Para 1551 se registra oficialmente la primera corrida de toros en Santa
Fe, nombre que antaño las disposiciones territoriales del virreyno le daban a
Bogotá. Fue en honor a la instalación de la Real Audiencia, y posteriormente
para la llegada de su primer presidente, Andrés Díaz Venero de Leyva. Lo
anterior quiere decir que en la capital se hacen festejos taurinos desde hace 464
años, extendidos hasta el 2012 con regularidad sorprendente, pues, como se verá
más adelante, ni siquiera la época republicana refrenó el gusto taurómaco. En
todo caso, es mayoritaria la presencia de años con festejos taurinos que las
interrupciones por abolición. Estas últimas pueden dividirse solo en dos
periodos históricos: la prohibición por bula papal y la de Gustavo Petro.
Otros autores señalan a la capital como epicentro de distintos
festejos, significativos por su condición de celebración civil: «Del siglo XVI,
se tiene al menos noticia de seis corridas: a la llegada del adelantado Alonso
de Lugo; en 1545, cuando tomó el mando Pedro de Ursúa; en 1547, a la llegada de
Miguel Diez de Armendáriz; en 1550, cuando el establecimiento de la Real
Audiencia; en 1551, durante la posesión de Juan de Montano, y en 1564, cuando
Andrés Diez Venero de Leyva tomo posesión del gobierno de Santafé».
En cuestión, el toreo bogotano a lo largo de los siglos no pudo
disociarse de su ocurrencia gracias a fastos civiles. Se hicieron corridas en
la Plaza Mayor, como entonces se le llamaba a la Plaza de Bolívar, para
celebrar ascensiones de reyes, llegadas de virreyes, proclamaciones de
santidad, pero también para celebrar la Independencia y luego para conmemorarla
de forma institucionalizada. Colonia y República son taurinas.
En El Carnero, primera obra literaria auténticamente colombiana que
puede considerarse como tal, se narran innumerables festejos taurinos como
parte activa de la vida santafereña. También es célebre la glosa sobre las vicisitudes
piadosas vividas por Don Luis López Ortiz, próspero comerciante santafereño que
se salvó milagrosamente del ataque de un toro que entró en su local, escapado
de una corrida, y que apenas le ofendió untándole su levita con babas. A tal
hecho, que trascendió por siglos en la memoria colectiva bogotana, se le
confirió la categoría de milagro.
Con el discurrir de los siglos coloniales se pueden reconocer que la
cultura taurina formó arraigo en la sociedad capitalina, bajo la forma de
transcultura o transferencia cultural. Aquí, la tauromaquia adquirió una manifestación
particular, permeada por el color local y el modo de ser santafereño. Por
ejemplo, se toreaba con ruana, o se trasteaban los toros barrio a barrio, todo
bajo preceptos de comportamiento netamente santafereños, rodeando los festejos
además de manifestaciones gastronómicas y musicales propias de la región, cosa
que no ocurre en ninguna otra tauromaquia del mundo. Desde luego los festejos
también se verificaban en consonancia de severas celebraciones, más serias y
con grandes componentes de hecho social. Algo digno de mencionar es que la
única ocasión en la que se ponía alumbrado público, consistente en velas de
cebo, era en la celebración de proclamaciones virreinales, ascensiones reales
al trono y, desde luego, en días de corrida.
A la llegada del presidente aragonés Dionisio Pérez Manrique en 1669 de
Lara se prohíben los festejos taurinos, mas no dejan de realizarse, debido a la
gran afición del pueblo a la tauromaquia. Solo sería la aplicación de la bula
papal antitaurina, extensible a todo el reino y las colonias, la que sea capaz
de acallar la celebración de corridas por casi cinco décadas.
Durante 1654 hasta 1703 persistió una abolición de las corridas de
toros en Santa Fe, no obstante los constantes festejos realizados, casi de
forma subversiva, en fincas privadas y días de extremo clamor social, donde las
autoridades se hacían las de la vista gorda, pese a la tremenda protesta de la
iglesia.
