martes, 24 de enero de 2017

El odio y la elevación - Primera de abono en la Santamaría de Bogotá

Fotos: Fiesta del Toro
Esta crónica inicia al revés.

Cuando salía de la plaza, escoltado por policías humillados desde el inicio de la tarde, no podía dejar de pensar en el texto que Alfredo Molano hizo para resaltar la fecunda historia de los toros en Bogotá.

De allí puede leerse algo:

"Veinte días después del grito de Independencia, el 20 de julio de 1810, se celebró la primera corrida republicana. Antonio Nariño, gran aficionado, fue elegido presidente y con tal motivo hubo toros. Lo mismo cuando Bolívar se hizo cargo de las fuerzas rebeldes en 1815. El Libertador era, según el cronista inglés Robert Proctor, “sumamente aficionado a las corridas de toros”. El 22 de enero en Bogotá se corrieron toros de los hacendados sabaneros con toreros de a pie. Durante el régimen del terror de Pablo Morillo (1816-1819) la “inmolación de reses bravas fue sustituida casi totalmente por la matanza de patriotas".

A las 3:00 de la tarde del domingo, rodeadas de gas lacrimógeno, repletadas de bombas aturdidoras, la turba de antitaurinos empezaba a arremeter contra los aficionados que ascendían a la plaza por la Carrera Séptima. Escupidos, apedreados, insultados hasta la médula, bañados con orina, con residuos de animales muertos, con pintura roja, con el griterío de la ira, los taurinos avanzaban sin responderlas agresiones; del otro lado, al fin estaban ellos, luciendo cuchillos para hurtar celulares, quemar sombreros, escupir niños aterrorizados, listos para herir y gritar con un odio que no era humano, con una estulticia que no era distinguible, desfigurados, con las mandíbulas abiertas y los ojos entrecerrados, brutos, hechos de basura, porque "los antitaurinos son hechos exactamente de lo que acusan a quienes califican de violentos, fascistas y torturadores", como bien dice Molano en otro texto.

Había empezado, esperemos que todavía a niveles simbólicos, aquella "matanza de patriotas" que interrumpió la tradición taurina de Bogotá en el siglo XIX.



De otro lado, con una ira en el límite de la violencia, la gran mayoría de antitaurinos presentó plantón en la Séptima sin otra consecuencia que la mansalva de insultos. A eso le llamaron una "protesta pacífica", y hay que comprarles la idea.

Ascender a la plaza y llegar, más que estar a salvo de una chusma iracunda, hinchaba el corazón de una alegría inexplicable. Los aficionados heridos pasaban los torniquetes de acceso, entre la ropa manchada con goterones de sangre y la felicidad de estar nuevamente en el templo. Cinco años de desidia tocaban fin a las 3:30 de la tarde, cuando el olé más grande silenció el piterío lejano de la convocatoria animalista.

       

Todos los daños y agresiones habían sido rehechos para convertirse en estar ahí, sentados en una plaza embellecida hasta los límites, con un cielo despejado y un sol de oro, ovacionando a los severos alguaciles y al mismo Molano, que entregaba la llave del toril a paso desenfadado, gafas oscuras y camisas blancas como sus zapatillas deportivas. Luego, Libertad, la sagrada sangre del animal apareciendo para romper el tabú de la muerte, del coraje, del honor, enfureciendo a las bestias animalistas, siempre abajo del toro, que huían y volvían en los lapsos de los estruendos de las bombas aturdidoras, con una valentía de mentiras que solo se ensañó con mujeres, niños y personas de la tercera edad. Eramos más dignos que ellos.

Habían vuelto los toros a Bogotá.


La corrida, cuyo contenido taurino fue sobrepasado por el sentimental, dejó de presente que la ganadería Ernesto Gutiérrez es capaz de sacar toros con pitones de respeto. Los seis animales, salvo el juagado sexto y el acucharado cuarto, tuvieron entidad de Santa Coloma y cuajo, respecto a lo que esta misma casa manizalita saca en otras ciudades del país. Si bien comparativamente en la temporada bogotana saldrán toros infinitamente más grandes, mi sensación es que Miguel Gutiérrez le cumplió a Bogotá.

La terna, integrada por El Juli, Luis Bolívar y Roca Rey (quien confirmó la alternativa), se las vio con un encierro dulzón y boyante, sin ningún toro auténticamente bravo, aunque ofreciendo lo que los modernos llaman "matices", por decir cualquier cosa.



