El 7 de junio de 1994 fue lidiado Bastonito, el toro herrado con el número cinco de la vacada de Baltasar Ibán. Cuando hollaba la arena del coso de Las Ventas en Madrid, nadie presentía que iba a dar guerra sin cuartel hasta la muerte. De sus dos puyazos largos y bravos, sus banderillas trilladas, las 41 embestidas en la muleta donde la constante fue el terror y la pesadilla de su pitón derecho, y también de la épica que supuso para toro y torero la estocada, poco sabemos aún, 20 años después. Ahora como entonces, sus 44 arrobas destacadas para la guerra siguen siendo algo inefable (aquello que no puede ser dicho con simples palabras).
Lo simple es otra cosa: la plaza, su matador César Rincón, la afición, la época: todos seguimos aún aquí, con la eterna pregunta de qué sería de nuestro paradigma actual si este toro Bastonito hubiera regado su sangre en la cabaña brava, en su ganadería Baltasar Ibán, o en muchas casas más, rendidas a la evidencia de la suprema casta y la bravura incontestable. El tipo del toro sería distinto, y nuestros baremos para decidir la maestría, el arte, la bravura y la sinrazón, serían desde luego otros. Pero Bastonito ha muerto, su sangre se regó en el traje de Rincón como una agresión sumada a la multitud de ataques que dirigió contra el matador. Está muerto. Mas desapareció para aparecer por siempre. Es decir, por ejemplo, uno puede ir a los bares que rodean la Santamaría de Bogotá, de toda estofa social y calidad, y se estrellará entonces constantemente con esto:
Es César Rincón con el medio pecho, la suerte cargada, la mano abajo y el mando a tope para un toro que producirá a lo largo de la lidia más de 15 bestiales derrotes por el pitón derecho. Una cantidad estimable, si pensamos que además ese pitón supone uno de los más peligrosos de toda la historia de la tauromaquia. Bastonito cortaba intensamente el final de cada embestida por esa asta, lanzaba tornillazos, describía cornadas y recostaba para hincar. Ese pitón es una inteligencia de la destrucción, empujado por un toro fiero que arrea con las patas de manera felina, y cuyas banderillas sin trampa también son una corona de espinas que rayarán el rostro de Rincón. Lograr este muletazo, como en efecto fue lograda la serie, es el canto más poderoso de la época, aún hoy sin superación, y resulta ser el producto más acabado de la ética torera, como lo es toda la lidia misma de Bastonito. Así que puede ser una cerveza mala de Bavaria, o un café lo que se tenga en frente del bar, pero esta foto atrae al espectador de una manera conmovedora como incomprensible, pues lograr explicar su grandeza es difícil. En palabras blancas, el pitón derecho de Bastonito conjugaba tal peligro, que esta es de las poquísimas veces en la historia de la tauromaquia en la que el toreo por la mano derecha resulta más difícil que el toreo al natural, fundamento de toda dificultad.
Técnicamente esto es reducible: dos puyazos largos en la vara, la caballería sintiendo la furia en sus costillas de este toro empecinado; nuevamente banderillas, Rincón brinda al público de Madrid y se dispone a vivir el infierno en nueve series donde Bastonito atacará sin misericordia de principio a fin. Tuvo que sacarlo dos veces a los medios doblándose con él, intentando quebrantar con pases de castigo esta fiera escalera que se venía arriba; también al final precisó dos series de ayudados y cambiados para cerrarlo a tablas y cuadrarlo para la muerte; dos veces más tuvo que igualar al toro, de la primera saliendo con un pinchazo contrario, y de la segunda saliendo despedido por los cielos tras cobrar la estocada entera que inauguró unos 14 segundos eternos donde el torero quedó a merced del toro, que le tiraba cornadas y patadas con la desesperación de un animal recién salido de toriles. De todo esto resulta superior la tercera serie, la de la mano derecha, donde Rincón logra ligar cuatro muletazos con el toro crudo, con ese pitón homicida, presentando la muleta adelante y rematando atrás la cadena de muletazos bajos y templados para los que se necesita un poder que hoy se revela sobrehumano. Es lo más alto que ha llegado el toreo contemporáneo en el cumplimiento del eterno principio: torear es danzar con una muerte viva. No es de honor olvidar la séptima serie, donde Rincón logró torear -que no ligar, eso no importa, la verdad- dos naturales templados y desmayados; liga el de pecho, desde luego por el pitón cambiado, ese cuchillo derecho dirigido para cazar y que logra trenzar los muslos del torero y enviarlo a tierra para cazarlo. Bajo esta perspectiva, la siguiente foto de François Buschet, tiene la particularidad de demostrar más torería que cualquier foto de cualquier muletazo en otro registro, si es necesario decirlo, contemporáneo:
El maestro Vidal: «Embestir el toro de casta brava tan pronto plantó su pezuña en el redondel, y ya vibraba la plaza entera, reviviendo aquel estremecimiento singular y aquella emoción intensa que conformaban el ambiente habitual de las corridas de toros en todas las épocas, creando una afición numerosa, fiel y apasionada por esta fiesta exclusiva llamada del arte y del valor».
