sábado, 23 de noviembre de 2013



Matar al toro de lidia no es un asunto insignificante. Ni ética, ni técnica, ni antropológicamente es un acto vacuo. La estocada, cuando se hace bien, es el momento de mayor exigencia técnica y ética dentro del rito de la corrida de toros, entre otras cosas porque es su razón de ser.

La corrida de toros es la manifestación moderna de una taurolatría que los estudiosos han perseguido hasta la noche de los tiempos, esto es, se concede un carácter constante en la humanidad a su disposición de relacionarse con el toro, enfrentarlo, y sacrificarlo: por eso puede hallarse una expresión moderna del fenómeno, que conocemos como corrida de toros.  El toreo moderno nace al mismo tiempo que la industria de la producción de carne, y mientras el primero ha ido afinando sus formas y sensibilidad, la industria en cambio ha derivado en representaciones inaceptables del horror contra los animales, que aun ocultas de los ojos de las sociedades, están allí.  La muerte ritual del toro en el ruedo, es entonces lo contrario a la muerte del mismo toro en un matadero: a la luminosidad del ruedo, el riesgo de enfrentar los pitones y la moralidad que se desprende de esto, se contrapone la oscuridad industrial y oculta, la indefensión total de la res y la ausencia de cualquier moralidad en el matadero.

La mejor manera de introducir entonces al aspecto ritual de la estocada, es recayendo en el agravio comparativo con el matadero: la sociedad debe entender que son hechos distintos, abiertamente distintos, pero que a la vez demuestran que el humano posmoderno sigue sacrificando animales, y que cada muerte animal posee un significado en las sociedades modernas. Cuando un antitaurino carnívoro defiende su dieta, suele equivocarse al asegurar que "una cosa es matar por necesidad, y otra por diversión". Los términos de la fórmula son imprecisos: ni la carne es necesaria para sostener una dieta, ni el toreo es, en ningún caso, una diversión, pues su naturaleza es ritual, y es tan seria que involucra la vida y la muerte real de dos seres, y su trasfondo dramático y ceremonial. Lo que motiva la industria de la carne no es su necesidad, pues la carne se puede reemplazar por una dieta vegana; lo que motiva su uso es el hábito, el sabor de las presas, el placer que se desprende de su consumación, y la libertad que el humano se arroga. La misma libertad que el humano enarbola para sostener su dieta, es la que asiste al taurino para correr toros según los rituales de su propia cultura. Sin embargo  la cultura, a diferencia de una dieta, es irremplazable. Para un humano, cualquiera sea su condición, es más importante tener una cultura de identidad que comer carne. Por eso, lo correcto sería entender en la queja antitaurina que lo necesario es la cultura, y lo divertido (por su raíz de divergir) es creer que la carne es una dieta necesaria. La muerte ritual del toro es un asunto cultural más significativo que una hamburguesa.


