jueves, 19 de junio de 2014

José Tomás en Granada



Con la séptima costilla rota, en la monumental de Frascuelo en Granada (y también Frascuelo, en el XIX, con sus costillas rotas por Peluquero), José Tomás empuñó estoque y muleta, y se tiró a matar. Minutos antes el cinqueño había intentado echárselo a los lomos, cuando Tomás le perdiera la cara al rematar una serie. Quedó en vilo entre las astas, sacudido como un pelmazo de nada, diría Góngora. Pero en el momento en el que el torero ha perdido su técnica, y la cornada o la muerte son irremediables, entonces aquel hombre no es un pelmazo, un atado de nada. Allí está el testimonio de su valor, en el peligro ya materializado, que parece decirnos todo sobre la valentía del hombre que tomó el riesgo momentos antes, y perdió. Es común oír que José Tomás le sube un punto a la presentación de los toros donde se anuncia. El escrúpulo de su veedor, sin embargo, sigue empleándose en plazas de segunda. Todo está rodeado de mentiras: la ausencia de rigor, el humo de la ortodoxia en los escenarios profanos de las provincias, los eventos elitistas, el público triunfalista de partida. Toda plaza pierde su huella, y se transforma en la misma plaza, con las mismas gentes, el mismo toro. En el momento del paseíllo, parece ser todo una mentira, confirmada en cuanto rompe el toril y sale el toro del punto arriba, sin embargo aún lejos del toro español en la plaza de primera, como Madrid. Pero luego Tomás intenta hacer el toreo de desquiciada pureza que puso su nombre en la boca del siglo: verónicas ganando terreno, temple, pata adelante, sitio cruzado, la pala del pitón contrario, el estoicismo...todo eso invoca la pureza que se ha perdido con el toro de la plaza de segunda, cuando el nombre es anunciado en un enorme cartel, y las reservas de los hoteles se disparan, las transportadoras se alegran y la taquilla experimenta un incontenible éxito.

Foto de Arjona para Aplausos

A la altura del segundo toro, el cinqueño, astado mejor presentado del encierro, José Tomás pierde la cara, es vapuleado y luego transportado inconsciente a la enfermería, en medio de escenas de gran pánico de sus creyentes. Cuando uno ve a cualquier torero ingresar inconsciente, con la imagen fresca de los pitones jugando en el pecho, el triángulo y la cara, no imagina que el diestro saldrá en cuestión del minuto, caminando con la misma prestancia y majestad con la que ha pisado la arena en el paseíllo. Esos andares también son tauromaquia. Por ejemplo, su indulto a Idílico es un desvarío posmoderno que poco interés me produce, salvo por el momento en el que el toro de Núñez del Cuvillo entra al toril, y José Tomás se dirige al centro del ruedo, caminando como si fuera un Dios. En esos momentos lo era. Incluso el torero, en trance de franca derrota e inconsciencia, es un Dios:


Como si fuera el atropellado en una calle cualquiera, ha perdido la zapatilla izquierda, que en las costumbres de los agentes de tránsito siempre indica un cuerpo derrotado por el movimiento. Da igual. Uno puede citar la descabellada cantidad de mitos que quiera. Tomás salió al minuto de la enfermería, caminando como un magno, y sin que nadie supiera lo que llevaba adentro: la séptima costilla izquierda fracturada y desviada, lo que supone un dolor infinito. Sin torcer el gesto, sin hacer de su dolor una expresión ostentosa, incluso engañando a todos, salió a matar al toro, en la rectitud, como sabe matar él. Ese es precisamente el mito de Tomás, uno que desmiente poderosamente la acusación taurina y antitaurina, sobre el supuesto morbo que el diestro, y por extensión la tauromaquia misma, despierta: se va a la plaza no a ver la sangre y el dolor, sino a ver el más puro estoicismo, el más incontestable. Pero nosotros estamos aún estupefactos por la noticia de Guardiola. ¿Qué verdad hay en el mundo que permite el destino de los oscuros corredores de los mataderos para un toro de casta brava? ¿Y los maestros? ¿Por qué están lejos del mundo, matando el encaste de siempre?
Así como un hombre hoy tocó el mito (y nos lo hizo tocar) y volvió de la enfermería tan rápido, con su pecho roto y sin demostrar nada, uno espera que nuestra época asista a esa resurrección, como la de Tomás en Granada, y que los toros y vacas de Guardiola se devuelvan por los corredores de las factorías, de regreso a los campos y las plazas donde se produce el mito de la tauromaquia.


