domingo, 30 de julio de 2017

Corrida de la Independencia 2017 - Juan de Colombia




PEQUEÑO PRELUDIO PRESCINDIBLE

Nueve días después del primer grito de Independencia, dígase el 29 de julio de 1810, la turbulencia política había bajado en Santa Fe de tal forma que los próceres y republicanos pudieron sentar cabeza para celebrar su intento de emancipación del ahora desaparecido Imperio español. Como reseñan todos los antiguos, lo hicieron con una corrida de toros precedida de un bando. La tradición, irreverente como cualquier costumbre, se mantuvo en Bogotá hasta la aparición de la Santamaría y sus temporadas sincronizadas con el invierno europeo. Dejábamos de ser independientes (por ejemplo, las corridas de Rafael El Gallo en Bogotá sucedieron en meses como julio) para ser el patio trasero de las figuras españolas de ayer, hoy y siempre.

Si bien la costumbre se mantuvo en varios puntos de Colombia, siendo el de Sogamoso el de más renombre hasta el día de hoy, la Corrida de la Independencia había desaparecido de Bogotá por más de 80 años. Este cuadro de un torero Antonio Nariño, acuarela de Acevedo Bernal que preside el Jockey Club en la capital, fue la primera revelación para hacer realidad esto.

Y se hizo.



Se anunciaron 6 toros 6 de Mondoñedo para Rafaelillo, Manuel Libardo y Juan de Castilla en la plaza de toros de Puente Piedra, sabana de Bogotá. El coso registró un lleno en sus tendidos y una emoción desbordada poco vista en mi lento recorrido por las plazas de toros de este terruño. El festejo hubo de retrasarse media hora ante la enorme fila de personas y carros que hacían esfuerzo para llegar a las localidades.

La corrida de Mondoñedo, como se acostumbra en América, fue una escalera, teniendo dos ejemplares bastante alejados de lo que se esperaba. Ambos resultaron en el lote de Rafaelillo, siendo el segundo un animal impresentable de cara, sospechoso de cuerna y escurrido.

El maestro murciano, que despertó toda una revolución en febrero en la Santamaría, abrió plaza con Pandereto, un negro zaíno de cinco años en el morro y que en su primera vara dejó claro lo que iba a ser la tónica de la corrida: intensidad en el caballo, complicaciones en la muleta, muerte cara y atención siempre puesta en la arena. Rafaelillo se abrió de capa con él con verónicas por bajo y bregó con suficiencia para dejarlo puesto dos veces en el caballo. Bravucón en varas el Pandereto, condición que luego ratificó doliéndose en banderillas y arreando de forma horrenda ante los cites. Al tomar la muleta, el toro conservaba cierto poder y Rafaelillo se puso a encelarlo con un torero algo periférico y muy movido, lo que en definitiva no ayudó a aplomar al toro más que por cansancio. Sin embargo, una serie de toreo de piernas a costillar contrario nos reconcilió a gran parte de la plaza con el torero, ovacionado cuando se marchaba por la espada tras dejar una serie de ese poderío antiguo que agradecimos y que solo pueden ocurrir a este lado del mar ante esta afición. Luego, inri en la espada, como toda la tarde.


Al anunciarse su segundo, el nombre de Bambuquero alcanzó a ilusionarnos, al recordar los varios toros con este nombre que han hecho leyenda en la ganadería cundinamarquesa, todos de pelo castaño y furia endemoniada en los tercios. Sin embargo, del toril salió un negro chorreado de triste estampa y pitones vulgares, cumplidor en sus dos varas y dulce en la muleta hasta hacernos preguntar si estábamos ante un santacolomeño pastueño en lugar de un Mondoñedo. Desde luego, Rafaelillo se confió con él y practicó el toreo de riñones y asentamiento que muchas veces la dureza le niega. Esta historia, en el contexto de una corrida dura, no trascendió, como es evidente.

Anotemos, sin embargo, que Rafaelillo se retiró de la plaza entre una nube de aficionados jóvenes que querían saludarlo, y que muchos le agradecieron -entre ellos quien escribe- el haber creído en esta corrida, siendo un director de lidia ejemplar y alguien capaz de traernos chispazos eternos de toreo antiguo.