Superado el antitaurino carnívoro, todo adquiere un cariz irremediable cuando nos topamos con el vegano, quien sostiene en sus teorías más lógicas que no hay un solo argumento para que el ser humano considere a un solo animal no humano como de su propiedad: de allí se desprendería que cualquier transgresión al animal es inmoral: no es su capacidad para sufrir (pues no creemos en el sensocentrismo), es su uso como objeto. Aceptar este principio derivaría en la extinción de todas las mascotas, razonamiento lógico defendido por Francione. Notamos no pocas dificultades en aceptar un enfoque como el anterior, por ambiguo e impracticable. Sin embargo, la tauromaquia no es la institución de la propiedad del toro como una mercancía: es la reivindicación total de su animalidad, de su combatividad, de su fiereza, y de la libertad de sus movimientos y deseos para luchar y morir en franca lid. El toro en el ruedo no es una propiedad, es un dios (en el sentido no numinoso del término), tiene nombre, familia, rasgos, y defiende su libertad y su animalidad expresándola mediante la lucha. El toro que no lucha, es devuelto a los corrales, porque sin embestida no puede haber tauromaquia. Luchar, lo decía Bataille, es el primer acto después de la libertad, no de la propiedad. Al toro no se le obliga a luchar al verse acorralado, pues hay faenas a campo abierto a espacio ilimitado, y también toros que, ya fue señalado, sencillamente no luchan. Al matador le compete entonces someterse al mismo juego ritual del toro: el de transfigurar una lucha en un arte dramático, exponiendo su humanidad a la cornada en tres episodios, llamados tercios. Ese principio de exposición plantea una moralidad: que el toro tiene un estatus al que solo se le puede oponer la lucha caballerezca, lo que implica aceptarlo como un rival-dios honorable, al que hay que hacerle las cosas de frente, dándole importancia a su ataque exponiéndose a él, y respetando su condición. Los lances de capa y los pases de muleta, son prueba de la veneración al enemigo: se danza con él, dándole por lo menos 100 oportunidades para que el torero sufra una cornada. Si no ocurre, es porque el torero posee una técnica que de fallar un centímetro o un segundo, deriva en la cornada, pero también anula la posibilidad de torear (aunque hay muchos casos de toreros que tras la cornada, siguen toreando con valor), y fundamentalmente la posibilidad de sacrificar ritualmente al toro.


El ritual  sacrificial, dice la antropología,  es la muerte sacra de un ser sagrado para una determinada cultura, fórmula esta donde una perdonable cacofonía no excluye de realidad a la aseveración.  La clase de mentalidad que sustenta el ritual no es la del sadismo. El taurino no permitiría que el toro muriese sin que de la muerte del animal se hiciese una ceremonia, un arte de exposición y una muerte moral. El taurino no persigue el dolor ni la satisfacción desde el mismo, pues se podría realizar una carnicería sin exposición para el torero, y la muerte del toro sería cualquier cosa hecha sin ánimo de establecer una moralidad de ella. No ocurre así, pese a que la propaganda antitaurina mienta lo contrario. Se puede argumentar de manera convincente que los taurinos de Portugal, país donde no existe la muerte ritual del toro, no luchan por la obtención de un inexistente sadismo: luchan, porque quieren una muerte digna para el toro bravo. Aquí de nuevo debe entenderse el contraste entre la muerte industrial y anónima contra la muerte del ruedo. La reacción del público portugués ante la inesperada estocada en Moita, significa la distancia que separa la futilidad de la muerte industrial con respecto al poder del ritual. Para un amante del dolor, lejos de frustrar como a los taurinos de Portugal, imaginar la muerte del matadero para el animal banderilleado que abandona vivo la arena sería un placer. Todos los taurinos lusitanos con los que se puede hablar, compadecerán la suerte del toro en los corrales donde recibirá la muerte.

El toreo existe para ese momento crucial de sacrificio: el toro será honrado con una muerte gloriosa, inconcebible en otro espacio de la aldea posmoderna e industrial. Ha luchado, está lleno de adrenalina, betaendorfinas, morigeraciones y ardor. Sin embargo, el momento también existe para consumarse con moralidad. Sobre el anterior particular, se puede leer en la Revista Aplausos Nº 1875 lo siguiente: «Sin una estocada por arriba en Bilbao no se concede la segunda oreja. Y una estocada de ley, en cambio, sí puede provocar petición suficiente.», de lo que se sigue que no se trata de matar al toro de cualquier manera, pues lo valorado es que se le mate específicamente de una manera: la honorable para el toro, y peligrosa para el torero, como balance moral entre la transgresión al animal, y el costo que se debe pagar por ello. Cuando la estocada «cae arriba», se ha hecho la suerte arriesgando el cuerpo al olvidar los pitones y arrojándose ciegamente hacia ellos, y cuando el animal cae fulminado, aún luchando sin enterarse, se tiene una muerte ritual que honró al toro bravo. Es un principio moral caballerezco, pero también un sacrificio religioso.


