Con el fin de contribuir a la afición, esta entrada hace las veces de estudio sobre el toreo puro. La ortodoxia del toreo es un cánon en continua actualización, que sin embargo, pese a las formas variables de interpretación, sigue teniendo unos pilares fundamentes e inamovibles: parar, templar, cargar y mandar. Frente a la época que sucumbe al toreo espectacular y a los fenómenos visuales artificiales (como el falso temple, o la ruinosa interpretación del volapié), se hace necesario que el aficionado cultive sus conocimientos históricos sobre el toreo: la relación entre el toreo y la exigencia del tendido está probada en todas las épocas. Esta entrada requerirá varias sesiones de estudio, y funciona hermanando una mítica conferencia de Domingo Ortega, y un documental de más de una hora donde se recorren 60 años de tauromaquia.
La conferencia de Domingo Ortega titulada El arte del toreo, fue dictada en el Ateneo de Madrid en marzo de 1950. Su importancia radica en sintetizar todo el cánon del buen torear en un alegato contra la vulgaridad de la época. Su pertinencia sigue siendo actual. Por otro lado, el documental es una importante antología de tauromaquias mostradas y explicadas por sus propios intérpretes, desde Domingo Ortega hasta José Miguel Arroyo Joselito y Enrique Ponce (destacan las cátedras de Ortega, Marcial Lalanda, Paco Camino, El Viti y César Rincón).
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EL ARTE DEL TOREO
A requerimiento de
Pedro Rocamora, vengo a dar esta
conferencia sobre normas clásicas en el
arte del toreo. Bien sabe Dios que nunca
pensé echarme en esta plaza de
espontáneo; pero tampoco a los ruedos de
las plazas de toros suele uno tirarse por su propio impulso; son muchas las circunstancias que le empujan y, entre ellas, es quizá la más importante los amigos. Dándome cuenta de lo que este ciclo de conferencias puede representar para el arte del toreo, le doy las gracias en nombre de mis compañeros y en el mío propio, y al mismo tiempo les pido a ustedes perdón por éste atrevimiento. Es muy posible que, un día no muy lejano, un torero con una buena preparación
literaria se haga entender por ustedes
mejor que voy a hacerlo yo por medio de
estas cuartillas.
El arte del toreo es una cosa muy compleja; digo compleja,
porque cada uno lo ve de manera
distinta; por lo tanto, yo trataré de hacer un esbozo del arte, tal como lo he visto a través de
mis veinte años de profesión y
veinticinco de aficionado. Ustedes comprenderán que mi punto de vista es
diferente del que tiene el señor que se
sienta en un tendido, para registrar, como si fuera una máquina fotográfica las imágenes que pasan
por su campo visual, y en el momento
regocijarse o disgustarse con ellas.
Posiblemente, este sería el ideal de la fiesta; pero si solamente
consideramos este aspecto, caeremos en
una cosa pobre, y, lo que es peor, peligrosa para el arte del toreo. Tenemos
que partir de que es un arte muy joven, en relación con las demás artes, pues mientras éstas han
alcanzado tal definición hace miles de
años, nosotros llevamos, en total, dos siglos.
Se han escrito muchos libros de toros, y no digamos
artículos en revistas y diarios; pero
considerando aparte la magnífica enciclopedia de José María de Cossío, todo, o casi todo lo que se ha
escrito es apasionado y. por lo tanto, negativo para un arte que, como tal,
está empezando. El libro del arte del toreo está haciendo falta. Creo
dificilísimo que aparezca, por ser muy
pocos los hombres capacitados para escribirlo. A mi modo de ver, sólo dos tipos
de hombre podrían realizarlo: el primero, un gran filósofo que sienta el arte
de la fiesta nacional, y no creo que reúna
estas dos condiciones más que don José Ortega y Gasset, que, desgraciadamente, no tendrá tiempo de
hacerlo, por sus muchas ocupaciones
mentales; el otro podría ser un matador de toros, y digo podría, porque esto es
todavía más difícil; si podía escribir el libro, es decir, si estaba preparado para el arte de las
letras, sería casi imposible que hubiese tenido tiempo para calar en lo
profundo del arte del toreo; por lo
tanto, tenemos que resignarnos a que corra el tiempo, y esperar, a ver
si un día surge en el toreo un hombre
del Renacimiento. Decíamos anteriormente que quizá lo bueno sería ver las
suertes de la fiesta en un aspecto
exclusivamente visual; pero esto no es suficiente, porque tenemos delante de nosotros a un animal
al que hay que someter y reducir, y, por
lo tanto, es necesario ir a una fórmula, no sólo de estética personal del artista, sino también de
estética con relación a la eficacia
sobre el animal. Porque no hay que olvidar que no se trata de un ballet,
en que, conseguida la estética visual,
está logrado todo, sino que el toreo tiene
un fin determinado, y una estética visual, en su caso, si no lleva consigo la eficacia que produce el bien hacer
el arte, será negativa, aun cuando cuente con el aplauso de muchos de los
espectadores.
Ustedes, aficionados, a poco que recuerden, habrán visto
muchas veces en las corridas de toros
faenas de veinte, treinta, cuarenta pases, y el toro cada vez más entero, o, por lo menos, lo
mismo que cuando empezó, y a la hora de
matar estar el torero pegado a las tablas y pinchar en hueso, o si se tiene mucha suerte, atravesar el toro.
