegio compararlos, y todas esas monerías
floridas hacen estremecerse en sus tumbas a los que se acuerdan de la seriedad y de la honestidad (ya no se trata de avaricia) de «Frascuelo». El «Espartero» no vale nada y lo
prueba dejándose matar; finalmente, «Guerrita» se retira y todo el mundo se siente aliviado.
Ya están hartos de él, aunque, una vez que «Guerrita» ha desaparecido, la lidia se encuentra
en una crisis profunda. Los toros, ¡qué cosa más extraña!, se van haciendo cada vez más
pequeños y más jóvenes, o si son grandes, resultan cobardes. Mazzantini no vale nada; mata
tranquilamente, sí, pero no recibiendo, y no es capaz de salir de su manera de hacer con la
capa, y con la muleta es una inutilidad. Afortunadamente, Mazzantini se retira, y cuando don
Luis Mazzantini se ha retirado, he aquí que los toros se presentan cada vez más pequeños y
más jóvenes, salvo algunos que son enormes y cobardes, y más bien hechos para arrastrar
carretas que para el ruedo. Desaparecido aquel coloso del estoque que se llamó Mazzantini,
desaparecido «Guerrita», maestro de maestros, los recién llegados, como Ricardo Torres
«Bombita», «Machaquito» y Rafael «el Gallo», no son más que impostores que dominan la
plaza. «Bombita» domina los toros con la muleta y tiene una sonrisa agradable; pero no es
capaz de matar como mataba Mazzantini; «el Gallo» es ridículo y un gitano chalado;
«Machaquito» es bravo, pero ignorante, y sólo «es la suerte quien le salva», haciendo que los
toros sean realmente cada vez más jóvenes y más pequeños que aquellos bichos gigantes,
siempre bravos, del tiempo de «Lagartijo» y de Salvador Sánchez, «Frascuelo», al que ahora
se le llama siempre el Negro, apodo de amistad y no de insulto, y al que se recuerda por la
buena voluntad que mostraba para con todos.
Vicente Pastor es honesto y valeroso en la plaza, pero da un saltito cuando mata y se
pone enfermo de miedo antes de entrar a matar. Antonio Fuentes es elegante, magnifico
cuando pone banderillas; tiene un bonito estilo de matar, pero eso no quiere decir nada,
porque ¿quién no haría un trabajo elegante con los toros de nuestros días, que son mucho más
jóvenes y pequeños que en los tiempos de aquellos colosos sin defecto, «Lagartijo»,
«Frascuelo», el heroico «Espartero», el maestro de maestros «Guerrita» y el summum del
estoque, don Luis Mazzantini?
En esa época, dicho sea de paso, en que don Indalecio Mosquera fundó la plaza de
Madrid, sin importarle nada las corridas y sí la talla de los toros, las estadísticas muestran que
los toros eran por lo común los más grandes que se habían lidiado en Madrid.
Por entonces, Antonio Montes se dejó matar en Méjico, y en seguida se dieron cuenta de
que había sido el verdadero diestro de la época. Serio, magistral, Montes era capaz siempre de
dejaros contentos por el dinero que habíais pagado. Montes fue corneado por un pequeño toro
mejicano de flancos flacos y cuello largo, que levantó la cabeza en lugar de seguir la muleta
cuando le hundió la espada, y al volverse Montes, intentando escapar de la cuna corneal, el
cuerno derecho del toro le alcanzó entre las nalgas, lo lanzó a lo alto y le llevó, como si
hubiera estado sentado en un taburete –el cuerno desaparecía enteramente dentro de su
cuerpo– como unas cuatro yardas más lejos, hasta que el toro cayó muerto de la estocada.
Montes vivió cuatro días más después de la cogida.
Vino entonces «Joselito» que, cuando apareció, fue apodado Pasos Largos y atacado por
todos los admiradores de «Bombita», «Machaquito», Fuentes y Vicente Pastor.
Afortunadamente retirados todos éstos se habían hecho por consiguiente incomparables.
