El presente escrito intentará indagar sobre la necesidad de establecer un equilibrio entre el poder del toro y el oficio del toreo. La no conclusión de lo anterior, equivaldría a un desbarajuste de las claves de la tauromaquia cuyas consecuencias vemos hoy en el peligro de perder castas y encastes del campo bravo, producto de infelices circunstancias ante monopolios y conceptos cerrados. Haciendo eco de las consideraciones del crítico taurino F. Bleu, y de la lidia de Morante al toro Matemáticas de la ganadería de Victorino Martín, se intentará dejar de presente una serie de consideraciones que juzgo necesarias para que el toreo goce de cierta salud interna, tan necesaria ante las arremetidas de una sociedad hostil.
1.
Lagartijista de la primera hora, y frascuelista de la última, F Bleu legó para nosotros una biblia del toreo decimonónico capaz de volver a nuestros días como una premonición. La bancarrota moral que supone perder el equilibrio entre la relevancia del toro frente al torero, fue narrada como un fresco por Bleu al asistir a la época convulsa donde el lagartijismo, facción jurada a Rafael Molina Lagartijo, fue pasto de fuego para el nacimiento del culto a la personalidad del torero (o exageración en la afición por un torero), los ísmos, y también el surgimiento de figuras que harían valer su peso mediante imposiciones de ganado, alternantes y honorarios. En el apogeo de la rivalidad de Frascuelo y Lagartijo, se dan las circunstancias para traducir el culto a la personalidad hacia otros toreros, que se declaran herederos de las escuelas. Nace El Guerra, y con él la abusiva superioridad del torero frente a un toro mermado de todos sus aspectos relevantes. Sobre lo anterior, incluso el célebre panegirísta Peña y Goñi es capaz de acertar, al condenar que su torero imponga ganaderías blandas en detrimento de la maestría que una figura debe ostentar.
Pocas épocas pueden sin embargo rivalizar con nuestra tauromaquia contemporánea en lo tocante al monopolio de las ganaderías, el monopolio de un solo encaste (monoencaste) y de determinado tipo de selección. Si bien es cierto que en todas las épocas de la tauromaquia muchas ganaderías, encastes y castas han perecido al ser apuntillados en los mataderos todas sus especies, también lo es que desde hace siglos el toreo no se veía tan hostigado por la sociedad como hoy, hecho que acentúa todos los procesos de desaparición gracias a la pérdida de espacios, fechas, plazas y capital social.
Sin desconocer todas las aristas de la situación, es innegable que las figuras del toreo contemporáneo acaparan cierta cantidad relevante de festejos en plazas de todas las categorías, lidiando un único encaste que despierta serias dudas sobre la exigencia de su lidia. No debe buscarse otro motivo para tan censurable actitud que en esto: las figuras hacen lo que quieren porque el público lo permite.
En el siglo XIX Lagartijo disputó con Frascuelo una época de esplendor y variedad ya no de encastes, sino de castas. Más de lo mitad de lo lidiado en la mayoría de temporadas de ambas figuras, se inscribía en la llamada cabaña de Colmenar Viejo, que encerraba a las ganaderías más duras de la época, incluyendo a la muy andaluza de Miura por descontado. ¿Pero acaso, debemos preguntar de inmediato, no era cierto que en esa época ambos toreros ya tenían sus facciones de partidarios furibundos, dispuestos incluso a pelear en la plaza por sus toreros? ¿Y no hemos dicho que el monopolio o monoencaste es una actitud que existe en virtud al culto a los toreros, con lo que sus públicos le permiten todos los excesos?
2.
En la página 73 de su obra Antes y después del Guerra, F Bleu narra la historia inmortal del toro Perdigón, la cornada al hermano de Lagartijo, y lo sucedido en la lidia del toro, perfecta para los cánones de la época. De la aludida obra extraeré el resto de citas de este escrito:
«A esta época de triunfos pertenece la asombrosa faena empleada con el toro Perdigón, de Laffite, corrido en cuarto lugar el 4 de octubre.