Cuando esto ocurre, hay que ponerse en guardia y pensar que algo raro está
pasando: ¿Cómo es posible que con esa cantidad de pases que fueron
aparentemente bellos para gran parte del público, el toro no se haya sometido? La respuesta es muy sencilla: Lo
que ha ocurrido es que el torero ha
estado dando pases, y dar pases no es lo mismo que torear.
Puede un torero tenerle miedo a un toro, esto es humano;
pero si le ha dado veinte o treinta
pases, quiere decir que el miedo se le ha olvidado, y en ese caso, si no ha reducido, si no ha sometido
al toro, es porque no ha practicado el gusto de bien hacer, que es un placer al
cual hasta las fieras se entregan.
Es muy curioso oír a los aficionados lamentarse sobre el
estado actual de la fiesta, y yo les
diría: ¿Pero cómo pueden ustedes sorprenderse de esto? ¿Es que creen que
esta situación ha surgido por ley
espontánea? No, señores, ha tenido su proceso,
y ustedes han tenido gran culpa de ello; digo gran culpa, porque no sería justo echársela toda. Bien es verdad
que no sé si hoy existen aficionados, y
si existen se han dejado arrollar por la masa, seguramente porque la vida tiene problemas más importantes
que la afición a los toros, aun para los
más apasionados. Ahora bien: no es de hoy tampoco de cuando parte este error, según mi modo de
ver, sino de hace treinta o cuarenta
años.
Considero culpables a los aficionados, porque no han sido
consecuentes en sus convicciones, probablemente
porque han sido partidarios de las personalidades
de los toreros, pero nunca, o casi nunca, conscientes de las buenas normas de practicar el arte; de no
haber sido así, con los malos ratos que
han pasado y el dinero que a muchos les costó esta afición posiblemente no se hubiesen abandonado las
normas del bien hacer el toreo.
A ver si me explico, para que ustedes me entiendan, aunque
no cite nombres cuando me refiero a
toreros de este siglo. Ahora sólo nos interesan las normas, y no nos importa si
Pedro fue mejor o peor que Antonio. Ha
habido aficionados partidarios de un torero determinado, pongamos X. Era éste un torero de normas clásicas,
de formación rondeña, con templanza, con
cargazón en la suerte, con lentitud. Pues en cuanto X se retiró de los toros, se hicieron
partidarios de Z, que era un torero completamente
distinto, no ya en la personalidad, sino en la forma y en las reglas; y aquí
pondría ejemplos que nos llevarían demasiado tiempo. Entonces, yo deduzco:
Estos aficionados, siendo partidarios de X, no le conocieron realmente, y la
prueba es que jamás le catalogaron como clásico en sus normas, sino como
estilista, como algo diferente de todo lo anterior. Esto fue un gran error,
porque este torero X estaba reviviendo aquello que ya estaba casi olvidado,
traduciéndolo y expresándolo según su propia personalidad, pero que tenía el
germen de los Romero, pues gracias a las normas de Pedro, X, cuando se forma en
su toreo, es decir, en el clasicismo del bien hacer, llega a reducir a los
toros de tal forma que un buen día, al cuarto pase, fíjense bien que digo al
cuarto pase, puede impunemente pasarle la mano por la testuz a muchos toros de
su época.
Porque no se trata de atontar a los toros a los quince o
veinte pases, sino de torearlos. En el toreo ha habido y hay otras normas distintas
de las de Romero, pero son negativas para la eficacia y la belleza del arte en
toda su magnitud.
Al lado de X hay otro torero, pongamos B, que, con más
fuerza física, y, según los aficionados, con más capacidad taurina, no sometía
a los toros tan pronto y mucho menos con la belleza y sencillez con que los
sometía X. Esto los aficionados jamás lo vieron en esta forma: vieron el
poderío físico del uno, pero no vieron el poderío clásico del otro. Los
aficionados tienen mucha culpa por no haber seguido fieles a las normas
clásicas: Parar, Templar y Mandar. A mi modo de ver, estos términos debieron
completarse de esta forma: Parar, templar, CARGAR y mandar; pues, posiblemente,
si la palabra cargar hubiese ido unida a las otras tres desde el momento en que
nacieron como normas, no se hubiese desviado tanto el toreo. Claro que también
creo que el autor de esta fórmula no pensó que fuese necesaria, porque debía
saber muy bien que, sin cargar la suerte, no se puede mandar, y, por lo tanto,
en este término iban incluidas las dos.
Bien entendido que cargar la suerte no es abrir el compás,
porque con el compás abierto el torero alarga, pero no se profundiza; la
profundidad la toma el torero cuando la pierna avanza hacia el frente, no hacia
el costado. Parar, templar y mandar. ¡ Ahí es nada! ¡ Se confunden tanto estos conceptos!
... La mayoría cree que parar, templar y mandar es esperar a que los toros
vengan a estrellarse en el objeto, sin que el torero se mueva; esto es un
error, porque si te paras, no puedes templar, y mucho menos mandar. Los toros,
cuando más tienen que parar, templar y mandar es cuando más fuerza tienen, y es
muy curioso que hoy, que se torea mejor que nunca, según tantísimos
aficionados, son muy pocos los toros que se torean con el capote. ¿Y por qué,
si se torea mejor que nunca? Pues sencillísimo: porque no se ponen en práctica
los conceptos que definen estas normas; por lo tanto, no se torea, se dan
pases; eso sí, muchos pases.