Manuel Libardo, el torero de la región, se vio en primer lugar con Marichuelo, un castaño hondo, bravo en varas y correoso en las banderillas, que llegó con un buen tranco a la muleta. Al darle distancia, citando desde los medios con la muleta planchada, Libardo despertó definitivamente a la plaza con una serie que hacía presagiar lo mejor para una tarde de expectación máxima. Nada más alejado de la realidad. Libardo naufragó ante un torrente de casta que intentó complicar, dejando inédito el pitón izquierdo de un lote potable completado por Gorgojito - herrado con el 336, negro listón, con gran entidad- y unas terribles impresiones en los pases de pecho y en su forma de abrirse al entrar a matar. La vida de Marichuelo terminó con un bajonazo con derrame, de gran efecto pero de poca ética taurómaca. Poco más que reseñar, además de sus lances de capa, los mejores de la tarde.


Y he aquí que llegamos al punto central de esto: Juan de Castilla y un lote de Mondoñedo impresionante, pagador de boleta, increíble; justificación exacta de todo un esfuerzo detrás de la corrida.

El torero de Medellín había sido adjudicado con el lote más grande, siendo Fogonero, un cinqueño, chorreado en verdugo y sobrero de la corrida de Bogotá, el animal más impresionante del festejo. Al partir plaza y ser ovacionado como cuatro de sus hermanos, rematar en los burladeros y hacer correr a la peonería que intentaba fijarlo, ya circulaba en la plaza un miedo enorme ante su terrorífica seriedad. Juan de Castilla salió pálido a abrirse de capa con él, pero Fogonero lo acosó hasta los medios, a lo que el torero respondió con un oficio sorprendente para no dejarse ganar la partida por un toro que embestía con una furia que sacaba gritos en los tendidos. Fue en ese punto en el que se puso de presente que a Juan le funciona la cabeza en medio del temor, característica indispensable para ser buen torero y que no todos atesoran.

Fogonero, puesto en medio de la plaza, acudió al caballo en su primera vara provocando un espectacular derribo de Rafa Torres, quien alcanzó a agarrarse de un buen puyazo en todo lo alto que puso a la plaza en pie. En su momento, hubo catorce personas en la arena y un capote arrojado en todos los medios, mientras el toro se emplazaba y en los tendidos reinaba la confusión. Una primura. En su segunda vara, misma seriedad, misma cabeza abajo metiendo riñones ante un castigo largo.


Fogonero acosó en banderillas con similar tranco y se hizo el amo de la situación en todo el momento, recorriendo la plaza de palmo a palmo y sorteando las suertes al relance. Ya en la muleta, esperando lo peor, el toro adquirió un comportamiento realmente codicioso con la tela, además de una nobleza no exenta de respeto y una entidad que encandilaba la plaza, anotemos una vez más, por una seriedad insuperable. Juan de Castilla lo aprovechó con tandas irregulares pero emocionantes, jugándose los muslos -que se golpeaba con una mano para llamar la atención del toro- pálido al extremo pero incapaz de ceder un palmo de terreno ante el astado. Esa era la representación más exacta del valor que habíamos visto ante un Mondoñedo: el tragarle de verdad, el no dar un paso atrás, el de imponer como el animal fiero con igual fiereza del alma. Juan tuvo a los tendidos en un puño, incluso con un eterno cambio de mano que hizo retumbar la plaza. Pero como esta era seria, empezando por su presidencia, perdió las dos orejas al matar con un espadazo caído y de ejecución defectuosa. Nadie protestó por la no concesión de las dos orejas, pero la vuelta al ruedo fue clamorosa para toro y torero.

Algunas personas pidieron el indulto -excesivo- para Fogonero. Juan de Castilla  (anota Castro con razón) cortó una oreja.



