La estocada con la que Iván Fandiño dio cuenta de Rapiñador, su segundo de hoy en Madrid, y que fue sinónima de la puerta grande tan esperada por este matador, ha levantado una cantidad de críticas solo asimilable con la importancia moral que plantea: la ética de la espada en el toreo.
Antes conviene remachar un poco sobre el contexto. La corrida de Parladé enviada a Madrid no debió pasar en el reconocimiento por su exiguo trapío, y la disonancia entre las cabezas y el remate de cuatro ejemplares, donde el manso y sexto anovillado, sucio y reseco, fue una prueba viviente de cómo no enviar un toro a Madrid. La corrida tuvo cierta mansedumbre encastada, que le dio interés. No dio oficio alguno a la caballería, salvo en la segunda vara del cuarto toro. Tampoco exigió mucho al peonaje, no permitiendo el lucimiento por riesgo del mismo, excepto en la calidad de los palos puestos por el torero Miguel Martín. Así pues, una corrida que no conoció las cuerdas y que pasó desapercibida en los primeros tercios de la lidia. Hablando de cuerdas, muchas tenían que tocarse para poderle al encastado y poderoso cuarto, de nombre Gruñidor, que siempre estuvo por encima de toda la lidia, y dejó a su matador en físico ridículo ante los ojos de quienes vieron sus sumas cualidades. Llegado al siguiente acto de la lidia, a la altura del nunca malo quinto toro, y tras haber cuajado algunas series hoy perfectamente olvidables, Iván Fandiño tiró la muleta al suelo y se perfiló a matar en el tercio, mismo terreno que requirió el manso durante toda su lidia. Arrojándose pues a sí mismo hacia adelante con el cuerpo por muleta y espada, salió atropellado por la embestida del toro mientras dejaba una estocada atravesada y un tris pasada, que no valió para rendir a Rapiñador. Pero su gesto quedaba ahí, aún presente en los miles de aficionados que ovacionaban de pie, presas de la emoción y el desgarro.
Desde luego que el gesto no es nuevo. Se puede percibir como error en algunas lidias del XIX en las que era necesario cazar al morlaco en el momento preciso, aún si el espada estaba desarmado. Más modernamente, se puede recordar una novillada en Sevilla donde Juan Belmonte, arrebatado por el fracaso en sus dos astados, se tiraba a matar de la misma forma esperando la muerte. O en 1910, a Zacarías Lecumberri ante un aparente veragüeño de hechuras, haciendo el mismo gesto tan suicida como espectacular.
Desde entonces todas las críticas han coincidido en señalar su grosero carácter tremendista, propio más de funambulismo que de la sobriedad del canon en el toreo. Ya en el XVIII se contaba que la muleta era una parte sustancial de la estocada, pues es verdad que se mata con la mano izquierda. Incluso puede leerse cómo hace dos siglos estaba mal visto el perder el engaño cuando se ejecutaba la suerte, y hasta se contaban los pliegues de la muleta en el momento de engendrar la estocada, como expresión de la pureza en la preparación y relevancia de la muleta allí. Es por ello que puede entenderse la pérdida de la muleta de Frascuelo en un volapié, como un signo que termina de redondear la apatía de esta crónica de La Lidia:
|
Se ruega hacer clic para visualizar el contenido de la foto. |
Con lo que puede decirse que el cuestionamiento a esta interpretación de la estocada, resulta del tremendismo de esta suerte, y su renuncia al toreo ciego de la mano izquierda que da salida al toro. Ni sobriedad, ni poder, todo lejos aún del glorioso sacrificio jubilar de un toro de lidia. Sí, pero entonces la acusación contra esta estocada debe chocar con la emulación que se hace con el julipié, que es aquella suerte engendrada con saltos hacia afuera, estocadas pasadas de pitón y renuncia espectacular al toreo ciego de la mano izquierda. Para los críticos, el julipié y la estocada de Fandiño son lo mismo.
|
Lo espectacular no resulta del salto, sino de lo que simboliza. No es lo indiscutiblemente llamativo de lo que aparece ante nosotros, sino lo que significa en términos de valor, pundonor y riesgo. |
Sin embargo, y por desgracia para los críticos, esta observación es inexacta. Hay en esta estocada una emoción que despierta, oscura en el sentir del taurino, y que jamás puede decirse, pensarse, gritarse o temblarse en un julipié. Pese a su declarada herejía, esta estocada es una inestimable muestra de renuncia y de valor, si es que el toreo no es precisamente esto. El julipié entraña la mentira, mientras que la estocada a propósito de esta reflexión, es totalmente real y produce escalofríos. Mientras el julipié ocupa un salto para alejarse de los pitones, esta estocada en cambio consiste en un salto para acercarse a los pitones. Decididamente no son lo mismo.
Así pues, la técnica y la estética sobria de la estocada clásica, se ven superadas por un instante fugaz cuando el torero desprecia su vida y decide dar al toro todo su cuerpo, engendrando una suerte sin mayores pretensiones estéticas más que la de revivir el antiquísimo salto cretense al toro.