Trataré de explicarlo mejor: Fíjense ustedes, cuando van a
un tentadero, cómo todo aficionado, e inclusive aficionada, da pases a poco que
se decida. Yo, que he tenido siempre bastante afición, he hecho muchos experimentos
en el campo con los aficionados. Les voy a contar a ustedes uno de los más
significativos: Había un muchacho amigo mío que quería ser torero con gran
frecuencia me insistía para que le llevase a torear unas becerras: yo veía que
no podría ser torero, entre otras muchas razones porque rondaba ya los
cuarenta, edad algo excesiva para empezar esta profesión; pude convencerle de
que para ser torero a su edad era preciso hacer una cosa rara, algo que a los
demás no se les hubiese ocurrido: le convencí de que podía ganar mucho dinero
haciendo lo que yo le dijese, le expliqué que era muy importante, primero, un
buen apodo para el cartel, y segundo, llevar a la práctica un toreo en relación
con el anuncio; él a todo decía que sí, porque lo que quería era torear. Me
preguntó:
--Oiga usted --porque su chaladura era tan profunda que
cuando hablábamos de cualquier asunto me tuteaba, pero en cuanto se trataba de toros,
me hablaba de usted--: ¿cómo me voy a anunciar en los carteles?
--El torero
sonámbulo, le dije--¿Y qué tengo que hacer en la plaza para estar en relación
con ese nombre tan raro?
--Pues, muy sencillo : torear con los ojos vendados.
Dijo : --Pero ¿cómo?
¿Con los ojos tapados?
--Sí, señor. ¿Tú no quieres ser algo muy serio? Pues con
esto te haces el hombre más popular de España
Pues bien, un poco mosca, como el gran Sancho, me pregunta:
--Pero usted cree que eso es posible?
---Pues claro, hombre.
--Bueno, cuando usted lo dice será verdad.
Manos a la obra, nos fuimos al campo, preparamos el
tentadero, le tapé bien los ojos para que no viese por abajo, cosa a la que se
resistía, y cuando estuvo la becerra a punto, le saqué al ruedo, y le dije:
-Cuando yo te diga ahora, mueves la muleta, y así sucesivamente
hasta que te dé la voz de retirarte.
La cosa salió como estaba prevista: le dio
cinco o seis pases, es decir se los dio la becerra, él se quedó encantado, los
demás se habían divertido y yo afirmaba mis convicciones: dar pases no es lo
mismo que torear.
Como sigue siendo amigo mío, desde aquí le pido perdón por haber
aprovechado su afición para mis experimentos. También un día en casa, una
señorita, ya saben ustedes que las mujeres son muy valientes, quiso torear con
la muleta a condición de que yo estuviese a su lado; cuando pasó la becerra un
par de veces, le dije al oído: "Me voy." Le entró un pequeño temblor,
y se quedó como hipnotizada, dando pases hasta que la quitamos de allí. El
susto y la emoción le produjeron tal estado de nervios que casi no podía andar.
Esta mujer también había dado pases, pero tampoco había toreado.
El concepto de las normas ha llegado hasta nosotros tan
desfigurado, que hace días leí una interviú en que un aficionado decía:
"De mi tiempo me gustó X, porque hasta él, los toreros echaban la pierna
adelante, pero al llegar el toro la quitaban, y X la dejaba allí." Esto
último es cierto, pero no lo es que todos los anteriores la quitaban, porque el
gran Pedro Romero, con sesenta años de edad, véase un grabado de la época,
matando un toro está cargando sobre la pierna contraria, y otro de Martincho
dando un pase con un sombrero en que también está sobre la pierna, y no digamos
Cara Ancha con el capote, y Montes, y. en fin, muchos más que no he de enumerar.
Y yo me pregunto: ¿Cómo es posible que a continuación diga usted que hoy se
torea mejor que nunca? ¿Cuántas veces han visto ustedes echarle a los toros la
pierna adelante, antes de llegar a la jurisdicción del torero? Si ha pasado
esto, yo, generalmente, lo que he visto ha sido lo contrario: cuando más, de
perfil, pero casi siempre del perfil para atrás; o lo que es lo mismo: destoreando.
Porque, repito: no es igual dar pases que torear. Bien sabe Dios que el hacer
esta aclaración no es crítica para nadie, ni siquiera critico el momento actual
de la fiesta. Yo tengo un gran respeto para todos los que visten de torero;
pero una cosa es el respeto que a mí me merezcan, y otra, muy distinta, decir
mi manera de ver el bien hacer el toreo, pues creo francamente que esto puede
repercutir en beneficio de la fiesta, y, en consecuencia, de todos los que se
visten de luces.
Con relación a los momentos actuales, se está siendo injusto
con los toreros. Son hijos de las normas que había y hay en el ambiente, están adulterados
por el clima en que se formaron, pero del que ellos son los menos responsables.