Ante la llegada del ilustre virrey Diego Córdoba Lasso de la Vega, los
festejos taurinos vuelven a la capital con gran pompa en 1704, al conmemorarse
la jura de Luis I con fastuosas corridas de toros. Como ahora, el resurgir de
la tauromaquia entre las aficiones de la población, no pudo ser posible sin el
arraigo que esta práctica goza en determinado sector social:
«El presidente Diego Córdoba Lasso de la Vega logró
restablecerlas a principios del siglo XVIII, con la condición de que «con
ningún pretexto ni causa, llegada la noche desde las Ave Marías, no salgan ni
corran a caballo, ni saquen toro dentro del lugar ni sus arrabales hasta la
hora común del alba, como ni tampoco al tiempo que se celebran los oficios
divinos; pena al transgresor del perdimento del caballo y silla y dos meses de
cárcel».
Se distinguió por su particular afición el virrey José Solís Folch de
Cardona, advenido como tal en 1753. Para 1756, merced a la noticia de la
exaltación de su hermano Francisco de Solís a cardenal, se realizaron los
festejos taurinos más grandiosos de los que Santa Fe tuviera memoria. Sin
embargo, con la ascensión del abolicionista Carlos III a la corona española, la
Nueva Granada, nombre que entonces se le daba a los territorios de Colombia,
también ve el arribo del virrey Pedro Messía de la Zerda en 1761. Aunque se se
celebran cuatro corridas de toros por su llegada, luego él mismo hizo valedera la abolición de
Carlos III. Pero no puede decirse que la ciudad se quedase sin corridas de
toros, pues Messía de la Zerda seguía realizando festejos en su finca privada
de El Aserrío, propiedad luego de don Antonio Nariño
Es precisamente don Antonio Nariño, en su calidad de alcalde regular de
Santa Fe, quien en 1789 da la primera noticia de corridas de toros organizadas
sin el concurso de fuerzas civiles extranjeras, volviendo a la vieja usanza de
realizar festejos taurinos por espacio de seis días. Su paralela traducción al
castellano de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sembró la
semilla revolucionaria entre la élite de Santa Fe.
El último Virrey, Antonio Amar y Borbón, fue recibido con toros pese a
la creciente subversión que gran parte de los santafereños ya sentían por la
corona extranjera. En tal modo, y de forma curiosa, los hechos oscuros de
pacificación ocurridos por la retoma del poder por parte de Morillo en defesa
de la corona de Fernando VII, estuvieron ausentes de festejos taurinos casi, de
no ser por un festejo en 1861 que pasará a la posteridad por ser motivo de
ofensa a Morillo. En él, un independentista de nombre José Ramón Escobar,
obtuvo su libertad y la de 11 de sus compañeros al banderillear un toro pese a
contar en sus piernas de recio bogotano con los pesados y oxidados grilletes
que servían para demorarlo en una mazmorra, centro de la represión. El pueblo
saludó frenéticamente la proeza de Escobar, frente a la que el pacificador
Morillo no tuvo otra opción que bajar la cabeza, y dejar de asistir a toros.
Lograda la primera proclama de Independencia, se celebraron festejos
taurinosnueve días después del 20 de julio de 1810, en lo que los historiadores
consideran es la primera corrida republicana: «En efecto, el día 29 hubo misa
de gracias con gran solemnidad y en la tarde corrida de toros con mucha alegría
y regocijo. Con motivo de la instalación del Congreso, en la tarde de los días
23, 24 y 25 también hubo toros, que fueron breves, y en la noche iluminación
Finalizando el año de 1811, el 24 de diciembre, tuvo lugar la elección de
presidente del Estado en propiedad, designación que recayó en Antonio Nariño,
quien de paso diremos era muy aficionado a los toros. Al día siguiente, de
pascua, se lidiaron toros magníficos, función que se repitió el día 27
amenizada por la banda de sargentos y cabos de Milicias»[3]
Conforme iba verificándose el proceso de emancipación, los ejércitos
patriotas fueron financiados en parte con festejos taurinos. Famoso es el
registrado en Santa Fe, cobrando medio real la entrada, cuyos réditos se
destinaron a comprar el atalaje necesario para que el ejército libertador
saliese de la vicisitud provocada por el brutal a través del páramo dl Pispa.
Como refieren a los historiadores, «Despidieron al ejercito libertador con
toros El 21 de enero de 1815. Simón Bolívar se hizo cargo del ejército patriota
y a pesar de que los bogotanos no estaban muy contentos, el día 22, que fue
domingo, se celebró un gran festejo taurino, destacándose los jinetes sabaneros
que competían valerosamente con los osados toreadores de a pie».