Lo anterior no deja de ser una mínima introducción a la naturaleza del sacrificio taurino, tema tan profundo que no puede agotarse en una sencilla publicación de blog. Tampoco es una justificación ética de la tauromaquia, pues no es el tema planteado. Lo que motiva este escrito, es dejar fuera de toda duda algunas verdades que la antitauromaquia se empecina en no oír: que no es el goce de la muerte y el dolor, pues estamos ante un tema antropológicamente distinto. Que no es el abuso sencillo contra un ser indefenso, pues se trata del momento más moral de toda la corrida: toda una institución del sacrificio honorable. Que no es cierto que la motivación sea el indefinido dolor del animal, pues la estocada valorada es aquella donde el torero es capaz de fulminar al animal aún luchando. Todo esto compone un eje de la tauromaquia, pero lo ocurrido en el ruedo es de una amalgama mucho más rica y profunda: ritual, arte, tragedia, guerra, humanidad, animalidad, y cómo todo esto se teje en una cultura milenaria, presente en la posmodernidad contra viento y marea. Considero innecesario tener que explicar la pertinencia del sacrificio en las sociedades modernas: la bibliografía antropológica al respecto es apabullante, y se supone que el ser evolucionado antitaurino tendría un discurso formado contra la lógica sacrificial, con base a conocerla. La UNESCO ha protegido varios ritos sacrificiales en la actualidad, aún cuando involucren animales. Sobre las paradojas que esto suscita (por ejemplo, la falacia de los sacrificios humanos), ya me he pronunciado en la entrada sobre la cultura y la tauromaquia.

Acaso una muestra de qué es la estocada y el sacrificio, sea la que prodigó El Fundi en Sevilla a un toro de Palha (desde el minuto 01:04 del siguiente video): el torero se enfrenta al poder de un animal que incluso con un soberbio espadazo en sus carnes, continua persiguiéndolo sin término hasta darle un puntazo: el animal ha sido matado pero sigue vivo, y su poder alcanza a herir al hombre, pues el toro hasta el final es moralmente un animal guerrero. El torero ha ofrecido su integridad durante la ejecución de la estocada, y a la salida de ella, pues no se puede matar al toro gratuitamente, por lo menos en la posibilidad y la exposición. El toro sigue encampanado, pleno de facultades y poder, y luego la muerte lo sorprende en cuatro segundos. La última embestida del toro bravo pondrá fin al ritual de sacrificio donde se estableció una moral de relación con su animalidad. El toro ha muerto digno, y el matador ha matado con dignidad, cosa tan distinta a la muerte industrial del toro indefenso hasta de las poleas, o del plan general de genocidio en el que desemboca toda antitauromaquia y animalismo, donde el toro necesariamente ha de pasar por la muerte industrial.

           

Lo que se ha explicado, en resumen, es sencillo: no es la satisfacción sádica por la muerte, es el sacrificio ritual, que hunde sus raíces en una taurolatría histórica, y que tiene sus propios móviles morales, antropológicos y estéticos. No es matar por matar, es hacerlo de una manera determinada, no carente de moral, y que persigue una cosa: darle muerte digna a un animal venerado en medio de una ceremonia que pone fin a su vida para perpetuar la cultura en la que nació, fue formado y llevado a luchar. Lo anterior obligaría a replantear de manera más inteligente las quejas antitaurinas con respecto a la muerte del toro y la mentalidad del taurino, pues los juicios contra la tauromaquia parten de suposiciones y tergiversaciones inaceptables.

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En el año 1988 Maníli abría la puerta grande de Las Ventas de Madrid en la corrida de Miura. También nacía yo. Amante de la tauromaquia, el cine, la literatura y el rock. Sigo con obstinada fe la certera evidencia de la frase de Lorca: "Creo que los Toros es la Fiesta más culta que hay en el mundo".