José_Tomás_Granada por burladero_es
Granada, Feria del Corpus, 19-06-2014. Finito de Córdoba, José Tomás -que reaparece en España- y Rafael Cerro (PARTE 1) from Aplausos on Vimeo.

Granada, Feria del Corpus, 19-06-2014. Finito de Córdoba, José Tomás -que reaparece en España- y Rafael Cerro (PARTE 2) from Aplausos on Vimeo.

FERIATV












Fotos de Arjona para Aplausos

domingo, 15 de junio de 2014

Joselito en Istres



Queda como obligación para con la época hacer una nota mínima sobre el retorno a los ruedos del torero madrileño José Miguel Arroyo 'Joselito', ineludible eslabón del toreo de la década de los 90 y el toreo que llamo posmoderno, por su historicidad y sus aspiraciones. Un camino que va de Ponce, Rincón, Tomás y el mismo Joselito, al vademécum actual con El Juli, Perera, Talavante, Castella (esa revisión del ojedismo). El toreo de los 90, directa consecuencia de Espartaco y su ligazón de perfil, se enroscaba al toro con una técnica que prescindía de la pureza del medio pecho, pero que a diferencia de hoy, intentaba rematar los muletazos adentro, detrás de la cadera. Semejante herejía, castigada por la excelsa pluma de Navalón por su descarga de la suerte, no sería nada ante el afán posmoderno de ligar los muletazos con la particularidad de rematarlos afuera del espacio, nunca en la cadera contraria, permitiendo un aire al toro y un espacio para la proposición del siguiente muletazo. Para gustos, los colores, sin duda, pero esta es la radical diferencia entre el toreo noventero y este de inicios del siglo XXI. Con muletazos expulsados hacia afuera, no se puede torear asentado en los riñones, metiéndolos, perpetuando la arquetípica y bella estampa de la tauromaquia, llamada desde siempre como "Cartel de toros", y que refleja el relajamiento y la gallardía del cuerpo del torero que domina al toro y lo torea bellamente, con el pecho hinchado, las zapatillas hundidas y el cuerpo vertical: el movimiento del muletazo lo da el mismo movimiento de la cintura. Hoy, tal vestigio solo puede rastrearse en la tauromaquia de Ponce, cuya elegancia en la expresión corporal es incontestable. Mientras tanto, el toreo posmoderno precisa del retorcimiento del cuerpo, del rompimiento, de la atormentada figura del matador, dislocado hacia atrás y hacia adelante, o también del llamado tancredismo, que no es otra cosa que la excesiva quietud y verticalidad impuesta por José Tomás, con aires de Manolete. Pero volviendo, es imposible el toreo de riñones si se rematan los muletazos afuera, pues se debe extender el cuerpo hacia la conclusión del muletazo, rompiendo la expresión corporal de relajación. Para gustos, nuevamente, siempre los colores. Joselito anda entre ambas tensiones. No es espacio para los lugares comunes, como su goyesca del 2 de mayo del 96, su Puerta del Príncipe, su digno retiro, la polémica con los críticos taurinos, sus embestidas contra las cajas de televisión, o su absurda facilidad para la capa, cosa de la que Ponce puede dar fe. Todo esto da igual en este punto. Joselito ha vuelto a los ruedos, y si Tomás y él lo hiciesen en condiciones, y no al socaire de la exposición bovina de Istres o Juriquilla, producirían la revolución interna y social que la tauromaquia necesita en una época como esta. Suenan ambos para torear en Nimes un mano a mano, lejos de los ecos deshonrosos de Casas contra Miura en Pentecostés. Tal imaginación se soltó en Cali en diciembre pasado, y la vuelta a los ruedos de Joselito parece ratificarla. Nimes se presta para la farsa del escenario controlado, el medio toro, el evento elitista y triunfalista de partida. ¿Tendrán la responsabilidad histórica para con su época, y saldrán a torear un toro íntegro en plaza de primera, con televisión y difusión, para dar el puñetazo en la mesa, y el bofetón a esta época? Qué más da, se puede lamentar desde este instante. Por cierto, Joselito dejó unos naturales de frente, toreados (con el sanbenito ese de la ligazón, para los revisionistas), rematados atrás, templados y bellos. El resto, desde luego es una exageración de Istres.

