Tanto leer y añorar la tauromaquia del siglo XIX, con su Jaquetón a la cabeza, luego el bendito Frascuelo, frente a la caballería caída, Peluquero, Víbora; y desde luego su Perdigón, certero Caín de los hermanos, y los naturales de Cayetano Sanz resucitados por Lagartijo, y también su Murciélago, la pierna del Tato, la digna camareta del Duque de Veragua. reemplazada por las empantanadas y enlodadas dehesas, y la ciénaga con la que Lagartijo cerró su carrera, al encerrarse también con seis del Duque en la plaza de la Corte...todo eso siempre soñado, siempre comido con los ojos ante la lectura de un toro poderoso y sumamente cambiante, inestable, al que había que cazar con los jacos de manera valiente en los medios, y al que su matador debía quebrantar en la muleta con una decisión que no admitía réplica. El XIX y sus sagrados toros de casta Jijona, hoy extintos por la tozuda manía de reemplazar con arte lo que fue, es y será solo rito. La manía, nuevamente huelga decirlo, de erigir un concepto de bravura predeterminado, donde el toro ha de ser una obediencia al servicio del desplazamiento en las telas, sin espacio para las malas ideas, el miedo, la pólvora, el desgarro. ¡Qué tan lejos todo esto del toro manso pero con poder, que no puede ser aclamado en el arrastre, pero que deja el corazón en vilo y la mano en puño por una descomunal fuerza que hace temer por el hombre, que ha de ser un héroe auténtico para salir con pie de la arena! ¡El corazón en la mano, en un puño!
El escenario prefabricado, carente de sensación por la anestesia, del toreo actual, siempre al servicio del arte del disfrute y la diversión, ha quitado del medio como estorboso al toro con poder y genio, malas ideas y mala leche. Leche oscura, en cambio al servicio de la emoción inesperada, la emoción auténtica del miedo transformado en poder y victoria del héroe. Se va entonces hacia el espurio indulto de El Cid a un ejemplar miserable de Daniel Ruiz en Albacete, y se piensa en los toros con poder, antónimos exactos porque donde en otro lugar solo hay movilidad de carrusel, aquí hay un huracán frío e incontenible que rebota con ira y retumba en todos los sitios. Es ese toro que hace siglos no permitió que lo domesticasen, y salido de su redil como una oveja negra, se daba de furia contra los cercados hasta destruirlos, ante la estupefacción de los pastores, hoy revividos en los cronistas de los medios de papel. ¡Es el primer toro de lidia! Manso porque se aleja del arquetipo construido culturalmente por los taurinos durante siglos, y que caracteriza la majestad de la bravura perfecta. Manso entonces, pero con el primitivo y bruto poder que dio inicio a la tauromaquia ahora y siempre.
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Foto de davidcordero.es que muestra la largura de Cantinillo, además de su mansedumbre poderosa |
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Perdido pues en lo solamente posmoderno, asiste uno a la decepción. Luego sale Cantinillo, un toro de la excelentísima señora doña Dolores Aguirre Ybarra, un Atanasio largo de esqueleto, cuajado, levantado a golpe de todas las desgracias, y sale manso al ruedo de Vic Fezensac en los Pirineos, durante la feria de Pentecostés, con poder en las patas y mosqueado. Toma seis varas porque se escupe en la mayoría, e incluso hace alarde de mansedumbre ostensible al intentar tomar el olivo en ocasiones. Un toro manso (conviene no dejar de mencionarlo) al que es menester ir a cazarlo, lo que se dice torear a caballo a la antigua, cuando algunos bureles se hacían fuertes en las querencias de los caballos muertos, y el picador debía ir hacia el cadáver equino para dar otra vara. En esto es proverbial la torera labor del picador francés Gabin Rhéhabi, y el caballo Destinado, de la cuadra de Bonijol, que han aguantado de manera épica este duro tercio de varas, en distintas posiciones de la plaza y siempre con el toro al relance y con poder. La última vara es una herejía para el aficionado actual, capaz de chillar en cuanto el picador traspase la raya del tercio, labor que en realidad supone un acto de renuncia al cobijo de las tablas, y por tanto, una valentía: Destinado y Rhéhabi saltan a los medios para cazar a Cantinillo, el manso que en la boca de riego arrea fuertemente hacia los adentros, y que propina a la cabalgadura un batacazo. La montura queda disuelta, el picador ha caído lejos, y Destinado queda solo, a merced del toro, que se encarniza en darle vueltas tirando cornadas. Entonces su criador, Bonijol, salta a la arena para sostener al caballo del empuje del manso, poniendo en pie la cabalgadura, y resistiendo un nuevo embate, empujando contra el toro en un curioso ménage á trois, para impedir una nueva caída del ya aporreado caballo. Hasta entonces toda la plaza ha estado en vilo, con el corazón en un puño, primero por el susto de imaginar a este manso en las gradas, tras cada intento de saltar. Luego, por la emoción del poder y al mismo tiempo por la conmovedora valentía de los dos hombres y del caballo, prestos al honor de continuar la lidia y salvarse al tiempo de este huracán. Si de por sí el salir a los medios a esperar el arreón es de un mérito indiscutible, sellar este acto con la demostración de la solidaridad humana, la fortaleza torera y el heroísmo de todo, no puede generar otra cosa que el sentimiento eterno de la auténtica tauromaquia.
