Ad portas de la que quizá sea la corrida que represente el punto de inflexión en la historia taurina de Madrid, el ánimo empuja a recordar.
A punto de consumarse un acto de apostasía en la que fuera la plaza más seria del mundo, el arte de los que solo pueden ante el toro de condición mórbida al fin habrá declarado su victoria. Estetas, estilistas, orfebres de bisutería, en todo caso habrán removido una piedra fundacional de la tauromaquia: la lidia de toros fieros, que mueven al miedo más fundamental y mágico antes que a la lástima.
El toro de lidia, todo patas, leña y arrobas, debe inspirar reverencia y no misericordia, pues solo la existencia de dicha fiereza hará moral e importante aquello que haga el torero en su faena. El sentimiento de piedad hacia el animal, además de una inversión de los valores humanistas, es una forma oculta de animalismo, por tanto de antitauromaquia. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es lo que interesa de la Fiesta de los Toros a los que solo ven la tauromaquia como el complejo ballet ante toros de condición mórbida? No serán los toros, naturalmente, sino una complicada concepción del arte que rompe el tabú de la muerte animal, cosa desde luego relegada a un segundo plano, que derivará con el tiempo en la corrida incruenta. De hecho, el desprecio al tercio de varas es un síntoma del incruentismo, lo mismo que la tendencia al indulto generalizado o la ausencia de alarma ante toros parados, enseñando la lengua y ofreciendo la impresión de un animal humillado. Ciertamente toda la propaganda antitaurina está compuesta por imágenes de esta clase de toros. ¿Cuándo han visto acaso a los ejemplares de la vacada de Miura adornando la ilegal propaganda de PETA? ¿A un Cuadri, enseñando su estatura, su pezuña, su hondura bestial, en la propaganda de PACMA? En cambio es propio de estos afiches, reversos de los carteles de toros, a los anovillados afeitados, sin entidad de toro, tardos de expresión fiera, acaso vomitando un chorro de sangre producto de las malas estocadas, desprecio del arte de matar al mismo tiempo que el de criar toros poderosos que jamás abren la boca, ni siquiera para morir. Es antitauromaquia, pero no podemos culpar a las asociaciones animalistas de ese enfoque amarillista sin, al mismo tiempo, señalar a los responsables de criar semejantes animales dignos de piedad y no de respeto, de culto y de tauromaquia.
Poniendo que era bueno recordar, la anterior parrafada se ha encargado de hacer unos descargos sobre el futuro. Acaso eso es una insolencia.
Nos ocupa esta vez una de las faenas más significativas de la Edad heroica del toreo. Acaecida el 4 de octubre de 1874 en la entonces nueva plaza de Madrid (predecesora de Las Ventas), marcó un auténtico varapalo en toda la temporada, siendo después de la cornada a Hermosilla el primer acontecimiento de la plaza de la Carretera de Aragón. Su repercusión podría leerse en los diarios taurinos incluso hasta el final de la temporada, llegando a reñir con la retirada voluntaria de Frascuelo para 1875 en Madrid, plaza en la que no toreó, vapuleado por un mal año en su competencia con su competidor cordobés. Hablamos, desde luego, de la mítica faena de Lagartijo a Perdigón de Laffitte.
Se ha dicho que Perdigón, un colorado, pertenecía a la vacada de Rafael Laffitte y Castro, ganadería procedente del excelentísimo señor Barbero, y conformada en 1869 con puntas de Gallardo-Cabrera, divisa blanca verde y encarnada, que luego incorpora reses jijonas, navarras y vazqueñas, cruza que sera adquirida en sus génes más gallardos en 1885 por un nombre que hará eco en los siglos de la tauromaquia: Felipe de Pablo Romero. La condición fiera de Perdigón perduró en los tercios de la lidia hasta hacer que Juan Molina, hermano de Lagartijo, tuviera a bien cometer el exceso de parear un cuarto par de banderillas luego de tocar los clarines la muerte del toro. Pero a un toro bravo el reto de los rehiletes no le conviene en exceso, pues se avisa de los recortes que le propinan para ponerlo y sacarlo y clavar, con lo que pasearlo por dicho tercio de la lidia de forma tan ostentosa es como irle poniendo moscas detrás de la oreja. Por eso antaño se consideraba ejemplar a la cuadrilla que cubría el tercio de los romeros en el menor tiempo posible; por eso, hoy chirrea tanto esos maratónicos tercios de banderillas con sus correteos insustanciales, donde cada paso de toro y atleta carecen de significado para la lidia. Perdigón pues quedaría en condición de avisado, propinando al hermano de Lagartijo una cornada en el trámite de dicho cuarto par de banderillas, con lo que el torero vería su peón familiar marcharse herido hacia la enfermería, quedando así frente al toro ofensor, con la plaza en vilo, con los corazones de todos los espectadores en un puño: ¿Cómo torearía Lagartijo al duro toro que antes había mandado a su hermano al hule de la enfermería? Con el ánimo roto precisamente en el momento que más serenidad de espíritu requiere un hombre, es decir, frente al momento de torear, Lagartijo haría esto:
O bien la impresión de un lagartijista como Peña y Goñi, habida cuenta del frascuelismo de F. Bleu:
Ambos autores desde sus orillas se detienen a narrar la emoción que produjo esta faena. Helaba la sangre, conmovía el espíritu, justificaba el sacrificio, producía belleza real, luego sacudida en sus hombros por la aparición certera de la muerte más apoteósica. La complejidad de esta maratón de emociones dramáticas producía esas reacciones descritas por Carmona y Jiménez, de personas que salían redimidas de las plazas de toros, unánimes y resplandecientes.
¡Qué gran ejemplo de cómo el arte y la épica son el camino a la tauromaquia más alta! La intensa emoción de esta faena se desprende del dramatismo ante la tragedia de la cogida, lo que explicó la importancia del toro, pero también la sangre fría de Lagartijo para sobreponerse al duro trance, actuando como el torero-héroe y no como el hombre común; y desde luego también a aquellos naturales, caracterizados por Bleu -un frascuelista- como resurrección del arte de Cayetano Sanz, primerísima referencia del toreo al natural del siglo XIX. Luego, el incomensurable espadazo que le recetó al toro, polvo mordido por una bestia poderosa, antes toreada con el toreo eterno, al mismo tiempo arte y lidia como preparación para la muerte. La faena lo posee todo para situarse ente las más grandes de la historia de la tauromaquia, pues dice que el toreo artístico también puede ser lidiador y coronarse con la suerte de matar, ejecutada con toda ortodoxia ante un toro poderoso. Se puede hacer arte taurómaco ante toros de respeto, no mórbidos y sin producir ese efecto sedante tan denunciado. ¿Qué esta tautología? Una explicación de vergüenza torera: Lagartijo prefirió torear con todo el arte posible al natural en lugar de despenar a sablazos al toro ofensor. En lugar de buscar los blandos, cosa que hubiera entendido el público, se entregó en la suerte de matar con total corrección, dejando una estocada fulminante. Hizo precisamente lo que ningún ser humano haría, excepto los toreros: épica.