La ética de la épica, hay que decirlo, es el compromiso por validar las acciones del ruedo, en la medida en que el torero también arriesga y se juega su pellejo. Como forma meramente artística, el toreo no resiste la prueba de la comprobación en una época como esta, donde la crisis moral es general como para cuestionar con histeria cualquier transgresión, y donde la superficialidad ramplona es multitudinaria. El arte no es suficiente, y en ocasiones es naïf. Lo anterior resulta más culpa de la época que del toreo. Pero cuando hay una escala moral, cuando hay una épica palpable en la dificultad del toro, y cuando este impone respeto, no hay víctimas en el ruedo. Bastonito poseía poder y no movía a bruta compasión por parte del espectador de ninguna época: infundía terror, y el héroe que le plantaba cara sus pitones, no era un victimario, sino todo lo contrario. Ambos fueron partes perfectas de un drama de poder que revive los temas fundamentales de la tragedia: aquellos seres abocados a la muerte, en el centro del día y del ruedo, luchando de manera gloriosa por hacer algo más que simplemente morir. El sentido y la desgracia. Y luego, la desgracia con sentido.
Tras aguantar con ejemplar estoicismo aquel pitón derecho, tan necesariamente mortal para la historia, Rincón señala un pinchazo y vuelve a cerrar a Bastonito. En la rectitud, y teniendo que salir por la costilla derecha, y por tanto, por el cuchillo aquel, deja la espada para ser cazado al mismo tiempo por el toro. Manolete e Islero, pero esta vez al contrario. Y he ahí precisamente la grandeza de Rincón y Bastonito, capaces ambos de sobrevivir por segundos a la más alta desgracia, conmocionando a la plaza en cada momento: el toro de pezuña dura que no se aflige en las varas y desarrolla un poder bestial, el torero que logra torearle siete muletazos en la época de la torpe ligazón; o el héroe que baja a morir por lograr un derechazo donde el hombre se imponga con un rectángulo de tela al animal más fiero del mundo, la plaza vuelta un coro en la vuelta al ruedo del toro, cuando se aclamaron sus restos mortales y se prefiguró la cerámica que lo inmortaliza como el último gran toro bravo de nuestra época. El toro anteponiendo toda resistencia a la muerte, queriendo comer al torero que lo ha estocado pasando ciegamente por ese mortal pitón derecho, fundidos ambos en un momento trágico, desesperante, patético, hermoso, sublime. Soberbio bastonazo de épica en el rostro tardo de esta época superficial, plagada de lo nunca auténtico. ¡Qué gloria más grande poder torear esta embestida, donde el arte primitivo fue más real que cualquier espejismo prefabricado con el débil y la obediencia casi anglicana del toro actual! Un Greco contra un garabato en una servilleta, un toro matado más vivo frente a la inmovilidad. La épica y brutal batalla entre Bastonito y Rincón seguirá proclamando el sentido de la tauromaquia, 20 años de tres siglos de toreo moderno: la verdad, la autenticidad, la bravura del toro y la epicidad del toreo, constituyen un principio plástico y artístico más poderoso que la preciosa mediocridad de algunas tauromaquias todas arte y solo eso; el drama es el arte donde subyace el toreo desde siempre, y necesita de un héroe, el último épico del mundo, contra la fiera más milagrosa.
RINCON_BASTONITO_MADRID por burladero_es
(Un inciso al margen: es, sin más, la ética de la épica: que un hombre y una fiera de agresividad grave se trancen en una lucha mortal donde el ataque del toro se cambia por una danza con el torero. Cambiar el horror irracional de la violencia por una forma estética. Este es el principio del temple, y sobre todo de la dramaturgia de toda tragedia. Homero decidió verter el dolor de una historia desgarradora en un vaso estético, y produjo un efecto superior al de cualquier arte profano. Desde entonces, y sobre todo tras Sófocles, las otras artes se revelaron instrumentales y acaso menores ante la poderosa evidencia de la tragedia dramática. Edípo, Antígona, Filoctetes, luego Hamlet, Fedra, Godot: la tragedia enseña la hermosura del desgarro, o mejor, de los lances desgarradores en la desgracia de los héroes, que por vía de una ética que explica sus acciones, a la postre no resultan víctimas, sino épicos seres caídos con honor ante un infortunio ciego y bello. Ese es el espíritu del toreo, y de aquel momento de sumo desgarro cuando Bastonito con la espada adentro tiraba cornadas y patadas en pos de Rincón, también caído a sus pies. Fin del inciso).
*Especial agradecimiento al gallista Pepe Morata, quien me facilitó de manera gentil la estremecedora foto que inaugura esta publicación.