Embotado por una sobredosis de toros, se me antoja ahora hablar un poco de una singular trilogía que no por genérica pierde su interés en estos días. Krzysztof Kieślowski, autor del mundialmente conocido Decálogo, y con la necesidad de sacudirse, vapuleado por la fama inocua de La doble vida de Verónica, se embarca a la altura de los años 90 en un ambicioso proyecto de conmemoración: Tres colores. Azul. Blanco. Rojo. La bandera de Francia, o según la broma de un amigo, la de Holanda, dando tumbos. Tampoco es una película apta para personas aquejadas de daltonismo, que pudieran extraviar un poco su sentido. Volviendo de este irrepetible momento de humor estúpido, el objetivo de Kieślowski era el de representar los valores de la bandera de Francia en una trama desarticulada de cualquier reflujo político: Libertad (azul), Igualdad (blanco), Fraternidad (rojo), más allá de cualquier reivindicación politizada, y sometida entonces a una trama humanista, por lo que es lícito pensar que la trilogía persigue un fin moralizante. ¿No es así? ¿No es necesaria, precisamente en estas semanas de tanto ardor político?
La primera parte de esta trilogía, atendiendo al estricto orden de la bandera de Francia, es Azul, color revolucionario de la Libertad. En mi opinión, es la parte más lograda de esta saga, entre otras cosas por una brutal simbiosis entre la fotografía, el sabio manejo de una cámara educada para la quietud y los travellings (todo al servicio del resalte de los elementos azules de los planos), y ante todo, por la demoledora música de Zbigniew Preisner, asunto ya señalado por cualquiera. Kieślowski y Preisner antaño habían logrado uno de los momentos más poéticos de la historia del cine: la famosa escena de las marionetas en La doble vida de Verónica, pero es en Azul donde la conjunción de música e imagen logra un discurso coherente y sostenible, que le infiere al filme un halo de poesía y dolorismo exquisito. Sirva de ejemplo este plano:
Magistral. Julie, interpretada por Juliette Binoche, dormita en el doloroso pensamiento de la muerte de su esposo y su pequeña hija, ocurrido en una mañana de luz azul en medio de un lamentable accidente de tráfico. Julie queda sumida en una depresión considerable, y debe convivir con la invisible música de su marido, quien era uno de los más reputados compositores de Europa. En este mundo invisible de sonidos recordados, y de un perpetuo azul que evoca el espacio y el tiempo sin dolor, Julie debe afrontar además la vulgaridad de una Europa que intenta seguir de largo sobre sus problemas; aunque no lo mencione el guión, todos sabemos que en Sarajevo ocurre una masacre, y que el fantasma del secesionista recorre distintos puntos de Europa. El marido de Julie, a cargo de la composición de una canción por la Unificación de Europa, deja inconclusa su obra, que sin embargo empezará a aflorar en cada visión azul de Julie. El azul, la liberación de todo aspecto mundano y político, es el logro estético de la unidad de los seres humanos gracias al arte. El mensaje es muy claro: solo el arte puede redimirnos y liberarnos. La verdadera libertad de un pueblo es sufrir y gozar de su arte. Por cierto, la interpretación de Binoche es superior.
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El blanco, centro de la bandera francesa, simboliza la igualdad. Este es el leimotiv con el que Kieślowski extiende un argumento poco logrado basado en el humorismo de Europa oriental (Kaurismäki, Kusturica) con el que se intenta igualar el destino de los personajes en su fracaso por alcanzar los valores occidentales y republicanos, cosa que a mi juicio es la única interpretación posible para este ejercicio. Zbigniew Zamachowsky interpreta a un peluquero inmigrante con problemas de disfunción eréctil que afronta un divorcio a causa de esto (la imposible unión de oriente y occidente). Vuelve a su natal Polonia, y en un giro inesperado se vuelve millonario. Finge su propia muerte para vengarse de su maligna mujer, a la que luego visitará en la cárcel, entendiendo por un juego de señas que ambos aún se aman. Mientras tanto, la película ha estado permeada de un considerable número de situaciones entre la comedia y la tragedia, en fuertes contrastes de gangsterismo y pusilanimidad. Los personajes bodoques y taimados contrastan con la suficiencia, casi argentina, de los tratantes. Muchas cosas son perfectamente prescindibles en el guión, incluso el guión mismo. Se echa de menos la constante referencia estética al color blanco teniendo en cuenta el precioso precedente de Azul. Así que la película queda incapacitada para extender un discurso sobre la igualdad, a menos que sea ese de la camaradería extraído del discreto humor de algunas situaciones. En cualquier caso, era una apuesta arriesgada la de realizar un tratamiento estético de la igualdad sin recaer en consignas políticas. Quizá por esto sea excusable el peor aparte de la trilogía, singular lunar siempre citado por sus detractores, con justa razón. A su favor, digamos que Kieślowski es su director. Si ganó el Oso de Plata a mejor director, es porque el montaje de la misma es elocuente, (por ejemplo, la referencia al baúl al inicio, que cobrará sentido treinta minutos después, haciendo despegar semejante ladrillazo de filme).