Desde hace unos años han oído decir a aficionados, periodistas, folletos y
demás propaganda, que el toreo había llegado al sumum de la perfección que era
lo nunca visto. Al mismo tiempo, cuando empezaron en los ruedos, recibían el
aplauso frenético de los públicos cuando practicaban las normas reinantes en el
ambiente. Llegaron al toreo cuando el parón se había estabilizado como norma en
la retina del público y de la mayoría de los aficionados. A esto contribuye la
euforia de posguerra: las plazas se llenan de público dos o tres años seguidos,
gran negocio de todos los que viven de la fiesta, hay dinero para todos; pero
ya, al tercer o cuarto año, la gente se retrae, las empresas sueltas empiezan a
perder dinero, y de aquí, las aguas toman otra vez su cauce; se empieza a
encauzar hacer el resumen de lo que ha pasado, como esta es fiesta de pasión y nadie
se presta a las pasiones tanto como el español, un tanto por ciento comprende
su equivocación pero por no dar su brazo a torcer, por no reconocer su error
ante los demás, se calla; otros dicen que no van a los toros porque no tienen
interés, y todavía quedan muchos que quieren sostener lo insostenible,
conformándose con decir que se torea mejor que nunca, pero conociendo en el
fondo la monotonía que existe en este toreo.
Al hacer el análisis
desapasionado, nos encontramos con que las normas del arte del bien hacer se
han esfumado, el toro casi ha desaparecido -hablo en términos generales-; al
menos este es el ambiente de la calle; han reducido su presencia al mínimum, le
han mutilado las defensas, esto es también vox populi, nos han estado dando
gato por liebre, como vulgarmente se dice. Esto es lo que les queda en el fondo
de la conciencia a todos los aficionados y escritores que echaron las campanas
al vuelo. Pero, ¿ qué pasa? Como no quieren aparecer responsables de esta riada
o catástrofe, les es más cómodo echar la culpa sobre los muchachos que están
toreando hoy; y yo les digo otra vez que son inocentes; no tienen más culpa que
haber seguido el camino que ustedes tanto marcaron.
Créanme: ellos son los primeros que lo están pagando; porque
tendrán sus éxitos cuando el toro muy claramente se lo permita; pero en el
fondo de su conciencia sabrán muy bien, es decir, seguramente no lo sabrán,
pero percibirán al menos que aquello que allí pasó fue resultado de un esfuerzo
personal por el susto constante a que su inseguridad les tuvo sometidos; pero
que el colaborador, o sea el toro, en ningún momento estuvo dominado. Y ¿por
qué? Pues muy sencillo: porque se han dejado de practicar las reglas clásicas
del arte, que nos están legadas desde el gran Pedro Romero, quien en su larga
vida de torero, matando cinco mil seiscientos toros, nos da las normas
geniales, sencillas, pero eternas, de cómo se deben torear éstos, para
reducirlos; normas que llegaron a hacerse clásicas y que seguirán siendo la
piedra fundamental de todo el toreo. Y digo fundamental, porque todo el que se
formó a través de ellas abrió más camino de posibilidades en el arte.
Como consecuencia de haberse abandonado estas normas, se ha
reducido el toreo a la mitad; es decir, le han quitado la parte más bella, la
de delante, la que yo llamaría la enjundia del toreo; aquella en que el torero se
enfrenta con el toro echándole el capote o la muleta adelante, para, a medida
que el toro va entrando en la jurisdicción del torero, ir templándole, ir
inclinándose sobre la pierna contraria, al mismo tiempo que ésta avanza hacia
el frente, es decir, alargando al toro al mismo tiempo que por sí se va profundizando.
Todo esto a mi modo de ver, naturalmente. Claro que, ateniéndose al simple
campo visual, un torero puede prescindir de las reglas clásicas, si tiene una
gran personalidad, que puede tenerla por miles de cosas; por ejemplo: cómo anda,
cómo sale vestido, cómo se mueve, cómo se queda quieto; en fin, muchas más que
no es preciso enumerar y que le permitan entusiasmar a los espectadores,
arrastrados por la fuerza de su personalidad, aunque su toreo y sus normas sean
negativos.
Por eso es imprescindible hacerle ver a las nuevas
generaciones de toreros que no se pueden copiar las personalidades, porque cada
cual tiene la suya; encauzarles por las reglas clásicas, si no nos
encontraremos con que todo muchacho que quiera ser torero se irá por los
derroteros establecidos por estos toreros de gran personalidad, y se
encontrarán, aun los más capacitados, a los cinco o seis años de alternativa,
que es cuando los toreros suelen estar maduros en el arte si su formación es
positiva, con que es todo lo contrario, que no han dado un paso hacia adelante,
y que los toros -cuidado, que hablo de toros- se irán apoderando de él; y en
este caso lo mejor que puede pasarle es tener que abandonar la profesión.
Hay que insistir y hacer todo lo posible para que las nuevas
generaciones vayan por el buen camino, porque debemos pensar que los hombres de
tienen el mismo valor y la misma inteligencia que los de ayer, y por lo tanto,
si se crea el ambiente tendremos lo fundamental; pero, eso sí, ser inexorables
en cuanto a las normas. Yo he visto en estos últimos años algunos muchachos con
grandes condiciones, de haber seguido las reglas clásicas; tenían talla, valor
y afición, con ganas de ser; pero el ambiente de público y aficionados, formando
cuerpo con los resultados económicos, les envolvió. Esto unido a que,
naturalmente, les resultaba más fácil, les hizo tomar el camino más cómodo.