Como era de esperarse, la noticia de la total emancipación fue celebrada en
1817 con diversas celebraciones, entre ellas, naturalmente, corridas de toros.
Con lo anterior se entiende que la tauromaquia ya no era concebida
desde mucho ha por el capitalino como síntoma de una cultura extranjera, sino
que la verificaba como un sentir suyo; el toreo ya era una cultura santafereña,
sin visos de extranjerismo, por lo cual no podía simbolizar nada español,
teniendo su auge más significativo precisamente en la época republicana.
Ya en Bogotá, se decreta desde 1846 que la celebración de la
independencia se conmemoraría el 20 de julio con corridas de toros en la plaza
de Bolívar.
Aquí inicia la edad moderna del toreo colombiano, con la irrupción de
toreros profesionales españoles como maestros de los patrios, la consolidación
de las plazas monumentales, las grandes ferias capitales y, desde luego, el
levantamiento de la Plaza de Toros de Santamaría, referencia absoluta de la
tauromaquia americana.
Ante la llegada de las primeras cuadrillas españolas que practicaban el
toreo a pie, se popularizan las capeas en distintos barrios bogotanos: San
Diego, Las Cruces, Chapinero, Las Nieves y San Victorino, son los principales
distritos que desde 1980 crean sus propios cerramientos para que hagan las
veces de plazas de toros. También, con la definición de los caminos de
herradura y la navegabilidad del Río Magdalena, empiezan a aparecer reses
llaneras y cuneras que propician el toreo a pie hecho con muleta, como ya
estilaba en España desde un siglo antes. Cada barrio vivía la tauromaquia según
sus propias posibilidades económicas (de las elegantes corridas de Chapinero,
con toreros traídos de España y asistencia de la alta sociedad, hasta las
populosas corridas de San Victorino y Las Cruces, donde prosperó la industria
de la chicha y las gentes más humildes encontraron su afición con modos más
furiosos). Aunque desde entonces el toreo recibiera el desprecio de parte de la
población, no deja de ser cierto que la práctica lograba atraer a los
capitalinos que así lo quisieren, en virtud al enraizamiento de la misma.
Con la explosión demográfica, lo mismo que con la naciente industria
del espectáculo, se hizo patente la necesidad de tener escenarios idóneos para
la práctica taurina, a la par que grandes toreros españoles se popularizaban
entre los aficionados. Es también para 1890 que Bogotá cuenta con su primer
escenario taurino digno de tal nombre: La Bomba, circo de madera que precedería
a otras 18 pequeñas plazas construidas ex profeso antes de la irrupción de la
Santamaría en 1931.
Tras el advenimiento de las reses de casta pura importadas por la
familia Sanz de Santamaría en la década de los 20, el toreo en Bogotá adquiere
su plena madurez. Con la necesidad de tener un escenario monumental para
albergar a la ya presente afición, conocedora y seria, don Ignacio Sanz de
Santamaría invierte su fortuna en la construcción de la plaza de toros que hoy
tiene en disputa a dos sectores de la sociedad, que no a toda. El domingo 08 de
febrero de 1931, y ante la presencia de todas las fuerzas representativas de la
vida civil capitalina y nacional, se verifica la primera corrida de toros en
esta plaza.
81 temporadas taurinas alcanzaron a verificarse antes de la llegada de
Gustavo Petro a la alcaldía de Bogotá en 2012, año en el que se realiza la
última corrida. En dicha temporada final se registran cuatro imponentes llenos
en la plaza, los días 15, 22 y 29 de enero, y finalmente el 19 de febrero,
cuando se clausurara el recinto para espectáculos taurinos. Frente a esto, cabe
preguntarse cómo puede llenarse cuatro veces una plaza monumental con cabida
para casi 15.000 espectadores, de no ser porque dentro de su población hay el
arraigo suficiente para vender más de 60.000 entradas para las funciones de
toros.
Ya en 2014, la Corte Constitucional de Colombia reitera su línea
jurisprudencial al proferir el fallo de tutela T-296/13, con el que conmina a
la administración distrital a restituir la Santamaría como plaza de toros. Se puede subrayar el siguiente punto del auto de aclaración:
«5.5.1.3. Razón de la decisión: (i) la tauromaquia es una expresión
artística y cultural, reflejo de un arraigo social y de la realización de una
tradición sociológica; (ii) el deber constitucional de protección animal no se
opone absolutamente a la celebración de espectáculos taurinos, en virtud del
deber, también constitucional, de promoción y protección de la diversidad y el
patrimonio cultural».