«Guerrita» decía: «Si queréis ver a Belmonte, corred a verle, porque no durará; ningún
hombre puede torear tan cerca de los toros». Pero al ver que seguía toreando cada vez más
cerca, se descubrió que los toros eran, por supuesto, parodia de los bichos gigantes que él,
«Guerrita», había matado. Se reconoció en la prensa que «Joselito» valía algo, pero se hizo
notar que no sabía poner banderillas más que de un lado, el derecho –los toros, por supuesto,
eran mucho más pequeños– y que persistía en ese defecto; que mataba teniendo el estoque
tan alto que algunos decían que se lo sacaba del sombrero y otros que se valía sencillamente
de él como de una prolongación de su nariz, y que, y eso era una verdad como un templo, fue
abucheado, silbado y bombardeado con almohadillas el último día que toreó en Madrid, el día
15 de mayo de 1920, cuando lidiaba a su segundo toro, después de haber cortado la oreja del
primero, y fue alcanzado en la cara por una almohadilla mientras la multitud gritaba: «¡Que se
vaya, que se vaya!» Al día siguiente, el 16 de mayo, «Joselito» murió en Talavera de la Reina
con el vientre abierto de una cornada, tan abierto que se le salían los intestinos. No era capaz
de retenerlos con las dos manos; pero murió del traumatismo originado por el shock de la
cornada, mientras los médicos trabajaban en la herida. Su rostro quedó tranquilo sobre la
mesa de operaciones, cuando murió; su cuñado se hizo retratar llevándose el pañuelo a los ojos; una turba de gitanos se lamentaban a la puerta y otros iban y venían. «El Gallo», fuera,
daba vueltas sin atreverse a entrar a ver a su hermano muerto, y Almendro, el banderillero,
decía:
–Si han podido matar a este hombre, os lo juro, ninguno de nosotros escapará. Ninguno
de nosotros.
Y Joselito se convirtió inmediatamente en la prensa, y sigue siéndolo todavía, en el más
grande torero de todos los tiempos, más grande que «Guerrita», que «Frascuelo», que
«Lagartijo», en opinión de los mismos hombres que cuando estaba vivo le atacaban. Belmonte
se retiró y se hizo más grande que el mismo «Joselito» al retirarse; volvió después de la
muerte de «Maera» y se descubrió que era un hombre ávido de dinero que quería explotar un
nombre ya famoso –es verdad que aquel año había hecho elegir sus toros–; lidió un año más
todavía, y juro que fue el mejor que tuvo; lidió toda clase de toros, sin distinción de talla,
triunfó en toda la línea, incluida la suerte de matar, en la que hasta entonces no había
adquirido un dominio perfecto y fue atacado por la prensa durante toda la temporada. Se
retiró de nuevo, después de una cornada casi mortal, y todos los testigos contemporáneos
están de acuerdo en reconocer que es el mayor torero viviente. Así se hace la historia, de
manera que no sabría decir lo que valía Pedro Romero en tanto que no leyese los testimonios
contemporáneos de antes, durante y después de su carrera, y dudo de que pudieran
encontrarse tales testimonios, aunque fuera en simples cartas particulares, para poder hacerse
un juicio válido.
Según las distintas fuentes que he consultado y según los testimonios coetáneos, la
época de los toros más grandes y de la verdadera edad de oro en Madrid fue la de «Lagartijo»
y «Frascuelo», los toreros más importantes de los últimos sesenta años, hasta la aparición de
«Joselito» y Belmonte. La época de «Guerrita» no fue la edad de oro; «Guerrita» fue
responsable de la introducción en la lidia de toros más jóvenes y pequeños –he comprobado su
peso y consultado las fotografías– y durante los doce años que duró su carrera, tuvo
solamente un buen año como torero: el de 1894. Los toros grandes volvieron a la plaza en la
época de «Machaquito», «Bombita», Vicente Pastor y «el Gallo» y la talla de los toros decreció
sensiblemente en la época de «Joselito» y Belmonte, aunque algunas veces lidiaron los dos la
clase de toros más grandes que se criaban. Ahora, los toros son grandes y viejos para los
matadores sin influencia y pequeños y jóvenes siempre que el torero sea lo suficientemente
poderoso como para meter mano o imponer sus preferencias en la elección. Los toros son todo
lo grandes que pueda producirlos la cría en Bilbao, a despecho de los matadores, y, en
general, los ganaderos andaluces envían los toros más grandes y más hermosos a Valencia
para la feria de julio. He visto a Belmonte y a Marcial Lalanda triunfar en Valencia con toros
que pudieran figurar entre los más grandes que se hayan lidiado nunca en la historia de la
fiesta brava.
Este resumen histórico ha comenzado con lamentaciones sobre la desaparición de la
suerte de matar recibiendo, que desaparece porque no se enseña ni se practica y, como el
público no la reclama, y es un arte difícil, que tiene que ser practicado, comprendido y
dominado porque es demasiado peligrosa para ser improvisada, los toreros, la dan de lado. Si
fuese practicada podría ser hecha con bastante frecuencia, siempre que se dejase a los toros
llegar al final de la lidia en un estado conveniente; pero toda suerte que puede ser
reemplazada aproximadamente por otra tan atractiva como ésa para el público, comportando
un riesgo menor de muerte si su ejecución falla, está condenada a desaparecer del ruedo, a
menos que el público no se la reclame a los toreros."
Ernest Hemingway, Muerte en la tarde.