Con la resaca del San Isidro, que como toda resaca es siempre una nostalgia y un arrepentimiento, nos disponemos a guardar espera hasta el 7 de julio, cuando el toro sale en la festividad de San Fermín. Si Madrid es entonces una seria radiografía de la Fiesta, Pamplona es en cambio una tregua. Se vuelve a la raíz de la tauromaquia, pero también se asiste a su modernidad, pues aunque el enfrentamiento directo y desnudo entre hombre y conúpeta es milenario y se pierde en la noche de los tiempos, San Fermín es un fenómeno de hogaño en el reloj biológico de la tauromaquia, que aparece apenas en el siglo XVI en una historia taurina con más de 17.000 años (17 milenios desde Lascaux y las primeras evidencias arqueológicas de taurolatrías y tauromaquias). Traían a los toros desde las Riberas de Navarra los pastores, desde luego a las corridas o el matadero municipal, y el pueblo moderno, también forjador del toreo a pie, moldeó esta trashumancia urbana hasta anclarla a la expresión festiva y religiosa del San Fermín. Formidable.
Con lo que la tregua consiste precisamente en recordarnos el sentido de toda tauromaquia: el enfrentamiento auténtico entre hombre y toro, sea en la lidia o en el encierro donde se corre delante o tras los astados camino a las plazas. Ambas expresiones están selladas por el peligro del astado, donde la cornada o el aplastamiento suponen un riesgo recurrente, pero al mismo tiempo la razón de ser de todo triunfo del hombre. En San Fermín, el moldeado desde el XIX con su recorrido, su voluntad de correr frente a los toros, y no tras ellos, podemos notar la autenticidad del festejo popular, puro, no contaminado por la industria, y por tanto en ocasiones más lícito que algunas corridas de toros tremendamente adulteradas. Solo hace falta recaer en su sentido: atar la lucha entre hombre y toro a una dimensión sobrenatural, en este caso la creencia religiosa y estética en San Fermín.
En la corrida, amortajada en últimas horas con las vendas cegadoras del arte prescindible, la creencia sobrenatural es cada vez más desplazada por lo habitual y lo profano: abolir el sorteo, plagiar al toro por un animal racionalizado, predeterminado, que toca su obediencia con la docilidad; el afeitado, la imposición de un discutible y único concepto de bravura: todo esto es excusable desde luego, pero en ocasiones no es nada en cuanto la pezuña del toro marca el adoquín de Estafeta, y la presencia del Toro llama un olor de multitudes que por desgracia la corrida de toros extraña año a año, progresivamente. Entonces el rito popular, el festejo popular y su autenticidad, abofetean a la madrastra taurina de la corrida.
8 de la mañana, 849 metros, las calles mojadas, el fantasma de Hemingway rebotando en todos esos ingleses con chaqueta. Los mozos, los diarios enrollados con las noticias que nadie leyó, porque aquí lo temporal ya no importa; y la cuesta de Santo Domingo, que es un camino espiritual junto a la pequeña iglesia, casi una capilla, pero al mismo tiempo una deliciosa carrera con el diablo; los mozos nuevamente, los pellejos o las botas llenas de vino agrio que sirve de refresco para los corredores. La curva de Telefónica con su profano nombre moderno, una pequeña mancha en todo el léxico espiritual, como los cabestros, los montones; más de la descomunal carrera junto a esas sombras palpitantes, mortales, con dos agujas gruesas en la frente y la voluntad de cornear, y que se descuelgan, o asumen la punta en la Plaza Consistorial, pero que siempre son uno con la multitud que corre por ellos; y luego la entrada en la plaza, que es como una iluminación, un nacimiento, desde luego mediocremente esotérico, a lo Montherlant. San Fermín, la devoción de todo taurino.
Documental Corredores de Encierros
También el link del documental Encierro haciendo clic aquí
(Los documentales son extraídos de los canales de Callejón y Tauro TV).