Feria:

Suerte Matador.


Videoteca taurina:







Todas las fotos son de Valentin Héyerè para Tierras taurinas.

martes, 10 de junio de 2014

Épica lidia del XIX en pleno siglo XXI


Tanto leer y añorar la tauromaquia del siglo XIX, con su Jaquetón a la cabeza, luego el bendito Frascuelo, frente a la caballería caída, Peluquero, Víbora; y desde luego su Perdigón, certero Caín de los hermanos, y los naturales de Cayetano Sanz resucitados por Lagartijo, y también su Murciélago, la pierna del Tato, la digna camareta del Duque de Veragua. reemplazada por las empantanadas y enlodadas dehesas, y la ciénaga con la que Lagartijo cerró su carrera, al encerrarse también con seis del Duque en la plaza de la Corte...todo eso siempre soñado, siempre comido con los ojos ante la lectura de un toro poderoso y sumamente cambiante, inestable, al que había que cazar con los jacos de manera valiente en los medios, y al que su matador debía quebrantar en la muleta con una decisión que no admitía réplica. El XIX y sus sagrados toros de casta Jijona, hoy extintos por la tozuda manía de reemplazar con arte lo que fue, es y será solo rito. La manía, nuevamente huelga decirlo, de erigir un concepto de bravura predeterminado, donde el toro ha de ser una obediencia al servicio del desplazamiento en las telas, sin espacio para las malas ideas, el miedo, la pólvora, el desgarro. ¡Qué tan lejos todo esto del toro manso pero con poder, que no puede ser aclamado en el arrastre, pero que deja el corazón en vilo y la mano en puño por una descomunal fuerza que hace temer por el hombre, que ha de ser un héroe auténtico para salir con pie de la arena! ¡El corazón en la mano, en un puño!

El escenario prefabricado, carente de sensación por la anestesia, del toreo actual, siempre al servicio del arte del disfrute y la diversión, ha quitado del medio como estorboso al toro con poder y genio, malas ideas y mala leche. Leche oscura, en cambio al servicio de la emoción inesperada, la emoción auténtica del miedo transformado en poder y victoria del héroe. Se va entonces hacia el espurio indulto de El Cid a un ejemplar miserable de Daniel Ruiz en Albacete, y se piensa en los toros con poder, antónimos exactos porque donde en otro lugar solo hay movilidad de carrusel, aquí hay un huracán frío e incontenible que rebota con ira y retumba en todos los sitios. Es ese toro que hace siglos no permitió que lo domesticasen, y salido de su redil como una oveja negra, se daba de furia contra los cercados hasta destruirlos, ante la estupefacción de los pastores, hoy revividos en los cronistas de los medios de papel. ¡Es el primer toro de lidia! Manso porque se aleja del arquetipo construido culturalmente por los taurinos durante siglos, y que caracteriza la majestad de la bravura perfecta. Manso entonces, pero con el primitivo y bruto poder que dio inicio a la tauromaquia ahora y siempre.
Foto de davidcordero.es que muestra la largura de Cantinillo, además de su mansedumbre poderosa

                                    
(Si no se logra visualizar el vídeo, pueden dar clic aquí para ir al enlace directo)

O bien visitar:

      