Juan, el segundo de los Molina, entró a parearle de últimas, y al clavar los palos al relance salió cogido y fue volteado y corneado aparatosamente. Puede que aún no hubiese abandonado el redondel el torero lastimado en brazos de los monosabios, cuando Rafael, en medio minuto, en mucho menos tiempo del que se tarda en referirlo, pendientes de él 13.000 almas dominadas por la emoción, llegaba hasta la respetable cara del de Laffite, engendraba y remataba tres pases naturales, tres solos, pero como pudiera soñarlos el mismo Cayetano [Sanz], y enterraba toda la espada en lo más alto del morillo de Perdigón. Y en el preciso momento en el que el toro caía como masa inerte desdeñando el remate de puntilla, Lagartijo, sin abandonar la muleta de la mano izquierda, entró jadeante de impaciencia en la enfermería para enterarse del estado de su hermano.
... He aquí el tipo de las faenas de los matadores de entonces. Faenas que helaban la sangre, que transmitían al público escalofríos de emoción, y que se recordaban admirablemente años y años. ¡Oh tiempos de toreo trágico, en que Lagartijo y Frascuelo se entregaban con alma y vida, con intereses, con ahorros y con capital, a los azares peligrosos de una profesión que ejercían, nunca como industriales, sino como aficionados y como entusiastas!
En esa clase de faenas, que los contemporáneos de los dos maestros recuerdan por centenares, se interesaba, más que la vista, el corazón del espectador; mejor que divertir, asombraban y sobrecogían; el aplauso no era bastante para exteriorizar el efecto que se experimentaba, porque ante las hazañas que daban completa sensación de la dificultad y del peligro de muerte, vencidos, rugía el pueblo y se congestionaba.
Por otra parte, la figura hercúlea y musculosa de los lidiadores respondía, lógicamente, a su ejercicio profesional: eran atletas forzudos y no alfeñiques desmedrados; usaban alías hombrunos y no remoquetes infantiles terminados en -illo o -ito o en etc.
Así era el toreo de antaño y así debe y tiene que ser, a juicio de los que nunca le consideraremos como resolución de un problema de habilidad sin mezcla de riesgo personal, o como un concurso o torneo de actitudes plásticas».
El texto de Bleu continúa (puede leerse aquí) hablando de la verdadera sensación que produce la confluencia del Toro y del Maestro: una capaz de helar la sangre y encender el alma. La tauromaquia debe aspirar a eso, o de lo contrario, significar cualquier parapeto vetusto de arte, reproducido de manera incesante e insensata hasta que deje de poseer un sentido, pues la estética taurina de una época siempre caduca. Como es fácil observar, lo que el aficionado busca del maestro es que no haya aquel banderillero hermano caído en las astas, sino que el matador y su Perdigón sean una regla mínima de la tauromaquia.
3.
Lo que cabe fuera de toda duda, es que el culto a la personalidad de los toreros es el inicio del incontenible poder de los mismos para imponer las condiciones de su agrado para el ejercicio de la tauromaquia. Al respecto, y en lo sucesivo de las páginas 187 y 188, F. Bleu señala que «La exageración inadmisible de ese romanticismo» produjo en Lagartijo un periodo de relajamiento y decadencia que a la postre le hizo perder la batalla histórica contra Frascuelo. Sigue F. Bleu: «La casi completa adhesión del público le perdonaba cien cosas detestables por una buena», lo que equivale a afirmar que la decadencia de un torero guarda una relación con la cantidad de fanáticos que comulguen en su parroquia. Más allá de la trágica comedia que se forma cuando la esperanzadora carrera de un torero se convierte en un espantajo (Juli, Morante, Tomás, Ordóñez, Aparicio, Pastor, Gordito, etc. per omnes versus), tal trágica comedia debería tener sin cuidado al aficionado de no ser porque hoy, y solo hoy, impacta directamente en la salud de la cabaña brava. En otras palabras, el culto a Morante o El Juli, es el responsable de la muerte de las ganaderías de bravos en el siglo XXI, cosa que espero se me permita argumentar a continuación.
