Provechito, número 52, nacido en marzo de 2013. Si fuera un humano, tendría cuatro años, con toda la carga de vulnerabilidad que conlleva la infancia de los hombres. Pero era un toro. Nuestras vidas corren paralelas, con distintos ritmos de crecimiento para siempre. En esos cuatro años, Provechito cogió arrobas y fiereza, mientras que sus pitones se alargaron, prestos para un ataque apoyado por toda la musculatura del tren trasero. El animal sin consciencia se funde en un horizonte negro para nosotros. Fandiño, justo en otra carretera al costado de eso, corre también su vida, que comprende uno de los apogeos más furiosos en la historia de la tauromaquia: de ser el torero del pueblo y el militar outsider más enconado contra las mafias internas del toreo, a vivir en la especulación de los olvidados y caídos en desgracia. Tremendamente tenso siempre, orgulloso, libre.
La última vez que lo vi con vida, ambos estábamos en situaciones harto surreales: en un McDonald´s de Medellín a la hora del almuerzo. Precisamente eso lo definía. Era, entonces y ahora, un hombre que tampoco renunció a la sencillez del pueblo. Ya había anunciado su encerrona en Madrid con seis toros de ganaderías de respeto, y yo pensaba al verlo en lo increíble que era ver en una silla de plástico al mortal más valeroso de toda la tierra, pues no hay acto de valentía, de hombría y desprecio a la muerte más grande que anunciarse en Madrid con seis hierros de tanto respeto como los de aquella vez. El solo cartel ya genera todo espanto. De ser en mi caso, incluso dos meses antes del hecho, no sería capaz de sostener una hamburguesa, sucumbiendo a las premoniciones y miedos.
Llegó el día de la encerrona, en la que se guardó un minuto de silencio por las víctimas del accidente aéreo de Germanwings, siniestro provocado por un copiloto suicida. Pero lo del torero no es un suicidio, es decir, no es un acto suicida. Salir a enfrentar con honor al toro de lidia, teniendo de presente todos los riesgos posibles, no es un acto suicida. Es otra cosa. No puedo explicar el porqué. En todo caso, ninguno de esos seis toros en Madrid era el elegido para que nos echáramos a temblar y se nos congelara el ánimo al saber de la muerte de Fandiño. Dos años después, saldría al ruedo de Aire-Sur- l'Adour ese Provechito.
Al momento de iniciar el quite a ese toro, Fandiño ya había perdido la gracia de gran parte de la afición, dentro de los que me incluyo. Su lucha contra el sistema se había fracturado tras el fracaso de la encerrona en Madrid, trazando una línea de caída que termina justo en el momento en el que tropieza con la capa y es atacado mortalmente por Provechito. Duele escribirlo con exactitud, pero lo cierto es que compone una parte importante de la multiplicidad de factores que resultan en su muerte. Cuando Fandiño era levantado por el asta del toro, atravesado en un pulmón con la fuerza de la bestia más hermosa del mundo, en realidad caía uno de los últimos y grandes, valientes héroes de nuestras vidas.
En promedio, vemos unas 100 corridas al año. Absorbemos en la era digital una enorme cantidad de historia taurómaca, anestesiándonos con el tiempo a las emociones más sencillas, al volverse cotidianas. Olvidamos el tremendo mérito de levantar una tela, pesada como un hijo, mientras contra ti viene corriendo esa bella bestia de media tonelada coronada de púas. Corre para matarte, porque su programación genética está configurada para eso o para pacer en el campo. Ambos son los destinos del animal. El de Fandiño era ser libre y valiente, como un testimonio que siempre quería enseñarnos.
Perdón por no entenderlo a tiempo, Iván.
Y perdón también por tanto obtuso que celebra tu muerte, mientras nos acusan de impiedad y sadismo al mismo tiempo. Son una curiosa forma de infantilismo moral, digna de asco y compasión en partes iguales. Provechito fue bravo y también cayó en la arena rodeado de honores antes de irse a la muerte. Y siempre vemos eso totalmente recogidos. El toreo es el único acto de hiperrealidad que sobrevive en la tierra. El único rito real de un occidente que observa por las pantallas de televisión la serie de indignaciones cotidianas que lo van a liberar de sus propias miserias, las enfermedades, las deudas y las faltas de sentido. El toreo es la cosa más profunda y sagrada en nuestras vidas y tú diste la vida por ella, como Joselito o Manolete, como el Espartero o Victor Barrio.
Faltará tiempo para hablar de todo: de aquella Beneficencia en la que ganaste mil enemigos por no brindarle una faena al Rey. De tu amor por Colombia, por Antioquia y su plaza. De las faenas a Grosella y Podador, tu forma de matar poniendo el cabo de la espada en el pecho, como los grandes. Del sobrero de Juan Bernardo en Bogotá y la amistad, rota y vuelta a componer, con David Mora. De la emoción en la mañana justo antes de tu encerrona, cuando en la explanada de Las Ventas se reunió una peña peruana y una sueca, y se entendieron. De la estocada a Rapiñador, que describí como un salto cretense. Del dolor de tu apoderado, al que un día insulté en Facebook y ahora siento como un hermano con el que jamás hablaré.
Nosotros, los taurinos, volveremos luego a la serie de refriegas retóricas que componen nuestra suerte. El sistema que muchas veces te vetó, que quiso absorberte y luego destruirte, seguirá en pie, con sus aparatos de prensa, sus historiadores y periodistas, todos hablando de lo malos que somos.
De la mierda plural echada por sociedad antitaurina y sistema taurino, siempre quisiste apartarte.
Fandiño, oreja y herido grave from Plaza de Toros de Las Ventas on Vimeo.