Aquí ya es lo suficientemente reseñable el acto como para hacer una crónica sentida. Pero hay más. Tercio de banderillas de manso, cortando el viaje y obligando a los peones a poner dos medios pares a la carrera del sobaquillo. ¿Qué hará su matador ante esta papeleta, en una época que exige el exiguo tratamiento de la ligazón para todos los toros, como único recurso? Alberto Lamelas, un taxista en la vida corriente, un torero en el sagrado albero, se arma de muleta y espada, manda tapar a los peones e intenta sacar a los medios al manso, que nunca conviene dejar en las querencias donde se hace fuerte. Aquí tiene que soportar con estoicismo que no tiene nombre, una cantidad de coladas y arreones que hacen palidecer la temporada completa de los que se arriman a los moribundos. Cantinillo en ocasiones humilla por el pitón derecho, así que el trasteo se desarrolla por esos derroteros. Ya en los medios, logra parar al toro (por ello la porfía de sacarlo), que desarrolla reservas como buen manso, guardando su poder para la oleada. Castiga al toro con macheteos a costillar contrario, metiéndose en ese sitio donde verdaderamente queman los pies, y se queda puesto para intentar hacer el toreo en redondo. Solo este dejar los pies en la arena y adelantar la muleta, provoca una ovación del público de Vic. Dos derechazos, uno de pecho enganchado y deja al toro en los medios. La lidia. Aquí ya el toro entiende que está a merced de la circunstancia. Lamelas le torea sin ligazón (que realmente no importa) cuatro derechazos y el de pecho. Mostrencos pases para la suficiencia estética de un Manzanares, pero que oyeron un olé auténtico, sentido, salido del corazón conectado con la garganta. ¡Está toreando un manso! ¡Como Frascuelo cuando le pudo a Filibustero de Martínez! Le enjareta una nueva serie bajo similares términos a la anterior, acompañada con un desplante torero, y sin obviar que el toro sigue teniendo poder y arrea en cada muletazo. Y sigue una serie en iguales magnitudes numéricas, pero enganchada totalmente, mas 'podida' por el torero, porque Cantinillo empieza a defenderse más, ya derrotado en el destino de su lidia, soltando la cara en el arreón. Y aquí continúa lo sorprendente: Lamelas lo cuadra en la rectitud de la suerte, muleta abajo haciendo la cruz para que el diablo no se lo lleve, y deja una estocada de tendencia contraria pero habilidosa, valiente y bien engendrada, suficientemente honorable para un marrajo manso, un demonio, un leviatán, un lucifer que resucitó a muchos muertos. El manso se va a toriles, empieza a defenderse de la rueda de peones, se traga la muerte y la plaza es un clamor. No queda más remedio que empuñar el bendito descabello (bloguero dixit), y propinar, a toro destapado, a puño certero y seguro, a muñeca firme, un golpe de cruceta que rinde al toro de inmediato, mientras la plaza se levanta, conmovida, dijera Vidal, por los desgarradores lances que acababan de presenciar.
El presidente de la corrida, pésimo aficionado, se aferró a la estocada para no conceder una segunda oreja, más que merecida. Los mansos no deben morir por arriba, es un insulto a los bravos. Lamelas dio dos vueltas al ruedo con su oreja, reviviendo hasta en esto un capítulo total del siglo XIX, cuando los despojos no existían, y los matadores eran aclamados en varias vueltas al ruedo. Un torero. Un torero. Un torero.
Como dato para la posteridad, se le dio la vuelta al ruedo al caballo Destinado, que resistió heroicamente el tercio de varas con un manso de poder. Ese caballo, yendo hacia los medios ligero a la orden de su picador, es más torero que algunos coletudos capaces de defenestrar el honroso legado de la tauromaquia cada vez que vienen de invierno a América. Pero es ese muy otro tema.
En Colombia no vivimos la tauromaquia del siglo XIX. Tuvimos que sufrir el abrupto cambio de la capea anárquica al toreo postbelmontista, en cuestión de cinco años, y con miuras y veraguas importados. Esta faena de Cantinillo, lidiado y muerto por Alberto Lamelas, más que en Vic en pleno siglo XXI, siempre insinuada en las tertulias bogotanas llenas de añoranza, es una deuda saldada.
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Vuelta al ruedo a Destinado. Tanto esta foto, como la que dio inicio al escrito, y las no marcadas, pertenecen a André Viard y su excelente portal Tierras Taurinas. |