Como ha quedado dicho en la entrada sobre el monoencaste, las figuras del toreo contemporáneo acaparan más de la mitad de los festejos en plazas de primera y segunda categoría en Europa, imponiendo para su actuación un solo tipo de encaste, o mejor, de selección dentro de un solo encaste (ya que no lidian Marqués de Domecq, por ejemplo). Tras ellos, hay una fuerza social de románticos en su legítimo derecho a aficionarse a sus matadores, pero también la ambientación de la imposición del encaste en detrimento del resto de sangres y ganaderías. Cuando la burbuja de festejos empezó a decaer tras el luminoso 2007, los espacios para lidiar cayeron dramáticamente hasta el punto de casi reducirse a la mitad en menos de cinco años. Por desgracia, ante menos espacio, y la permanencia de la imposición del único encaste patrocinada por una afición poco exigente, se ha tenido que extender la alarma por la puesta en peligro de casi todas las sangres y casas ajenas al Domecq de las figuras.Sin lidia, no hay recursos posibles para la crianza. Sin recursos ni crianza, la ganadería va al matadero por quiebra. Sin una afición seria y crítica, la figura tiene el campo libre para que el culto a ella tome la forma de una tauromaquia prefabricada en casi todo.
El 99.9% de toros de Domecq que componen la baraja de un torero como El Juli, viene a representar la indignidad frente al suceso de la muerte de los Coquillas de Mariano Cifuentes o Sánchez Fábres en la oscuridad de los mataderos. Hay una innegable relación estructural entre un hecho y otro. La mistificación de la figura, además, siempre coincide con el eclipsarse del toro, por lo que el desprecio a la lidia de otros encastes, es más una expresión general que particular: el toro ha dejado de ser el protagonista. Se rinde culto indebido al hombre, y no al dios.
4.
Lo anteriormente expuesto sobre el patente peligro de extinción de muchas expresiones de la bravura, solo viene a reforzar la idea de que la queja del monoencaste de las figuras es una queja ética. Además del abominable riesgo de perder la riqueza genética del campo bravo, (mientras al mismo tiempo se reivindica con un doble discurso el importe de Patrimonio Cultural de la tauromaquia), se tiene que pensar sobre algunas preguntas. Que las figuras se nieguen a lidiar ciertos encastes, refrendados en el culto a la personalidad que las masas le rinden a los toreros, ¿no habla del poco amor propio, de la ausencia de vergüenza torera, y del poco calado real de algunas tauromaquias incapaces de contrastarse con ciertas embestidas? Si el Lagartijo venido a menos pero siempre adulado por su cohorte de seguidores tuvo la maestría de hacer una faena de época ante el serio Perdigón, no fue por otra cosa más que por ver a su hermano caer ante las astas de dicho toro. Se activó su amor propio en un registro que no era el del culto de los fanáticos (morantismo, julismo, manzanarismo, para hablar del mass media actual), sino el de la vergüenza torera, el ego del matador, la torería real y la sangre taurina. Salió a invocar los naturales de Cayetano Sanz al sentirse torero, no divo. Salió a matar sin el condenado tranquillo del paso atrás en el volapié al sentirse matador de Toros, no centro de culto de un romanticismo mal entendido, por el que se le permiten todas las ventajas.
Antes de terminar este escrito pensando sobre la faena de Morante al toro Matemáticas, juzgo necesario aclarar ciertas respuestas para quienes le rinden culto a algunos toreros cuando uno pregunta sobre el monoencaste, la elección de tipos, la variedad de encastes y demás arandelas del tema.