 Perdido pues en lo solamente posmoderno, asiste uno a la decepción. Luego sale Cantinillo, un toro de la excelentísima señora doña Dolores Aguirre Ybarra, un Atanasio largo de esqueleto, cuajado, levantado a golpe de todas las desgracias, y sale manso al ruedo de Vic Fezensac en los Pirineos, durante la feria de Pentecostés, con poder en las patas y mosqueado. Toma seis varas porque se escupe en la mayoría, e incluso hace alarde de mansedumbre ostensible al intentar tomar el olivo en ocasiones. Un toro manso (conviene no dejar de mencionarlo) al que es menester ir a cazarlo, lo que se dice torear a caballo a la antigua, cuando algunos bureles se hacían fuertes en las querencias de los caballos muertos, y el picador debía ir hacia el cadáver equino para dar otra vara. En esto es proverbial la torera labor del picador francés Gabin Rhéhabi, y el caballo Destinado, de la cuadra de Bonijol, que han aguantado de manera épica este duro tercio de varas, en distintas posiciones de la plaza y siempre con el toro al relance y con poder. La última vara es una herejía para el aficionado actual, capaz de chillar en cuanto el picador traspase la raya del tercio, labor que en realidad supone un acto de renuncia al cobijo de las tablas, y por tanto, una valentía: Destinado y Rhéhabi saltan a los medios para cazar a Cantinillo, el manso que en la boca de riego arrea fuertemente hacia los adentros, y que propina a la cabalgadura un batacazo. La montura queda disuelta, el picador ha caído lejos, y Destinado queda solo, a merced del toro, que se encarniza en darle vueltas tirando cornadas. Entonces su criador, Bonijol, salta a la arena para sostener al caballo del empuje del manso, poniendo en pie la cabalgadura, y resistiendo un nuevo embate, empujando contra el toro en un curioso ménage á trois, para impedir una nueva caída del ya aporreado caballo.  Hasta entonces toda la plaza ha estado en vilo, con el corazón en un puño, primero por el susto de imaginar a este manso en las gradas, tras cada intento de saltar. Luego, por la emoción del poder y al mismo tiempo por la conmovedora valentía de los dos hombres y del caballo, prestos al honor de continuar la lidia y salvarse al tiempo de este huracán. Si de por sí el salir a los medios a esperar el arreón es de un mérito indiscutible, sellar este acto con la demostración de la solidaridad humana, la fortaleza torera y el heroísmo de todo, no puede generar otra cosa que el sentimiento eterno de la auténtica tauromaquia.


Aquí ya es lo suficientemente reseñable el acto como para hacer una crónica sentida. Pero hay más. Tercio de banderillas de manso, cortando el viaje y obligando a los peones a poner dos medios pares a la carrera del sobaquillo. ¿Qué hará su matador ante esta papeleta, en una época que exige el exiguo tratamiento de la ligazón para todos los toros, como único recurso? Alberto Lamelas, un taxista en la vida corriente, un torero en el sagrado albero, se arma de muleta y espada, manda tapar a los peones e intenta sacar a los medios al manso, que nunca conviene dejar en las querencias donde se hace fuerte. Aquí tiene que soportar con estoicismo que no tiene nombre, una cantidad de coladas y arreones que hacen palidecer la temporada completa de los que se arriman a los moribundos. Cantinillo en ocasiones humilla por el pitón derecho, así que el trasteo se desarrolla por esos derroteros. Ya en los medios, logra parar al toro (por ello la porfía de sacarlo), que desarrolla reservas como buen manso, guardando su poder para la oleada. Castiga al toro con macheteos a costillar contrario, metiéndose en ese sitio donde verdaderamente queman los pies, y se queda puesto para intentar hacer el toreo en redondo. Solo este dejar los pies en la arena y adelantar la muleta, provoca una ovación del público de Vic. Dos derechazos, uno de pecho enganchado y deja al toro en los medios. La lidia. Aquí ya el toro entiende que está a merced de la circunstancia. Lamelas le torea sin ligazón (que realmente no importa) cuatro derechazos y el de pecho. Mostrencos pases para la suficiencia estética de un Manzanares, pero que oyeron un olé auténtico, sentido, salido del corazón conectado con la garganta. ¡Está toreando un manso! ¡Como Frascuelo cuando le pudo a Filibustero de Martínez! Le enjareta una nueva serie bajo similares términos a la anterior, acompañada con un desplante torero, y sin obviar que el toro sigue teniendo poder y arrea en cada muletazo. Y sigue una serie en iguales magnitudes numéricas, pero enganchada totalmente,  mas 'podida' por el torero, porque Cantinillo empieza a defenderse más, ya derrotado en el destino de su lidia, soltando la cara en el arreón. Y aquí continúa lo sorprendente: Lamelas lo cuadra en la rectitud de la suerte, muleta abajo haciendo la cruz para que el diablo no se lo lleve, y deja una estocada de tendencia contraria pero habilidosa, valiente y bien engendrada, suficientemente honorable para un marrajo manso, un demonio, un leviatán, un lucifer que resucitó a muchos muertos. El manso se va a toriles, empieza a defenderse de la rueda de peones,  se traga la muerte y la plaza es un clamor. No queda más remedio que empuñar el bendito descabello (bloguero dixit), y propinar, a toro destapado, a puño certero y seguro, a muñeca firme, un golpe de cruceta que rinde al toro de inmediato, mientras la plaza se levanta, conmovida, dijera Vidal, por los desgarradores lances que acababan de presenciar.


