A Víctor Barrio el toro Lorenzo de Los Maños le quitó la
vida de una seca cornada en el costado. Aunque su cuadrilla sabía que estaba
muerto al momento de levantarlo de la arena, corrieron desesperadamente para
llevarlo a la enfermería. Y allí, aunque los médicos también sabían que había
llegado muerto, decidieron intubarlo y practicarle maniobras de reanimación,
mientras las imágenes de los banderilleros que lloraban aferrados a las tablas
nos helaba la sangre. Hasta entonces, Lorenzo no significaba nada para el
animalismo. No hubo campañas antes en su nombre, ni durante el rito, clamando
ante las puertas del coso de Teruel su nombre. Y si hubiera muerto sin historia
(para ellos), seguro hoy también estarían ignorantes de su existencia, sin
ardor ni indignación. Lorenzo, perdido en el mar de correcciones e
indignaciones fáciles de nuestra sociedad… Pero el toro descubrió la pierna de
Víctor en una tanda donde el viento le movió la muleta, le hizo zancadilla con
la cabeza y, viéndolo en el suelo, lo atravesó con su pitón de lado a lado del
tronco. He pensado en ello antes de dormir: al igual que la muerte de Ana
Karenina, espantosa en su física (una bella rusa triturada por el paso del
tren) pero elevada en su sentido, la de Víctor Barrio tuvo cierta limpieza,
libre de horror e imágenes penetrantes. Él murió para decir que estuvo
jugándose su vida en cada corrida antes de llegar a Teruel, exponiendo su
cuerpo, su futuro y la paz de su familia a lo peor para hacer cumplir un rito
que no todos comparten ni pueden entender, profundo de sentido porque allí está
la vida y la muerte de verdad. Es la única reflexión decente que puede hacerse
sobre su fin, a menos que uno sea animalista o antitaurino.
Pero el animalismo cree que el estatus moral de un ser
humano es igual que el de una vaca o un gato, aunque la ciencia moral demuestra
justamente lo contrario, como escribió Peter Carruthers. La sociedad, esa masa
acrítica que hoy privilegia la rapidez y no el esfuerzo, ha premiado ese ligero
pensamiento, creyéndolo.
Anoche, antes de irme a la cama con un vacío en el
pecho, veía algo de los 50.000 tuits que contenían el keyword “Víctor Barrio”,
y era casi como oír la radio Hutu de Ruanda, llamando “cucarachas” a los Tutsis
y diciendo que su muerte era un acto de justicia y normalidad. Estas personas
en realidad celebraban con alegría la muerte del torero. Con sinceridad,
estaban eufóricos porque el toro lo había corneado, hecho reproducido
mundialmente por todos los medios, al saber que el rencor contra la tauromaquia
haría que la noticia se volviera viral, como si el torero fuera la mayor personificación del mal en un mundo donde 60 millones de niños morirán de hambre, como denunció la Unicef.
¿Qué objeto tiene denunciar la inmoralidad de la corrida
incurriendo en una inmoralidad peor? ¿Qué sentimientos oscuros revelan quienes
se alegran de la muerte humana? ¿Cómo puede lamentarse la falta de piedad en el taurino
mientras se hace gala de una impiedad peor, al estar dirigida contra el ser
humano? Que yo sepa, el genocidio en Ruanda es un verdadero problema moral,
mientras que sobre el matadero de carne no todos estamos de acuerdo.
Celebrar la muerte del torero desdice totalmente el discurso
animalista. No hay elevación moral alguna en alegrarse por la muerte de un ser
humano, sea por el motivo que sea, mientras se nos exigen la idea de que la
vida es sagrada, incluso la animal. Por ejemplo, solo el nazismo se arrogó la
facultad de decidir qué muertes humanas podrían llorarse.