Que los maestros tienen un cierto deber histórico de contrastar su maestría con los toros más difíciles, es algo propio hasta de cualquier actividad humana. Solo en la mediocre mentalidad de algunos puede albergarse la no muy inteligente idea de que "las figuras no tienen nada que demostrar". Los toreros deben ser conscientes de la delicada situación social que atraviesa el toreo, y tirar del carro a todos los niveles, incluso garantizando la salud y equilibrio de la cabaña brava. Entonces de inmediato seguirá la queja: que los maestros han ganado su puesto en la comodidad, son tan fuertes que pueden elegir, e incluso aquellos toros exigidos por el aficionado no permiten el toreo estético, como si Curro Díaz nunca hubiera hecho una faena de arte a un Cuadri en Madrid, o Morante nunca hubiera expresado su mejor y más real toreo de capa ante un Victorino Martín en Sevilla. Que estas figuras solo matan lo que embiste porque necesitan mínimos de garantía, como si el año que viene tuvieran comprada la camada de La Quinta, Ana Romero o Baltasar Ibán. Luego saldrá la exposición de las heridas y la sangre de la figura cada vez que un Domecq logra pegar la cornada, cuando lo que se ignora es que el reclamo de la variedad de encastes no encubre un soterrado deseo por ver corneadas o en fuga a las figuras. Se es consciente de que todos los toros dan cornadas, porque no saben hacer otra cosa. Se sabe que Antonio Bienvenida murió por la embestida de una mínima becerra, y que en mor de ello todo animal de lidia entraña un riesgo real. Cuando el aficionado sueña con ver a Manzanares con un Juan Luis Fraile, no presume una carnicería. Quiere ver que el maestro sea capaz de hacer su tauromaquia, resolviendo las particularidades y complicaciones de todos los encastes y embestidas. ¿Quién no supone un goce estético al imaginar que la supuesta suficiencia lidiadora de El Juli hallaría un gran enemigo en algún arisco Saltillo de Zaballos? La dificultad del toro vendría a probar la magnitud real de las tauromaquias de todos. Sin toro, no sería posible la existencia del pase natural, por ejemplo; de ahí que sea el toro la medida de la importancia del pase natural en un registro tan o más importante que la estética misma del pase.
Sobre la página 190 de su obra, F Bleu enunciará la idea del aficionado: «Para mí y para muchos, el mayor encanto de las fiestas de toros descansa principalmente en los momentos difíciles e inesperados que hay que resolver por medio de inspiración súbita.»
Para efectos de la reflexión que se ha intentado hacer en el presente escrito, lo más conveniente es cerrar con el video de esta faena: la Francia torista de la afición, los bastiones, la exigencia y la lidia pura, hace que una plaza que no alberga ni la mitad de asistencia que las más grandes plazas europeas y americanas, sea capaz de doblegar la mentalidad de la figura: Morante resulta lidiando toros de Victorino Martín en pleno 2013, lo que más que hablar bien del torero mismo, habla bien de la afición de Dax. Por el chiquero sale entonces el toro Matemáticas, serio de estampa y de comportamiento. El toro hace una brava pelea en varas, instaura el terror en banderillas, y se engalla en la plaza como amo de la situación. Morante, lejos de todas las centrales de cursilería que le rinden culto por los países hispanos, se ve encerrado en el ruedo con semejante alimaña infumable por el izquierdo y que pide guerra por el derecho. Es el hombre y el destino, pero antes de los dos está EL TORO. La lidia será la guerra de Morante por intentar imponer su concepto ante semejante animal. ¿Lo logrará?, o mejor: ¿Lo hubiera logrado con mayor rotundidad de no existir el morantismo?
«Factor principal de las fiestas de toros: el toro. Lo demás es secundario. Con ganado bueno y toreros malos, hay corrida posible y hasta interesante; con los elementos invertidos, no la concibo.»
página 199.
«Y lo que yo he querido dejar de manifiesto es que en la fiesta nacional el toro es la obra y el torero el intérprete. Sin desvirtuar lo esencial, no puede permitirse que el toro se supedite al torero.
Por eso fui lagartijista de la primera hora y frascuelista de la última. Para aquellos toreros fue el toro la razón suprema del espectáculo. No les cegó su calidad y su influencia de intérpretes famosos para colarse delante de la obra y eclipsarla. Pocas veces se pregunta en su tiempo «¿Quién torea?», sino únicamente «¿Qué toreros se lidian?».
página 373
F. Bleu, Antes y después del Guerra (Medio siglo de toreo)