Las indagaciones antropológicas de Evans entienden a este salto cretense como uno ritual. La perfección de toda renuncia. Fandiño reemplazaría la muleta por su cuerpo, como la joven cretense reemplazaba la huida con su salto entre los pitones. Era un rito ético de renuncia. Esto puede ser desde luego tomado como una petulante interpretación de un acto que sin embargo aparece cada tanto en la tauromaquia desde hace por lo menos tres siglos. Es lícito pensarlo, pero también lo es imaginar que resulta ser lo contrario a lo que le acusan: su tremendismo que no es tal, pues lo tremendo, lo descoyuntado, lo suciamente esperpéntico, siempre ha consistido en una exageración brutal de los hechos: imaginar que hay riesgo en un salto de la rana ante un animal inválido, es quizá la representación más dura del tremendismo. Su vulgaridad consiste pues en exagerar al máximo las aspiraciones de algo por pasar como peligroso, serio, importante y difícil. Pero en cambio la estocada en cuestión no es una exageración de una sola mentira, pues no hay más verdad en el toreo que ir de frente a los pitones.
Así pues tenemos ante nuestros ojos la majadería de los desplantes, de los toreros de rodillas y de espaldas ante los toros rajados e incapaces de pegar un arreón, y del otro lado la estocada espectacular donde el torero ha tirado su cuerpo hacia adelante, contra los pitones, sin otro propósito que vencer o morir. Lo que acaba de describirse dista mucho de ser un beso en el pitón a un animal incapaz de mover su cabeza. Es todo lo contrario. En esta clase de estocadas hay más ética que estética y técnica, pero nunca puede acusarse a nadie de llevar la ética taurina hasta sus últimas consecuencias.
El tremendismo es lo contrario a la estocada que no huye.
|
Estocada a su primero, ya con la muleta. Demuestra que el matador sabe completar el canon, y que no es necesario recurrir a la estocada espectacular en todos los casos. Hacerla previsible es al mismo tiempo convertirla en regular, practicable, y por tanto fácil de hacer con el desarrollo de las destrezas de una técnica. Solo debe aparecer en contextos totalmente inesperados, y como muestra total de renuncia. En conclusión, que no prolifere, y que Fandiño la repita en 10 años, de ser posible. Si se vuelve habitual, no pasaría más que como una anécdota cotidiana sin la menor importancia. |
Heroísmo entonces.
En una época plagada de la mugre de los simulacros, del poco riesgo, de las mañas para evadir las más de las veces el peligro, el heroísmo es pues un valor que cada vez se hace menos presente, y que sin embargo es el pilar de la tauromaquia, y por tanto debe ser reivindicado donde quiera que aparezca. Cuando se le exige a un torero lidiar hierros duros, cargar la suerte o no hacer julipiés ni bajonazos, en realidad se le pide que sea heroico. Un héroe, tal allí como persona que no es como los demás en sus miedos y taimados recursos para evadir el peligro. Si el objetivo de la estocada pura es ofrecer un balance de valor entre el riesgo que corre el torero, y la dignidad de la muerte del toro, ¿acaso en qué falla la estocada de Fandiño, tremendamente evocadora de las estocadas de Valente Arellano y Galán? En las estocadas no se exige ningún canon estético: ni temple, ni recorridos, ni vuelos. El compromiso de la estocada es ético antes que nada, y heroico como resultado. No hay mentira incontinente en llevar la verdad, ni en completar toda la ética que rige la ciencia de las estocadas: dar la vida, para poder quitarla.
¿Pero qué es el heroísmo? Lo que el torero debe hacer. Cuando un grupo de jóvenes se congela a las cinco de la madrugada en un parque de Bogotá, apenas arropados por una botella de aguardiente, hablan sin saberlo 'Sobre héroes y tumbas', un clásico de la literatura latinoamericana cuyo título disyuntivo da pie para hablar de esto: el héroe no muere, ni quiere ni desea morir, pero esta sensación no es mayor a su deber. Ser héroe es cumplir ese deber, y el de Fandiño era el de matar a su toro dándolo todo, para explicarnos poderosamente que nada valía más entonces que abrir la puerta grande por la vía de la brutal honestidad y la verdad. Si la estocada es un compromiso ético, el toreo es un compromiso de héroes. Para decirlo de otra forma, siempre será mejor la ética que la estética, verdad trasparentada en la botella. Se hablaba entonces en el parque sobre la conmovedora lidia de Robleño a Déjalo, el Miura más peligroso que ha conocido el siglo XXI, cuando ambos se enfrascaron en Nimes a lo largo de una lidia fiera, azarosa, mortal de necesidad. Robleño sabía que era imposible dar un solo muletazo en condiciones estéticas para pasar como toreo en esta época, pero su trasteo despierta una especie de emoción sustentada en lo real, y que no ocupa al toreo ser vistoso o estéticamente armonioso; un valor que lo hace inolvidable: el mismo de esta estocada, conmovedor, innecesario, heroico, bello por sí mismo, de ofrece la vida para completar el canon del toreo.
¡Adelante, de frente, hacia abajo!