Cuando se crean estos ambientes es muy difícil sobreponerse
a ellos; hay que estar muy curtidos y tener muy firmes convicciones para no
dejarse arrastrar, pues a mí mismo me ocurrió una cosa muy curiosa. Teniendo
que torear en Madrid el año cuarenta y tantos, vino a yerme un crítico de
toros, buen aficionado y amigo, y me dijo: -Tengo que hablar contigo a solas. Esta
tarde toreas en Madrid, y ya sabes cómo está el toreo moderno; no le eches a
los toros el capote y la muleta delante; ponte al perfil, dale el medio pase, y
veras qué fácil te es el éxito-. Yo le contesté: -Creo que están equivocados
todos los que tal piensan. Las normas clásicas son eternas; la fiesta en sí es
más fuerte que todos los toreros juntos; el que se salga de ellas estará a
merced de los toros, y estando a merced de ellos, a la larga se apoderarán de
él-. Me contestó: -Querido, eso lo sabemos cuatro-. Le contesté: -A mí me basta
con saberlo yo, y el tiempo me dará la razón-. Hoy, cuando oigo las lamentaciones
en el mundo de los toros sobre el decaimiento del toreo, examino mi criterio de
entonces y tengo que decirme: estaba en lo cierto.
Este fue el gran error de la masa aficionada moderna que,
como dije antes, envolvió al buen aficionado, pues salvo algunos casos aislados
que por su inferioridad numérica no pudieron contrarrestar el alud, los demás
se fueron uniendo al momentáneo clamor de la masa; entre ellos muchos hombres
de gran sensibilidad artística, que no se dieron cuenta de que cuando la masa
interviene, el arte degenera. Por muchísimas razones que sería demasiado largo
explicar. A mi modo de ver, esta es la situación en que hoy nos encontramos. Y
ha sido posible, porque el aficionado se ha desentendido del toro, y a las masas
que llenaban las plazas monumentales les tenía sin cuidado si era toro, si era
gato o si era liebre. Ah, ci toro! Este es el punto grave del arte de torear.
Cuando el toro estaba en acción, la cosa era distinta. Viejos aficionados que
me están oyendo: ¿no recuerdan ustedes cuando empezaron los primeros toreros a dar
parones? Ustedes mismos decían: "Esto no puede ser." Y no era por
nada inexplicable, sino que los toros, toros, se encargaban pronto de dar
cuenta de ellos.
Muchas veces he pensado que no habría razón para rechazar
este toreo si realmente nos divierte, porque nos emociona y nos lleva a una contemplación
máxima en el arte; pero no es así: los resultados están claros, no ya con el
toro, sino con el medio toro. Aunque yo sostengo que el arte del toreo radica
en el peligro que el toro tenga. Si al toro se le quita este gran peligro, al
menos ésta es la impresión que le da al que está cerca de él, el arte de torear
no existe; será otra clase de arte, pero la belleza, la grandiosidad del toreo,
reside en que el torero perciba la impresión, aunque él se sobreponga, de que
aquello no es broma, que con rozarle le hiere; entonces es cuando el torero
vive, y, por lo tanto, puede producir los momentos más álgidos del arte. Y para
amasar esta sensación, para cocer este condimento y ponerlo a punto, la
historia lo está diciendo: no hay más formas que las clásicas dadas por los
Romero. Porque si no caeremos en lo que ya hemos caído, señores: el toreo está achatado
en su forma y en su fondo; esta es la triste realidad.
Lo digo para que se corte en lo sucesivo, y cuando salgan
los nuevos valores hacerles ver que mirar al tendido, llegar al toro de costado,
quedarse rígido dejándole pasar, fueron invenciones del toreo cómico. Hay que
ir a las normas clásicas del arte para bien de todos, y en éstas cada uno dará,
según sus condiciones, el máximo rendimiento. Y tendremos la gran ventaja de
que el toreo se alargará, tomará más belleza, y cuando llegue el momento, si alguna
vez llega, de que salga el toro con la belleza de su pujanza, estarán los
toreros en forma y en condiciones de imponerle en todo momento su voluntad, se
les ampliará el camino de la maestría, y~ por lo tanto, el campo del arte, pues,
corno dice mi admirado amigo don Eugenio d'Ors, no hay que cansarse de hacer la
apología de la perfección, "porque de lo demás, en fin de cuentas, siempre
quedará bastante". También he pensado muchas veces que el toreo debería
tener un árbitro, como pasa en el boxeo, que les separa cuando están demasiado
juntos los combatientes. Dada la fiereza y al mismo tiempo muchas veces he pensado
que no habría razón para rechazar este toreo si realmente nos divierte, porque
nos emociona y nos lleva a una contemplación máxima en el arte; pero no es así:
los resultados están claros, no ya con el toro, sino con el medio toro.
Aunque
yo sostengo que el arte del toreo radica en el peligro que el toro tenga. Si al
toro se le quita este gran peligro, al menos ésta es la impresión que le da al
que está cerca de él, el arte de torear no existe; será otra clase de arte,
pero la belleza, la grandiosidad del toreo, reside en que el torero perciba la
impresión, aunque él se sobreponga, de que aquello no es broma, que con rozarle
le hiere; entonces es cuando el torero vive, y, por lo tanto, puede producir
los momentos más álgidos del arte. Y para amasar esta sensación, para cocer
este condimento y ponerlo a punto, la historia lo está diciendo: no hay más
formas que las clásicas dadas por los Romero.