La parte resolutiva de la sentencia, cuya observancia es de obligatorio
cumplimiento, ordena:
«restituir de manera inmediata la Plaza de Toros de Santa María como
plaza de toros permanente para la realización de espectáculos taurinos y la
preservación de la cultura taurina, sin perjuicio de otras destinaciones
culturales o recreativas siempre que éstas no alteren su destinación principal
y tradicional, legalmente reconocida, como escenario taurino de primera
categoría de conformidad con la Ley 916 de 2004».
Junto al punto anterior, huelga decir que la Ley 916 contempla a la
Santamaría como plaza de primera categoría en Colombia, estatus que solo se da
a los recintos monumentales construidos para el uso de la tauromaquia. Gozando
de este rango legal, la Corte Constitucional también reconoció en la sentencia
C 889/12 que la mera existencia de una plaza de primera categoría, es prueba
suficiente para determinar el arraigo de la tauromaquia en excepcionalidad al
estatuto de protección animal, siempre y cuando los festejos se realicen en las
fechas tradicionales, que en Bogotá pueden rastrearse, como se vio, hasta el
siglo XVIII.
Según lo expuesto, el toreo en Bogotá hace parte, junto a múltiples
manifestaciones dispares, del patrimonio cultural intangible del pueblo
bogotano, pues como fenómeno cultural ha estado presente en la capital desde
todas sus edades históricas, contando en el siglo XXI con el suficiente arraigo
como para ser capaz de llenar la plaza de toros en sucesivas veces, pese al
rechazo que un sector de la sociedad erige contra esta clase de prácticas. Se
vería inadecuado determinar por vía de las urnas, y en directo atropello a
derechos fundamentales ya tutelados por la Corte Constitucional y la Ley,
principios técnicos que corresponden a las disciplinas de las ciencias
sociales, y, desde luego, ante la clara vigencia del toreo desde 1551 hasta
2012, e incluso con posterioridad, como ha quedado patente con las múltiples
manifestaciones que los aficionados taurinos de Bogotá han adelantado contra
las medidas de la administración distrital. En suma, si se determinara por vía
de la popularidad el arraigo de cualquier expresión cultural, se concluiría que
en realidad la capital no cuenta con ningún tipo de arraigo hacia nada, puesto
que ninguna práctica cuenta con la unanimidad favorable de la población, sean
los ritos indígenas, la consumición del tamal con chocolate, el uso de la ruana
o, como es objeto de esta disertación, las corridas de toros. Sensu contrario,
el desarraigo resultaría de una abolición lograda por vía de las urnas y en
total distorsión de las disposiciones de la Corte Constitucional, en cuyas
sentencias, no es posible encontrar en la parte resolutiva, mandato alguno que
ordene a las administraciones para que verifiquen por sondeos el nivel de
popularidad de la práctica taurómaca, con miras a validarla o negarla. Ya la
Corte dispuso a través de la sentencia C 889-12, la falta de alcance de las
autoridades locales para la restricción de la tauromaquia en plazas de primera
categoría, y también en T 296-13, donde hay un directo mandato dirigido a la
alcaldía de Bogotá, donde se le conmina a «abstenerse de adelantar cualquier
tipo de actuación administrativa que obstruya, impida o dilate su
restablecimiento como recinto del espectáculo taurino en Bogotá D.C». Los
resultados de una eventual consulta, sin poder aplicarse, también contradirían
el mandato del Constitucional.
Si bien es cierto que la cultura es mutable, y que la espontánea
sensibilidad moral es uno de los rasgos definitivos de la sociedad moderna,
tampoco deja de ser cierta la prevalencia de los Derechos Humanos, donde el
libre acceso a la cultura es uno de los basamentos para una sociedad
evolucionada. Por el contrario, las prácticas de totalitarismo en contra de
minorías al otro lado de los «desacuerdos razonables», son rasgos distintivos
de las peores experiencias sociales del siglo XX.
En consideración a lo anterior, el arraigo de la cultura taurina de la
capital está demostrado por vía legal ante la existencia de la plaza que la
Corte ordenó restituir para espectáculos taurinos, en toda medida al tutelar
los derechos fundamentales de los toreros y aficionados bogotanos, que
mantienen la vigencia de un fenómeno cultural presente en la capital desde
1551.
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