lunes, 10 de agosto de 2015

Rafael El Gallo en Bogotá




No pude evitar presentar a los lectores del blog esta anécdota consignada por Alfredo Iriarte en su maravilloso libro Toros, de Altamira y Lascaux a las arenas colombianas. Para una afición que pasaba de la capea tumultuosa del siglo XIX al esplendor del arte taurino en tan solo cinco años, la figura supersticiosa del torero artista depararía amargas sorpresas. Mientras su hermano años antes consolidaba el visionario plan para dotar de plazas monumentales a la creciente afición hispánica, Rafael El Gallo provocaba la destrucción de la única plaza de toros con la que disponía la gélida Bogotá de inicios de siglo. Nada mejor que vivir este recuerdo en el excelente castellano del maestro Iriarte. En todo caso, Rafael obsequiaría a la afición bogotana con un regalo imperecedero: el haber tentado casi mil reses traídas de los llanos, cuneras y criollas, que servirían de vientres para la cubrición con los sementales ibarreños y veragüeños  traídos por los Sanz de Santamaría en los años siguientes. Tal cruce fundaría nuestra cabaña brava tal como la conocemos hoy día. Para un poco laborioso Rafael, la empresa de tentar lotes gigantes bajo la niebla cortante de Cundinamarca es quizá la refutación más conmovedora y preciosa sobre su supuesta pereza.

RAFAEL EL GALLO EN BOGOTÁ

Poco después [de 1920] llegó a Bogotá un auténtico "peso completo" de la tauromaquia: el famoso Rafael Gómez "El Gallo", ampliamente conocido en todo el mundo de los toros además de por su pericia y maestría, por sus manías, supersticiones y arbitrariedades. Y se dio la coincidencia de que al tiempo con "El Gallo", visitó a Bogotá el célebre tenor italiano Titta Ruffo para una corta temporada en el Teatro Colón. Hubo, por supuesto, alborozo en esta ciudad tediosa y conventual por la coincidencia de estos dos magnos acontecimientos. El miércoles haría su aparición Titta Ruffo en el Colón con Rigoletto y el domingo siguiente "El Gallo" se encerraría en el Circo de San Diego con seis tremendos ejemplares criollos. Bogotá hervía de emoción puesto que la mayoría de aficionados a la ópera eran a la vez grandes taurófilos.
Teatro Colón de Bogotá, epicentro de la vida cultural republicana
Llegó el miércoles. El espectáculo de palcos y platea era imponente en el Colón con las níveas percheras de los fracs y los descotes, collares, diademas y anillos de la concurrencia femenina. Llegada la hora, se alzó el telón y sonó en todo el teatro un murmullo de desconcierto y estupor. No sonó obertura alguna y el proscenio estaba desnudo de la fastuosa escenografía que todos esperaban. Solo apareció el empresario, un italiano ataviado de gala, que con voz grave y solemne se dirigió al público para hacerle saber que, a causa de una laringitis aguda, el Maestro no podría cantar esa noche, pero que la empresa les comunicaría oportunamente la fecha en que el divo, ya repuesto de su dolencia, los deleitaría con las maravillas de su voz. Hubo expresiones de descontento y finalmente surgió un conductor de masas que convocó a la concurrencia para desfilar por la Carrera Séptima hasta el hotel en que se alejaba el tenor para comprobar la veracidad de la información. Y fue así como la principal arteria bogotana presenció el más elegante desfile de su historia que avanzaba en orden con el más insólito de los propósitos. Llegada la aristocrática muchedumbre ante el hotel, el adalid exigió con voz sonora que saliera Titta Ruffo al balcón para verificar la evidencia de su afonía. Por supuesto, el médico que lo atendía salió en su lugar y explicó a los manifestantes que si el cantante salía a exponerse al helaje bogotano, se quedaría sin voz para el resto de su vida. Que conservaran la calma y la seguridad de que no perderían sus boletas. Ya apaciguados, los fervientes melómanos desfilaron hacia sus casas.

Y llegó el domingo. Un sol esplendoroso y San Diego lleno hasta reventar. Lo que no sabemos es cuántos de los ansiosos espectadores de ese día sabían que "El Gallo" era un supersticioso compulsivo e irreductible que otorgaba fe ciega a las más extravagantes supercherías, con la condición de que si cualquiera de ellas se hacía patente antes de la corrida, Rafael Gómez se negaba a torear, así cayera sobre él la ira divina. Y fueron ese día tan malaventurados los bogotanos, que cuando el diestro ya se había cubierto con el traje de luces y se disponía a partir hacia San Diego, se asomó a una ventana de su habitación y desde allí divisó el paso de un negro cortejo fúnebre que se desplazaba por la Carrera Séptima hacia el Cementerio Central, encabezado por uno de aquellos inolvidables carruajes de cristales biselados, grandes airones negros, auriga luctuoso y caballos igualmente exornados con penachos de luto. "El Gallo" quedó fuera de sí. Toparse con un desfile mortuorio era para el torero el más siniestro de los presagios. Se vio corneado, desventrado, muerto. Enloquecido, echó mano de la espada y estoqueó las ventanas. Cuando recobró algo de sosiego, advirtió que, ante tan funesta señal, no torearía aunque lo mataran. Los enfurecidos taurófilos desentablaron el circo mostrando esa vez una vesania mucho más feroz que en las anteriores, en tanto que la Policía, en una medida de elemental precaución, montaba guardia en el hotel en que Titta Ruffo convalecía de la laringitis y "El Gallo" de su pataleta. Sin embargo, el final de esta serie de insucesos fue feliz. Y el domingo siguiente no hubo que sepultar a ningún bogotano y todos los gatos negros huyeron de la ruta de "El Gallo", debido a lo cual el diestro pudo encerrarse a gusto con sus seis astados y salir del circo, ya nuevamente entablado, en hombros de los taurófilos y blandiendo manojos de orejas y claveles. Y el remate de toda esta pintoresca cadena de episodios corrió por cuenta del incomparable y bogotanísimo Federico Rivas Aldana, "Fray Lejón", quien lo narró en unos versos llenos de gracia y humor que terminaban así:

Si Titta Ruffo toreara
otro Gallo nos cantara.


Alfredo Iriarte
Rafael El Gallo, haciendo el paseíllo en el Circo de San Diego, predecesor de la Plaza de Toros de Santamaría.

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En el año 1988 Maníli abría la puerta grande de Las Ventas de Madrid en la corrida de Miura. También nacía yo. Amante de la tauromaquia, el cine, la literatura y el rock. Sigo con obstinada fe la certera evidencia de la frase de Lorca: "Creo que los Toros es la Fiesta más culta que hay en el mundo".