El presidente de la corrida, pésimo aficionado, se aferró a la estocada para no conceder una segunda oreja, más que merecida. Los mansos no deben morir por arriba, es un insulto a los bravos. Lamelas dio dos vueltas al ruedo con su oreja, reviviendo hasta en esto un capítulo total del siglo XIX, cuando los despojos no existían, y los matadores eran aclamados en varias vueltas al ruedo. Un torero. Un torero. Un torero.

Como dato para la posteridad, se le dio la vuelta al ruedo al caballo Destinado, que resistió heroicamente el tercio de varas con un manso de poder. Ese caballo, yendo hacia los medios ligero a la orden de su picador, es más torero que algunos coletudos capaces de defenestrar el honroso legado de la tauromaquia cada vez que vienen de invierno a América. Pero es ese muy otro tema.

En Colombia no vivimos la tauromaquia del siglo XIX. Tuvimos que sufrir el abrupto cambio de la capea anárquica al toreo postbelmontista, en cuestión de cinco años, y con miuras y veraguas importados. Esta faena de Cantinillo, lidiado y muerto por Alberto Lamelas, más que en Vic en pleno siglo XXI, siempre insinuada en las tertulias bogotanas llenas de añoranza, es una deuda saldada.

Vuelta al ruedo a Destinado. Tanto esta foto, como la que dio inicio al escrito, y las no marcadas, pertenecen a André Viard y su excelente portal Tierras Taurinas.


Pamplona



Con la resaca del San Isidro, que como toda resaca es siempre una nostalgia y un arrepentimiento, nos disponemos a guardar espera hasta el 7 de julio, cuando el toro sale en la festividad de San Fermín. Si Madrid es entonces una seria radiografía de la Fiesta, Pamplona es en cambio una tregua. Se vuelve a la raíz de la tauromaquia, pero también se asiste a su modernidad, pues aunque el enfrentamiento directo y desnudo entre hombre y conúpeta es milenario y se pierde en la noche de los tiempos, San Fermín es un fenómeno de hogaño en el reloj biológico de la tauromaquia, que aparece apenas en el siglo XVI en una historia taurina con más de 17.000 años (17 milenios desde Lascaux y las primeras evidencias arqueológicas de taurolatrías y tauromaquias). Traían a los toros desde las Riberas de Navarra los pastores, desde luego a las corridas o el matadero municipal, y el pueblo moderno, también forjador del toreo a pie, moldeó esta trashumancia urbana hasta anclarla a la expresión festiva y religiosa del San Fermín. Formidable.

Con lo que la tregua consiste precisamente en recordarnos el sentido de toda tauromaquia: el enfrentamiento auténtico entre hombre y toro, sea en la lidia o en el encierro donde se corre delante o tras los astados camino a las plazas. Ambas expresiones están selladas por el peligro del astado, donde la cornada o el aplastamiento suponen un riesgo recurrente, pero al mismo tiempo la razón de ser de todo triunfo del hombre. En San Fermín, el moldeado desde el XIX con su recorrido, su voluntad de correr frente a los toros, y no tras ellos, podemos notar la autenticidad del festejo popular, puro, no contaminado por la industria, y por tanto en ocasiones más lícito que algunas corridas de toros tremendamente adulteradas. Solo hace falta recaer en su sentido: atar la lucha entre hombre y toro a una dimensión sobrenatural, en este caso la creencia religiosa y estética en San Fermín.