Por otro lado, es estulto formular la supuesta indefensión de un “torturado” mientras se reproducen de forma victoriosa las imágenes donde el toro mata al torero. En la historia, jamás un torturado mató a su victimario en el mismo acto donde era supliciado, porque es enfáticamente imposible. La muerte del torero es una verdad que derrumba el discurso
animalista, al ofrecerlos sin el manto de pureza ética que predican al mismo
tiempo que exigen, y también al hacer notar que el toro es un animal poderoso,
no un pobre torturado. Muchos toreros salen prácticamente muertos del ruedo y son
revividos por la ciencia médica del siglo XXI. Para no ir muy lejos, hace tres
semanas a Escribano un toro le pegó una cornada que hace 20 años lo hubiera
matado en cinco minutos. En perspectiva, las celebraciones del antitoreo se han
reducido por el humanista avance de las ciencias médicas.
La estupidez y la hipocresía son rasgos destacados de todas las homilías de odio, incluso dirigidas con alegría
contra la esposa de Víctor, sin el más mínimo rubor. Estas personas pidieron
que a Lorenzo se les diera el rabo y las orejas del torero, como si el ser
humano tuviera rabo (esa extremidad de la columna vertebral que perdimos hace
siete cadenas evolutivas) o como si el toro pudiera o quisiera hacer algo con
las orejas de un ser humano. Son comentarios totalmente estúpidos. Para estas
personas, la única experiencia directa con la anatomía es el pedazo de carne en
sus platos, innecesario, obtenido con la cobardía de quien no fue al matadero a
ultimar mirando a los ojos al bovino de donde viene, pero que llama “asesino”
al torero que sí lo hace. Otros entretanto concluyen que la muerte de Víctor “es
arte”, ironizando sobre la peregrina idea de que para nosotros la muerte del
toro es arte. Es cierto que estas personas jamás han tenido una tauromaquia en
sus manos o que todo lo que saben de toros está filtrado por una máquina de
propaganda y desinformación digna de Goebbels.
Pero el punto central es este: ¿Cómo las personas que nos
exigen a los taurinos el no hacer de la muerte un acto, ven con tan buenos ojos
el fallecimiento de un torero? Anselmi, que corre más rápido que la
inteligencia que lo persigue, dijo que los taurinos pagamos por ver morir, y como
tal, no podíamos decir nada a los antitaurinos que hacen uso de la muerte en el
ruedo, esta vez del torero, para sentirse eufóricos. ¿Pero es que acaso está
formulando que uno puede “alegrarse” de la muerte del otro y luego salir a la
calle a caminar sintiéndose como una persona perfectamente normal? ¿Lo hacen
ellos? ¿Entonces de qué nos acusan a los taurinos? Hasta el demoledor Estado americano respetó los ritos funerarios al
arrojar a Bin Laden al fondo del mar desde un helicóptero, a pesar de ser la
persona más odiada de lo que va del siglo XXI.
La alegría con la que celebraron la muerte de Víctor
demuestra que no hay ninguna elevación moral en ser antitaurino. Que la vida
humana no es un absoluto en la ideología animalista, y por tanto es una
inmoralidad en sí misma. Que nos enfrentamos a gente capaz de buscar el perfil
de la esposa de un torero para ponerle con risas las imágenes de la cornada,
porque la moral ante la muerte no significa absolutamente nada. Mi recordado
Juan Carlos Onetti decía que la vida era mierda, sin grosería, haciendo énfasis
en la fisiología más primaria y baja, al comprobar que se vive en medio de una
sociedad superficial y tonta, incapaz de cualquier esfuerzo de elevación más allá del piso básico. Las personas incapaces de cualquier simpatía por el humanismo, están reducidas a capas tan básicas de la fisiología como la mierda. Luego del Pozo, de las reflexiones y angustias,
solo quedaba lo peor del mundo, subsistiendo para siempre en la estupidez, felonía e inhumanidad de algunas gentes: la mierda. La vida es mierda. Pero Víctor y Lorenzo le concedieron un sentido a sus vidas y muertes, algo para lo que los taurinos nos reunimos en ceremonia, sin alegrías inmorales por la específica muerte de nadie, dispuestos a ver un heroico sacrificio y no un funeral convertido en stand up comedy para las risas posmodernas.
Parafraseando, he de decir que si para algunos la vida
humana no es un absoluto que debe ser respetado sobre cualquier diferencia,
entonces el antitoreo es mierda.