En su segundo, otro cinqueño, Hoyador, negro listón, bajo y serio, Juan de Castilla salió a jugársela toda por la puerta grande. El astado fue el único que no repitió vara en todo el festejo, por una confusión entre presidencia, tendido y torero que no vale la pena aclarar. Sin embargo, en su único puyazo tuvo el común denominador de sus hermanos: seriedad, seriedad y más seriedad. En banderillas se obligó a saludar a Pineda y Garrido por sendos pares. Ya en la muleta, de Castilla aprovechó el largo tranco del toro para darle distancia y emocionar a los tendidos con series templadas, bien iniciadas con la cargazón de la suerte. Era verdad que veíamos de nuevo a un colombiano echando la pierna adelante, rematando atrás, administrando toques y alturas por dos pitones potables mientras el animal acrecía su bravura. En particular, hubo un par de naturales puros que nos hizo levantarnos de nuestros asientos con un clamor enorme. ¡Nuevamente se demostraba que se podía torear con ligazón a un Mondoñedo que sangraba hasta la pezuña por una fuerte vara! En total fueron seis series emocionantes, con la plaza bocabajo y la banda desatada, mientras el torero seguía con un rictus de valor en su cara, totalmente transfigurado en una lucha de maestro experimentado. Es decir, todo se resume en que Juan de Castilla pegó el primer y único circular que nos ha emocionado en la vida, hondísimo, toreado, con un toro embistiendo con el rabo de león enroscado, el olé fuerte y la ovación interminable.

Siendo una tarde de pésimas estocadas (un pinchazo, trasera, una caída, otro bajonazo, una media trasera y golpe de descabello, una trasera) era natural tener temor en el momento en el que Juan de Castilla se perfiló para matar con el mismo ensimismamiento con el que toreó a lo largo de la tarde, convenciéndose de su propio valor y tragando como nadie. Al irse tras el acero, empujado por todo el espíritu de la plaza, de la corrida con su historia, lanzó un grito emocionante y dejó la empuñadura puesta en la piel del toro en todo lo alto. ¡El estocadón de la vida en todo el hoyo de las agujas! Estábamos atónitos con una ejecución tan limpia, adjetivada por la persona que más sabe de espadas en el país como "una estocada perfecta". En efecto, el toro salió muerto de sus manos, que luego recibirían las dos orejas de un Mondoñedo, algo que muy pocos pueden decir en la historia de la tauromaquia americana.
 


La Corrida de la Independencia fue un ejercicio taurino hecho por 25 jóvenes (dentro de los que se incluye quien escribe), basados en el modelo de asociación francés: aportes al capital, libertad más allá del modelo empresarial tradicional  y amor por la tauromaquia sin límites. Elegimos la corrida que quisimos con los toros que adoramos. Apostamos para traer desde Europa, en plena temporada española, a un torero especialista en corridas duras, que también admiramos. Exigimos la seriedad en las varas. Investigamos nuestra historia nacional y revivimos un rito político, de hondo significado en la encrucijada actual en la tauromaquia. Todos los días, desde distintos frentes, lo dimos todo para ver los tendidos como estuvieron: llenos de jóvenes y aficionados cultos, personas venidas de todo el país bajo la promesa de la seriedad del festejo. Estas palabras solo pueden traducirse como un agradecimiento sin fin para todos los que creyeron en esto y apoyaron con la compra de sus boletas.

El festejo estuvo lleno de imágenes nuevas.

Me quedo con esta: el torero nacional hablando con el picador en el tercio de varas, mientras el peto del caballo está húmedo de sangre de una forma que solo se ve en las corridas concurso de España o en la tauromaquia francesa. Suena como a algo con poca compasión, pero en realidad es lo más apasionado de la vida: la fiereza eterna del toro bravo de lidia, luchando hasta el final contra toda dificultad, como prometimos hacerlo nosotros por la fiesta brava en Colombia.



**Todas las fotos son de Fiesta del Toro, partner y fotógrafo taurino más destacado del país.

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En el año 1988 Maníli abría la puerta grande de Las Ventas de Madrid en la corrida de Miura. También nacía yo. Amante de la tauromaquia, el cine, la literatura y el rock. Sigo con obstinada fe la certera evidencia de la frase de Lorca: "Creo que los Toros es la Fiesta más culta que hay en el mundo".