«Los hombres —continuó, sonriendo a Valuska, el cual no sabía si decir algo o
seguir escuchando con atención—, los hombres, si se puede creer
la chachara de la señora Harrer, hablan de terremotos y del juicio
universal, porque no saben que no habrá ni terremoto ni juicio
universal... Estos son absolutamente superfluos, pues todo se
vendrá abajo por sí solo, se vendrá abajo para que todo empiece
de nuevo, y la cosa seguirá así sin parar, porque es así, sin duda
—añadió, levantando la vista al techo—, es como nuestra inútil
rotación en el espacio: una vez empezada, no hay manera de
pararla. Yo—dijo Eszter cerrando los ojos—, yo me mareo, me
mareo y, Dios me perdone, me aburro, como cualquiera que haya
conseguido liberarse de la falsa idea de que puede intuirse un
plan concreto en el exasperante círculo de ascenso y caída, de
nacimiento y muerte, un maravilloso y gigantesco plan
teleológico en vez de la unanimidad cegadora del frío
mecanicismo... Que en un principio... en su día... existiera cierta
imaginación—continuó, echando un vistazo a su huésped que no
cesaba de moverse—es muy posible, pero ahora es preferible
callar en este valle de lágrimas, por el simple hecho de que así al
menos dejaremos en paz los vagos recuerdos de aquel al que
debemos todo esto. Es preferible callar—repitió con voz un tanto
más ronca—y no menear las sin duda sublimes intenciones de
nuestro antiguo patrón, ya hemos hecho demasiadas cábalas
preguntándonos para qué estamos destinados y, como podemos
ver, no nos han servido de nada. No nos han servido de nada ni
en esto ni en lo otro, porque, para ser sinceros, no vamos
sobrados de la tan deseable facultad de la lucidez: el afán
demoledor de nuestra curiosidad, con que una y otra vez nos
hemos abalanzado sobre el mundo, no se ha visto coronado por el
éxito, dicho sea con suavidad, y cuando a pesar de todo hemos
tomado conciencia de alguna pequeñez, enseguida lo hemos
pagado. Si me permite usted un chiste malo, piense—dijo
mientras se acariciaba la frente—en la primera honda. Si tiro la
piedra para arriba, la piedra cae y yo me alegro, debió pensar el
hombre. ¿Pero con qué se encontró? Tiró la piedra para arriba, la
piedra cayó y le dio en la cabeza. O sea que hay que ir con
cuidado con los tanteos e investigaciones—advirtió Eszter
suavemente a su amigo—. Es preferible contentarse con la flaca
pero al menos irrefutable verdad, que todos nosotros
experimentamos en nuestra propia carne, salvo usted por su
carácter angelical, claro está: que sólo somos los miserables
sujetos de un pequeño fracaso en esta creación aparentemente
deslumbrante y que, por tanto, toda la historia humana, para
mencionarle sólo lo que vale la pena, no es más que la
fanfarronería barata de este estúpido, sanguinario y desdichado
paria en el rincón más apartado de un escenario inabarcable y,
por otra parte, la embarazosa confesión, sabe usted, de un error,
el lento reconocimiento de que esta criatura, a decir verdad, no
ha resultado muy espléndida que digamos».
László Krasznahorkai, Melancolía de La Resistencia pág. 101.