En la corrida, amortajada en últimas horas con las vendas cegadoras del arte prescindible, la creencia sobrenatural es cada vez más desplazada por lo habitual y lo profano: abolir el sorteo, plagiar al toro por un animal racionalizado, predeterminado, que toca su obediencia con la docilidad; el afeitado, la imposición de un discutible y único concepto de bravura: todo esto es excusable desde luego, pero en ocasiones no es nada en cuanto la pezuña del toro marca el adoquín de Estafeta, y la presencia del Toro llama un olor de multitudes que por desgracia la corrida de toros extraña año a año, progresivamente. Entonces el rito popular, el festejo popular y su autenticidad, abofetean a la madrastra taurina de la corrida.

8 de la mañana, 849 metros, las calles mojadas, el fantasma de Hemingway rebotando en todos esos ingleses con chaqueta. Los mozos, los diarios enrollados con las noticias que nadie leyó, porque aquí lo temporal ya no importa; y la cuesta de Santo Domingo, que es un camino espiritual junto a la pequeña iglesia, casi una capilla,  pero al mismo tiempo una deliciosa carrera con el diablo; los mozos nuevamente, los pellejos o las botas llenas de vino agrio que sirve de refresco para los corredores. La curva de Telefónica con su profano nombre moderno, una pequeña mancha en todo el léxico espiritual, como los cabestros, los montones; más de la descomunal carrera junto a esas sombras palpitantes, mortales, con dos agujas gruesas en la frente y la voluntad de cornear, y que se descuelgan, o asumen la punta en la Plaza Consistorial, pero que siempre son uno con la multitud que corre por ellos;  y luego la entrada en la plaza, que es como una iluminación, un nacimiento, desde luego mediocremente esotérico, a lo Montherlant. San Fermín, la devoción de todo taurino.



                        

                                                Documental Corredores de Encierros



También el link del documental Encierro haciendo clic aquí






(Los documentales son extraídos de los canales de Callejón y Tauro TV).

sábado, 7 de junio de 2014

A los 20 años de Bastonito y César Rincón



El 7 de junio de 1994 fue lidiado Bastonito, el toro herrado con el número cinco de la vacada de Baltasar Ibán. Cuando hollaba la arena del coso de Las Ventas en Madrid, nadie presentía que iba a dar guerra sin cuartel hasta la muerte. De sus dos puyazos largos y bravos, sus banderillas trilladas, las 41 embestidas en la muleta donde la constante fue el terror y la pesadilla de su pitón derecho, y también de la épica que supuso para toro y torero la estocada, poco sabemos aún, 20 años después. Ahora como entonces, sus 44 arrobas destacadas para la guerra siguen siendo algo inefable (aquello que no puede ser dicho con simples palabras).

Lo simple es otra cosa: la plaza, su matador César Rincón, la afición, la época: todos seguimos aún aquí, con la eterna pregunta de qué sería de nuestro paradigma actual si este toro Bastonito hubiera regado su sangre en la cabaña brava, en su ganadería Baltasar Ibán, o en muchas casas más, rendidas a la evidencia de la suprema casta y la bravura incontestable. El tipo del toro sería distinto, y nuestros baremos para decidir la maestría, el arte, la bravura y la sinrazón, serían desde luego otros. Pero Bastonito ha muerto, su sangre se regó en el traje de Rincón como una agresión sumada a la multitud de ataques que dirigió contra el matador. Está muerto. Mas desapareció para aparecer por siempre. Es decir, por ejemplo, uno puede ir a los bares que rodean la Santamaría de Bogotá, de toda estofa social y calidad, y se estrellará entonces constantemente con esto:


Es César Rincón con el medio pecho, la suerte cargada, la mano abajo y el mando a tope para un toro que producirá a lo largo de la lidia más de 15 bestiales derrotes por el pitón derecho. Una cantidad estimable, si pensamos que además ese pitón supone uno de los más peligrosos de toda la historia de la tauromaquia. Bastonito cortaba intensamente el final de cada embestida por esa asta, lanzaba tornillazos, describía cornadas y recostaba para hincar. Ese pitón es una inteligencia de la destrucción, empujado por un toro fiero que arrea con las patas de manera felina, y cuyas banderillas sin trampa también son una corona de espinas que rayarán el rostro de Rincón. Lograr este muletazo, como en efecto fue lograda la serie, es el canto más poderoso de la época, aún hoy sin superación, y resulta ser el producto más acabado de la ética torera, como lo es toda la lidia misma de Bastonito. Así que puede ser una cerveza mala de Bavaria, o un café lo que se tenga en frente del bar, pero esta foto atrae al espectador de una manera conmovedora como incomprensible, pues lograr explicar su grandeza es difícil. En palabras blancas, el pitón derecho de Bastonito conjugaba tal peligro, que esta es de las poquísimas veces en la historia de la tauromaquia en la que el toreo por la mano derecha resulta más difícil que el toreo al natural, fundamento de toda dificultad.

Técnicamente esto es reducible: dos puyazos largos en la vara, la caballería sintiendo la furia en sus costillas de este toro empecinado; nuevamente banderillas, Rincón brinda al público de Madrid y se dispone a vivir el infierno en nueve series donde Bastonito atacará sin misericordia de principio a fin. Tuvo que sacarlo dos veces a los medios doblándose con él, intentando quebrantar con pases de castigo esta fiera escalera que se venía arriba; también al final precisó dos series de ayudados y cambiados para cerrarlo a tablas y cuadrarlo para la muerte; dos veces más tuvo que igualar al toro, de la primera saliendo con un pinchazo contrario, y de la segunda saliendo despedido por los cielos tras cobrar la estocada entera que inauguró unos 14 segundos eternos donde el torero quedó a merced del toro, que le tiraba cornadas y patadas con la desesperación de un animal recién salido de toriles. De todo esto resulta superior la tercera serie, la de la mano derecha, donde Rincón logra ligar cuatro muletazos con el toro crudo, con ese pitón homicida, presentando la muleta adelante y rematando atrás la cadena de muletazos bajos y templados para los que se necesita un poder que hoy se revela sobrehumano. Es lo más alto que ha llegado el toreo contemporáneo en el cumplimiento del eterno principio: torear es danzar con una muerte viva. No es de honor olvidar la séptima serie, donde Rincón logró torear -que no ligar, eso no importa, la verdad- dos naturales templados y desmayados; liga el de pecho, desde luego por el pitón cambiado, ese cuchillo derecho dirigido para cazar y que logra trenzar los muslos del torero y enviarlo a tierra para cazarlo. Bajo esta perspectiva, la siguiente foto de François Buschet, tiene la particularidad de demostrar más torería que cualquier foto de cualquier muletazo en otro registro, si es necesario decirlo, contemporáneo:


El maestro Vidal: «Embestir el toro de casta brava tan pronto plantó su pezuña en el redondel, y ya vibraba la plaza entera, reviviendo aquel estremecimiento singular y aquella emoción intensa que conformaban el ambiente habitual de las corridas de toros en todas las épocas, creando una afición numerosa, fiel y apasionada por esta fiesta exclusiva llamada del arte y del valor».

                              


La ética de la épica, hay que decirlo, es el compromiso por validar las acciones del ruedo, en la medida en que el torero también arriesga y se juega su pellejo. Como forma meramente artística, el toreo no resiste la prueba de la comprobación en una época como esta, donde la crisis moral es general como para cuestionar con histeria cualquier transgresión, y donde la superficialidad ramplona es multitudinaria. El arte no es suficiente, y en ocasiones es naïf. Lo anterior resulta más culpa de la época que del toreo. Pero cuando hay una escala moral, cuando hay una épica palpable en la dificultad del toro, y cuando este impone respeto, no hay víctimas en el ruedo. Bastonito poseía poder y no movía a bruta compasión por parte del espectador de ninguna época: infundía terror, y el héroe que le plantaba cara sus pitones, no era un victimario, sino todo lo contrario. Ambos fueron partes perfectas de un drama de poder que revive los temas fundamentales de la tragedia: aquellos seres abocados a la muerte, en el centro del día y del ruedo, luchando de manera gloriosa por hacer algo más que simplemente morir. El sentido y la desgracia. Y luego, la desgracia con sentido.