Porque si no caeremos en lo que ya hemos caído, señores: el
toreo está achatado en su forma y en su fondo; esta es la triste realidad. Hace
días le escribí una carta a un amigo mío de América que tiene, no sé por qué,
gran concepto de mi como aficionado. Me había preguntado por un muchacho que va
a empezar a torear este año, y yo le decía: -Tiene mucha personalidad, es el no
va más del modernismo; si tiene suerte en acoplarse, y los novillos de hoy es
fácil que le dejen, puede ganar mucho dinero; fíjese que le digo personalidad,
porque un gran torero es casi imposible; ya sabe usted ci criterio que tengo
sobre lo que debe ser un torero. Creo que entre todos los que hemos tenido
suerte, quizá se pudiera hacer uno. ¿Que soy exagerado? Pues créame: si el
toreo lo llevamos al campo de las artes, así es. De manera que no quiero que
vean, ni por lo más remoto, la posible vanidad de Ortega torero; entre otras
cosas, porque ya pasé hace tiempo por todas ellas, pues como ustedes comprenderán,
también las tuve, pero se quedaron muy atrás, afortunadamente.
Señores: esta exposición de mi modo de ver el toreo no es
crítica para ninguna persona determinada; entre otras cosas, porque nunca es un
hombre solo el responsable de ellas; eso también sería demasiada vanidad del
que se diese por aludido. Toreros de hoy: si mi experiencia os puede servir de
algo, pensad, al menos, esto: cuando se echan los cerrojos de la barrera,
quedan en el ruedo muchos problemas a resolver; pero el fundamental, del que
parten todos los demás, es el siguiente: al abrirse la puerta del chiquero,
cuando sale el toro, si tú no puedes con él, él puede contigo; por lo tanto
estarás a su merced, y en este caso todo lo que hagas será de tono menor con relación
al arte; en cambio, si es al revés, es decir, si tú te adueñas de la situación,
pasará todo lo contrario.
Pero, cuidado, que el toreo no es cuestión de fuerza, porque
ésta en seguida puede producir la brusquedad, la aspereza; es decir, la
antítesis de la suavidad y la lentitud, que es lo que más les agrada a los
toros. Y para que esto sea posible, no lo duden ustedes, hay que ir a las
normas clásicas, porque éstas nacieron quizá antes que los Romero; digo antes
que los Romero, porque el primer hombre que se enfrentó con un toro tuvo, necesariamente,
que cargar la suerte; el primer hombre que se montó en un caballo para apartar
los toros en los campos tuvo que ir hacia adelante echado ligeramente sobre el
cuello del caballo; y no digamos del garrochista; en fin, todas las cosas que se
hacen con los toros desde que nacen hasta que mueren son bellas a base de ir
hacia adelante; imagínense ustedes a un garrochista completamente vertical en
la montura; a la primera resistencia que haga el becerro irá para atrás, y en
este caso el becerro seguirá su camino.
No, señores: yo creo que la grandiosidad del arte de torear
radica en la cargazón de la suerte: grande es el lance a la verónica cargando
lentamente sobre la pierna contraria; bella es la suerte de banderillas cargando
sobre la pierna; bellos son los pases de muleta cargando sobre la pierna; más
bella es la suerte de matar cargando el cuerpo sobre la pierna. Tengan en cuenta
que en los toros, cuando no se va para adelante, se va para atrás, y esto el
único que puede hacerlo es el que abre la puerta del toril.
Ya sé que algunos pensarán: -Pero, bueno, si todos los
toreros cargamos la suerte, el toreo se hará monótono, porque todos torearemos
igual. Yo les digo: -No, señores, de ninguna manera; cada cual será distinto,
porque cada individuo tiene una personalidad, tiene un ritmo exterior que nace
de lo más profundo de su sensibilidad, y que les hará ser completamente diferentes,
aunque se basen en las mismas reglas.
El toro ha cambiado un poco; ésta es una de las causas de la
pobre formación del torero de hoy. Cuando los toreros se formaban en la brega
de las novilladas duras, con alguna que otra capea más o menos, les eran
imprescindibles las primeras letras de las normas; pero hoy los toreros se
forman de distinta manera: van a los
tentaderos, torean becerras con dos años, que es cuando se suelen tentar, y naturalmente, a poca habilidad
que tenga un muchacho, es fácil estar airoso, porque no es menester recurrir a
normas ni reglas; con dar lances y pases
es suficiente; pero ahí, precisamente ahí, es donde se ha fraguado la
limitación del toreo. No crean ustedes por esto que yo soy partidario del toro
grande; sería injusto por mi parte el abogar precisamente hoy, cuando no pienso
vestirme, posiblemente, más de torero, por el toro de antaño. Yo sé muy bien el
gran peligro del toro hecho, y no quiero para los demás lo que a mí
prácticamente no me gustaría como torero; otra cosa muy distinta sería como
aficionado.
