1.
La suma de la burla a la Ley y la violencia antitaurina nos arroja de nuevo a las calles a protestar. Suena sencillo, pero no lo es. Carente de una tradición contestataria, el taurino no está habituado a esta clase de acciones sociales. Le fue indiferente por siglos la protesta, pues su último precedente se remonta a casi medio milenio atrás, cuando los clérigos de Salamanca se echaran a protestar nada más y nada menos que contra el Papa Pío V y su bula antitaurina Salute Gregis. Fray Luis de León, un inveterado aficionado a los toros, ya había dado un primer paso levantando su voz de protesta contra el innombrable pontífice. ¡Un fraile, contra su máxima autoridad espiritual! Y no solo ello: también los clérigos burlaban la bula que les prohibía torear o asistir a corridas, con ardides tan valientes como disfrazarse de mujeres, o de simples labriegos laicos. Con la inquisición rondando por allí, nadie dudaría de llamarles toreros por su valentía y honor, y por su afición. Pero ese espíritu ha estado dormido por siglos, máxime hoy, justamente en el momento en que no es prudente seguir ajenos y con tesis tan nimias como "la fiesta se defiende sola", "la fiesta se defiende asistiendo a las plazas" o "protestar no sirve para nada". En nuestro caso, las dos primeras se revelan inexactas, pues asistir a una plaza es solo eso: asistir a una plaza, y seguido, este acto, como la fiesta misma, ya no goza de la suficiente fuerza social como para defender al toreo por mera inercia. Ni el toreo se defiende solo, ni basta con abarrotar los cosos. Hoy hace falta algo más que llenar las plazas, pues hay bárbaros en las puertas, atacando sin obtener respuesta, por lo que avanzan. Y lo tercero, porque las vías de hecho y de protesta social sí funcionan, como demostró la huelga de hambre de los novilleros, cuya trascendencia social y mediática puso el tema taurino nuevamente sobre el tapete, lo que propició la sentencia.
Es difícil argumentar sobre el vacío a propósito de la necesidad de marchar, protestar, hacer plantones, defender en redes sociales y hacer activismo. Incluso quisiera ser lo suficientemente elocuente como para poder explicarlo, pero mejor es el ejemplo. En Bogotá seguiremos dando los primeros pasos, esperando la reproducción del ejemplo allí donde quiera que la Fiesta esté en peligro. Aquí hemos invocado la unidad de todos los sectores para ser una sola voz contra la antitauromaquia y la persecución. El próximo 12 de noviembre, a la hora en que sonaba el clarín con puntualidad taurina, estaremos reunidos en el portón mayor de la Santamaría reivindicando nuestra libertad cultural y exigiendo el cese de la estúpida persecución en nuestra contra. Seremos uno para pedir al Congreso que avale la Ley que declara a la tauromaquia como Patrimonio Cultural Inmaterial del pueblo de Colombia, como en efecto lo es a la luz de la más estricta antropología y legalidad. Con las figuras, con los toristas, con los ganaderos y los banderilleros, y con la afición en general y los toreros y los novilleros, las 34 peñas y clubes taurinos de Bogotá, los picadores y los monosabios de la plaza, y con todo aquel que desee sumarse al inicio: resistiremos.
2.
Con qué asco se mira los acontecimientos. Hay que ser un poco duro de boca para describirlo todo.
Para empezar, lo que hace el alcalde Petro para incumplir la ley es un agravio imperdonable. La Corte Constitucional lo conminó a deponer sus ánimos prohibicionistas, y permitir correr toros en la plaza. Invocó para ello varios principios: la conservación del patrimonio cultural, la ilegalidad de la censura, el derecho al trabajo, al libre desarrollo de la personalidad, y el bloque de constitucionalidad que a través de seis sentencias y la exequibilidad de una Ley de la república, avalan la actividad taurina en Colombia. Este laberinto de lenguaje jurídico desde luego tiene sin cuidado al alcalde y a los antitaurinos, a los que le da lo mismo violar la ley como desconocerla. Mientras algunos patinan en la definición de la cultura sin siquiera haber abierto en sus caras vidas un libro de antropología o de ciencia social, otros se distraen prodigando piedras, cuchilladas, o aspersiones de gas pimienta a los novilleros en huelga: ambos casos son una misma expresión de la barbarie, la real. La antitauromaquia bogotana se está convirtiendo cada tanto en una general definición de la ilegalidad y la indecencia. Allí tenemos al disléxico que colecciona ballestas, y que explicó su animalismo abandonando decenas de perros en un lote cercano a Choachi; a la crespa que se plancha el pelo y calla sobre las riñas de gallos por el tintineo del contrato que le dio el alcalde -acaso protegiendo el negocio familiar-, y finalmente a la inefable que cultiva con fe el derecho pero le da igual injuriar a los magistrados de la Corte, en un soliviantado irrespeto propio de quien odia a la ley y las instituciones. Esto por hablar de los "importantes", aunque se vuelvan bastante insignificantes cuando pelean por las sobras del negocio, y lo mismo les vale echar tierra con infamias al toreo que echar tierra a sus colegas, un día atacando al referendo, otro endiosando la consulta, y otro negando todo, según convenga. Pero hay que pasar por los aún más insignificantes: los pícaros, los violentos ramplones, los de la vitola de la adolescencia per se antitaurina, y también lela y pelmaza; hay que seguir de largo por los brutos de boca y pesados de mano, los ignorantes, los despreciables que reproducen el nazismo; de largo sobre los que creen saberlo todo sobre la tauromaquia por haber visto un vídeo antitaurino (!), los que no saben nada de la cultura ni el arte, pero tienen el poder de definir y negar; y luego la tropilla de los que solo usan el antitoreo para hacer mutis sobre su propia consciencia, y que saben tan poco hasta de antitauromaquia que le es difícil odiar. Bastante crudo esto, quizá para que el novel filósofo animalista levante la ceja, él, también encerrado en su onanismo sin entender que las tesis animalistas nunca, léase de nuevo, nunca serán abrazadas por la sociedad, y que este momento que atraviesan por Petro está incluso regado por cientos de goteos semanales de la sangre de aquellos gallos de pelea, por los que ciertamente nunca hacen o dicen nada. Nada. Porque nada son sus berreos si antes no anteponen una serie de cosas: respeto y sometimiento a la ley, honestidad para no faltar a la ética en su lucha, y el reconocimiento de los derechos humanos, donde se incluye el de la cultura, y con esto la imposibilidad de segregar, perseguir, hostigar, insultar, injuriar, incordiar o asesinar al humano con una cultura diferente. En lugar de esto lo que hay es un humillante (para ellos mismos) panfleto donde se amenaza de muerte a los novilleros en huelga.
Sí. Es bastante insignificante todo, pero también mueve a asco. Porque en algún momento la historia se tendrá que mostrarlos a todos como lo que son: ciudadanos jugando al antropólogo, al psicólogo, al político, mientras en realidad sus expresiones largas comprenden un rango que va desde la calumnia vil y la ignorancia fundamental hasta la cuchillada que le dieron la última vez al aficionado, cuando atacaron en gavilla el campamento donde los novilleros adelantan su huelga. ¡Y se creen una expresión del progreso moral, consciencia del tiempo y de la sociedad! Tamaño atrevimiento...
Hasta aquí el texto es un libelo furioso.