Tras aguantar con ejemplar estoicismo aquel pitón derecho, tan necesariamente mortal para la historia, Rincón señala un pinchazo y vuelve a cerrar a Bastonito. En la rectitud, y teniendo que salir por la costilla derecha, y por tanto, por el cuchillo aquel, deja la espada para ser cazado al mismo tiempo por el toro. Manolete e Islero, pero esta vez al contrario. Y he ahí precisamente la grandeza de Rincón y Bastonito, capaces ambos de sobrevivir por segundos a la más alta desgracia, conmocionando a la plaza en cada momento: el toro de pezuña dura que no se aflige en las varas y desarrolla un poder bestial, el torero que logra torearle siete muletazos en la época de la torpe ligazón; o el héroe que baja a morir por lograr un derechazo donde el hombre se imponga con un rectángulo de tela al animal más fiero del mundo, la plaza vuelta un coro en la vuelta al ruedo del toro, cuando se aclamaron sus restos mortales y se prefiguró la cerámica que lo inmortaliza como el último gran toro bravo de nuestra época. El toro anteponiendo toda resistencia a la muerte, queriendo comer al torero que lo ha estocado pasando ciegamente por ese mortal pitón derecho, fundidos ambos en un momento trágico, desesperante, patético, hermoso, sublime. Soberbio bastonazo de épica en el rostro tardo de esta época superficial, plagada de lo nunca auténtico. ¡Qué gloria más grande poder torear esta embestida, donde el arte primitivo fue más real que cualquier espejismo prefabricado con el débil y la obediencia casi anglicana del toro actual! Un Greco contra un garabato en una servilleta, un toro matado más vivo frente a la inmovilidad. La épica y brutal batalla entre Bastonito y Rincón seguirá proclamando el sentido de la tauromaquia, 20 años de tres siglos de toreo moderno: la verdad, la autenticidad, la bravura del toro y la epicidad del toreo, constituyen un principio plástico y artístico más poderoso que la preciosa mediocridad de algunas tauromaquias todas arte y solo eso; el drama es el arte donde subyace el toreo desde siempre, y necesita de un héroe, el último épico del mundo, contra la fiera más milagrosa.


                             
RINCON_BASTONITO_MADRID por burladero_es

(Un inciso al margen: es, sin más, la ética de la épica: que un hombre y una fiera de agresividad grave se trancen en una lucha mortal donde el ataque del toro se cambia por una danza con el torero. Cambiar el horror irracional de la violencia por una forma estética. Este es el principio del temple, y sobre todo de la dramaturgia de toda tragedia.  Homero decidió verter el dolor de una historia desgarradora en un vaso estético, y produjo un efecto superior al de cualquier arte profano. Desde entonces, y sobre todo tras Sófocles, las otras artes se revelaron instrumentales y acaso menores ante la poderosa evidencia de la tragedia dramática. Edípo, Antígona, Filoctetes, luego Hamlet, Fedra, Godot: la tragedia enseña la hermosura del desgarro, o mejor, de los lances desgarradores en la desgracia de los héroes, que por vía de una ética que explica sus acciones, a la postre no resultan víctimas, sino épicos seres caídos con honor ante un infortunio ciego y bello. Ese es el espíritu del toreo, y de aquel momento de sumo desgarro cuando Bastonito con la espada adentro tiraba cornadas y patadas en pos de Rincón, también caído a sus pies. Fin del inciso).
*Especial agradecimiento al gallista Pepe Morata, quien me facilitó de manera gentil la estremecedora foto que inaugura esta publicación.