A éste, sí, le gusta cuanto más grande mejor, precisamente
porque lo que le hagan tendrá más emoción y más grandiosidad; pero el
aficionado que llevo dentro está humanizado por la experiencia. Yo no trato
ahora de un toro determinado, grande o pequeño, no; éste es otro problema;
estamos tratando de normas para hacer más bello ci arte de torear, y mi
criterio es que las normas clásicas son imprescindibles, si queremos que el
arte prospere, por la sencilla razón de que si los muchachos las ponen en práctica,
tendrán la gran ventaja de que con el toro, grande o chico, como sea, podrán
lucir sus sentimientos artísticos, y harán más bello el toreo por que estarán
en posesión de dominio sobre él.
Tenemos que hablar algo del toro. Es muy frecuente a la salida
de la plaza oír a los aficionados comentar lo brava que ha sido la corrida, sin
pensar que es muy difícil ver no ya una corrida, sino un toro verdaderamente bravo.
En esto los ganaderos nos equivocamos muchísimo, y nuestro error parte de que
no vemos las cosas como son en realidad: el toro es antinatural que sea bravo,
tal y como lo queremos para la lidia. A medida que va creciendo se va
desarrollando su instinto de defensa, porque tiene que aprender a atacar y
defenderse en las luchas con sus propios compañeros; he aquí el peligro de los toros
que han pasado su quinta primavera. En esta última es cuando alcanza el máximo
su inteligencia o sentido, y por lo tanto sus manías y resabios, y,
naturalmente, las dificultades para su lidia. Los ganaderos solemos partir del
error de que todos o casi todos los toros embisten; pues bien: es justamente lo
contrario.
Se habla ahora en los círculos ganaderos, yo mismo lo he
oído comentar, de que la puya de hoy es terrible para los toros, que ninguno
puede llegar al final con la fuerza suficiente por el poder que le resta la
pérdida de sangre en la brega con los caballos. A mí me parece disculpable que
esto lo piense el aficionado en su puesto de espectador; pero si el ganadero
piensa de esta forma, tenga la seguridad de que la ganadería va para abajo, porque
el toro tiene siempre fuerza para embestir, lo que no tiene en muchos casos es
ganas dc hacerlo. Yo les diría a los que tal piensan, que si el toro ha tomado
cuatro puyazos y le han pegado bien, es natural que haya perdido mucha sangre;
pero es la décima parte de la que le queda en el cuerpo; lo que pasa es que no
queremos ver que de la brava tenía muy poca, y fue justamente la que los
puyazos hicieron salir. Es muy frecuente confundir la casta de los toros.
No hay que olvidar que el toreo está basado en que el toro
vaya al capote o la muleta y no al cuerpo, porque imagínense ustedes si fuese
al revés. ¡ Menudo lío se iba a armar! Es decir, el que se arma cuando sale un
toro que ha sido toreado anteriormente, o sea cuando se le ha desarrollado el sentido.
Entonces fallan todas las reglas, porque no están basada en el sentido del
toro, sino en su fiereza, en su desconocimiento de todo lo que está pasando. ¿
Se imaginan ustedes lo que sería si el toro tuviese la misma inteligencia que
el hombre? Los toros, dada su falta de selección -hablo en términos generales-
forman un mundo amplísimo de caracteres diferentes; tanto, que a muchos toros, hablo
de toros, hay que enseñarles a embestir, y por eso el torero muchas veces tiene
que hacerle ver que le tiene miedo, es decir, huirle, para que se vaya
confiando. Pero, cuidado, huirle poco, porque si no tendremos lo que ustedes
habrán observado muchas veces en las corridas de toros, y es que el animal se
arranca de improviso sobre un peón que está mal colocado; esto es, en el sitio
en que el toro ve la salida más fácil, y le hace tomar las de Villadiego. Es
muy curioso que, cuando este peón vuelve a salir al ruedo, en cuanto el toro le
ve, aunque ya esté bien colocado, vuelve a hacer la misma operación, y es,
naturalmente, porque nota más alivio, es decir, porque él cree, no sin
fundamento, que aquel individuo le tiene miedo, y el público lo que opina es
que le tomó manía, o que no le gustó el color del traje.
Esta es una de las cosas importantísimas para el toreo, es
decir, el torero debe saber esto, y debe saber que también se torea huyendo;
claro que esto es más complejo que lo que parece a simple vista; yo lo llamaría
la supernorma, es decir, lo que dan como resultado las buenas normas; pero, en
fin, dejemos este problema. Claro que hay algunas ganaderías que tienen una
gran uniformidad de carácter, debido a su vieja selección; pero esto no es lo
corriente. Esto de la selección es un problema muy largo y difícil para
explicarlo en un momento.
Hablábamos anteriormente del complejo mundo de los toros por
su falta de selección, y digo falta de selección, porque todavía no hemos
conseguido el toro completamente bravo. Las muchas cruzas que se hicieron con
las ganaderías dieron como resultado la
poca uniformidad en el carácter. Buena
prueba es que, en aquellas que se conservan en una línea más o menos pura, los
toros tienen menos diferencias de temperamento unos con otros; aunque bien es verdad que todas en
general son hoy más homogéneas que en la época de Pedro Romero.