La bandera y la trilogía terminan con el rojo, color de la Fraternidad, cuyo valor político reside en la solidaridad humana y la igualdad ante la ley. Iréne Jacob, la preciosa protagonista de La doble vida de Verónica, interpreta esta vez a Valentine, una modelo suiza que atropella por error a la mascota de un juez retirado, de nombre Kern. Paralelamente, otro juez camina los pasos desandados por el señor Kern. Es común entonces que un plano secuencia una a los jóvenes vecinos desconocidos (Valentine y Auguste -el juez joven-, viven en la misma calle), hilo de Ariadna que irá desentrañando una soberbia trama que terminará en un clásico argumento borgiano, ya presente en La doble vida de Verónica: la posibilidad de vivir dos vidas, y dos veces la misma cosa. No hay que perder de vista que la voz 'Frater' es al mismo tiempo 'Hermano'. En cualquier caso, una inquebrantable amistad se formará entre el viejo juez y la modelo, capaz de resistir las pedradas de los vecinos, los celos asfixiantes del novio de la protagonista, o la apacible decadencia de la vida de una Europa sumida en valores de integración. Lo únicamente fraterno se dispone como oxigeno entre esta vulgaridad.
Solo lo fraternal hará desentrañar esta trama, que parecía perdida a la mitad del guión. El juez Kern, que no había dejado su casa en años bajo la clásica pose del viejo huraño, saldrá a un evento donde Valentine desfila; al finalizar, y con el teatro vacío mientras una tormenta azota todos los postigos y puertas, el juez sostiene una conversación dolorosa sobre el amor imposible, y las coincidencias que advertiremos entre su vida y la de Auguste, con lo que una vida es capaz de repetirse en otro, y unir tal fenómeno cósmico en una sola trama. Kieślowski debió ser un soberbio lector de Borges. El efecto logrado es desde luego devastador, elocuente, cósmico (como ya se ha dicho). Hasta entonces, y rememorando la mejor cámara de Azul, Kieślowski ha desplegado la escala cromática del rojo para decorar cada asunto de la película donde se insinúe el sentido de la trama (por ejemplo, Auguste será fraterno con su perro en su habitación roja, pero a oscuras o en las calles pluviosas, víctima de la depresión por su corazón roto, será cruel y desatento con el perro; también, la estupenda penúltima escena, donde se revela para nosotros la trama, será en un teatro repleto de sillas rojas vacías). Pero como se decía en los tendidos de Sevilla, hay que oír a Curro torear:
La dolorosa redención liberadora de Julie, el sarcástico intento de igualdad emprendido por Karol (aquel frígido peluquero, luego millonario, luego vivamente muerto), y la fraterna búsqueda de paz de Valentine, componen pues una amalgama apolítica, unida en un accidente de barco que hará encontrarse a las tres tramas, sellando la trilogía.
Krzysztof Kieślowski nos envía un mensaje brutal: lo que persigue el ser humano es mucho más que lo máximo ofrecido por cualquier política. La búsqueda que reivindica toda política, reside fuera de ella en la igualdad imposible, la salvación liberadora del arte, y la fraternidad humana más pura. Antes que en las banderas, el ser humano debería preocuparse por su trama sentimental, tejida allí donde ninguna política es capaz de llegar. Esta trilogía es en suma un intento apolítico de demostrar que es la política, precisamente, la que hurta de coherencia toda búsqueda humana de la felicidad.
Luego Kieślowski dejaría el cine para siempre, y luego la vida.