He aquí el titán del toreo. ¿ Se imaginan ustedes matar
cerca de seis mil toros sin que ninguno le levante los pies del suelo? Porque
hemos hablado de lo complejo de las reacciones de los toros de hoy; pero hay
que pensar en los toros de entonces, cuando todavía no obedecían casi a ninguna
selección. Ya en la tauromaquia de Montes se ve bien claro la cantidad de resabios
que tenían los toros de esa época; naturalmente, muchos son adquiridos por la
diferencia de edad en que se lidiaban, pero otros son por el estado anárquico
en que se encontraban la mayoría de las ganaderías. Pues con estos toros tan
distintos, Pedro puede escribir en la historia esa su carrera de titán no
superada por nadie. Y no solamente él, sino el gran Paquiro, que con las normas
recibidas de Pedro llega a dominar todas las suertes del toreo. Este si que es
un torero sobre el que valdría la pena hacer un estudio detenido para afianzar
de una vez para siempre las normas clásicas y que las generaciones venideras no
se apartaran de ellas, porque seguramente se vería cómo en lo que falla, y le
lleva a atravesar a los toros, es en lo que él quiere añadir por su cuenta
tomándolo de otros ambientes ajenos a las enseñanzas de Pedro. Y conste que
estamos hablando del gran Paquiro, que no era cualquier cosa; hay que pensar
que este hombre practicaba todo lo practicable, desde el salto a la garrocha y
al trascuerno a toda la gama del toreo; además, con una valentía casi temeraria,
acoplada a unas condiciones físicas tremebundas; pero como el toro es siempre
más valiente y más fuerte que cualquier individuo, por fuerte y valiente que
éste sea, cuando los toros empiezan a pegarle tiene que echar mano de lo que
recibió de Pedro, y que tenía casi abandonado por la semilla que él mezcló
creyendo mejorarlo.
En un pequeño libro, El arte de torear, ya dice que se están
perdiendo muchas suertes que eran muy lucidas, y es muy curioso que en todas se
refiere a la manera de realizarlas, preocupado sobre todo por el lucimiento, sin
que los toros cojan; en cambio Pedro, si deducimos de las cartas que escribe al
conde de la Estrella, es todo lo contrario: da normas de cómo hay que llevar la
muleta con relación al toro, para que este vaya toreado, es decir, poner en
ella todo el romanticismo del toreo; porque en el toreo se da el caso extraño,
con relación a las demás artes, de que por medio de las normas clásicas se
llega al más profundo romanticismo. Tal vez porque el toreo no es más que eso:
romanticismo puro.
Para dar una idea de lo que era Pedro Romero voy a leer un
fragmento de la carta que firmada por "J. R. A." apareció en el
Diario de Madrid el año 1795, y que publica Josa María de Cossío en el tomo
tercero de su admirable obra Los Toros. Dice así: "Sepa Vuestra Merced,
señor mío, que el timón de esta nave es la muleta, en que es Romero inimitable,
ya llevándola horizontal al compás del ímpetu del toro, ya llevándola rastrera,
como barriendo el piso donde ha de caer, o que ha de usar mal de su grado;
aquella muleta que siempre huye, y nunca se aleja de los ojos de la fiera, que
a veces la obedece como un caballo al freno."
Muchos creen que el arte del toreo nació hace cuatro días: ¿
Se dan ustedes cuenta de lo que esto supone? Señores: estamos en un momento
grave con relación al arte; el buen aficionado está en minoría, y casi
convencido de lo que en general dice la masa: que hoy se torea mejor que nunca,
aunque se toree menos con el capote y se mate peor; como si estas dos suertes
fuesen aleatorias en el arte. Y digo grave, porque es muy posible que, si no se
le pone coto, se pierdan las buenas normas por completo, y si éstas
desaparecen, el toreo será una cosa distinta de lo que pudo ser. He oído dar
como argumento en favor del toreo actual, y siento mucho habérselo oído decir
el otro día a mi gran amigo Antonio Pérez Tabernero, que los toreros de antes
no les interesaban más que a cuatro aficionados, y que hoy se llenan las
plazas; pero esto no es razón para afirmar que el arte se haya purificado ni
mucho menos. ¿Qué me dirían ustedes si yo afirmase que, porque hoy hay más
teatros y acude a ellos más público, los autores actuales son mejores que
Calderón y Lope? Respecto a la presencia de la mujer, claro que a mí, cuando he
salido a la plaza, me ha gustado siempre mucho más verla cuajada de mujeres que
de señores con puro; pero la conquista de la mujer por la fiesta no se puede tampoco
tomar en cuenta, porque es indudable que la mujer va más a los toros, pero
también va más al cine, a la universidad y al bar a fumarse un cigarrillo.
Y para terminar, porque temo cansarles a ustedes, con mi
insistencia sobre las normas, el toreo es: parar, templar, cargar y mandar a un
toro naturalmente. Ayer, hoy y mañana, ha sido, es y será un gran torero todo el
que sea capaz de realizar esto bellamente, que aquí es donde la personalidad
reclama su parte; los grandes artistas que marcaron algo decisivo se han formado
siempre dentro de normas y reglas, y clasicismo no es más que una personalidad
singular dentro de una norma eterna. A mí me parece un poco temerario afirmar
que cualquiera de los muchachos de hoy torea mejor, y por lo tanto es mejor
torero que Lagartijo, Frascuelo, Paquiro o Pedro Romero.
Domingo Ortega
Orden de aparición de las fotografías: Rodolfo Gaona, Diego Urdiales (por Andrés Viard), comparativa entre un natural de Urdiales y otro de Julián López, Antoñete, Joselito El Gallo (bis), Belmonte, Rafael Ortega, Curro Puya.