El Juli, cabeza de cartel, ídolo de esta plaza en la que ha figurado consecutivamente desde su alternativa, tuvo una tarde de lote estrellado e irresolución, mas sin embargo con detalles tan apreciables como su lidia y la dirección de la misma en los toros ajenos. Debo destacar su manejo de la capa, ante todo en los delantales sobrios rematados con larga fusionada con chicuelina de su segundo, y la serie de doblones con las que sacó a los medios a su primero, un toro con nervio que se revolvía y cuyo carbón se volvió pronto en arreón débil. El Juli hizo medias faenas, pues del límite del toro hasta el final se opuso el matador a poner más argumentos que dejar ver las dificultades del lote. Mató en ambos de prescindible 'julipié' dejando una estocada contraria y otra caída con derrame, no sin antes preceder la última con un pinchazo señalado abajo y dos golpes de cruceta. Su quehacer derivó en muletazos apreciables y de figura recta, ajeno a las contorsiones lumbares que en ocasiones expone en otras plazas. Sorprendió, incluso con intentos de naturales de frente y semidefrente en el sitio de la verdad. No sería honesto si no señalara que esta haya sido quizá su mejor actuación en la Santamaría en años, pues aun sin redondear, su toreo explicó en algunos pasajes la verdad que tanto echan de menos en plazas de Europa. Es menester ver a este torero en Bogotá con otras ganaderías y más oponente.



Luis Bolívar, representante por Colombia en este festejo, se llevó el agua al gato con la combinación, feliz para algunos tendidos, de temple y toreo bullicioso. Sin embargo, su labor se vio empañada por el desprendimiento del trasteo y la falta de sitio. En todo caso, supo sostener las tensiones del tendido y logró momentos de gran valor en un honesto inicio de rodillas en la muleta con su primero, toro al que le cortó una oreja con una estocada caída un dedo. En su segundo, ya con la parroquia más a su favor, con un poco más de colocación, terminó cuidando a un animal sin fondo hasta hacerse pesado con la espada. A sus toros los recibió con largas de rodillas

Roca Rey, esa revolución americana que echó por tierra los proyectos de marketing de otros países del continente, tuvo el honor de lidiar al primer toro de la Libertad, astado que de salida partió plaza, ocasionando gran alborozo en la afición entendida, que luego prodigó al torero con los clásicos silencios de la Santamaría. Finalmente realizó su quite de saltilleras encadenadas con caleserinas, revoleras y brionesas, que practica en todas las plazas que pisa y en todos los toros que lidia. Su trasteo de muleta, ya con la plaza en un puño tras la sobreexposición de capa, fue la inversión del Juli: de menos a más, medias faenas que empezaban desde la segunda mitad, siempre en el tercio con el toro casi rajado pero aún boyante. Roca Rey es tan variado en la muleta como en la capa, puesto que en sus series un muletazo no se parece en absoluto a otro. Es decir, lo más cohesionado de su tarde, además de la apabullante capa, fue una serie de luquesinas o de naturales con ambas manos de perfil y en el tercio, con el que calentó a la parroquia, no tan impresionable con los inesperados cambiados por la espalda como con el aguante. Tras pinchazo señalado abajo, en su segundo Roca Rey se quitó de en medio al toro con una estocada caída pero de efectos inmediatos, cortando las primeras dos orejas en la nueva historia de la plaza.

Sin duda, este torero es uno de los señalados. Su desprecio por su propia vida, el interminable arrojo, la inesperada locura de sus series, improvisadas en caliente, dejan ver un torero de cualidades que conectan de inmediato con el tendido. Sin embargo, necesita saber templar con mayor suficiencia.



Como había expresado arriba, sería desproporcionado juzgar la totalidad de este festejo por su contenido estrictamente taurómaco. En esta ocasión el contenido sentimental terminó imponiendo su corriente.

Rodeados por el ruido de un helicóptero y las detonaciones en los exteriores, los ojos descubrían nuevamente la magia del rito más poderoso del mundo, en el que bravos y valientes se baten haciendo bella la muerte. En un Estado liberal como el nuestro, la Constitución protege esta expresión cultural. Salimos de la plaza para ser nuevamente agredidos, infinitamente señalados por dedos estúpidos, que ignoraban la elevación de espíritu que supuso volver a nuestra plaza, a nuestro rito, a nuestra comunidad, a la Santamaría, esa llama que nunca se apagará y que no puede ser golpeada por piedras, manchada por escupitajos ni ofendida con gritos, pues es inmortal como la Fiesta misma.

 




sábado, 14 de enero de 2017

Entrada sentimental por el regreso de las corridas a Bogotá


Foto: Amparo Jacdedt

Ironizado, feliz, brutal, exagerado, retorcido hasta el máximo en la mitad de una olla a presión en mi cabeza, en la sociedad, en la vida del país, el regreso de las corridas de toros a Bogotá está a la vuelta de la esquina, al final de un periodo de tiempo que jamás pareció tener fin, tras cinco años de abusiva prohibición desde aquel 19 de febrero de 2012, fecha maldita en la que los aficionados que llenamos la plaza capitalina salimos luego con el seguro presentimiento de no regresar pronto. Es allí que empieza un dulce hundimiento de la plaza, un agotarse de sus ladrillos amados, enmohecidos por la dejadez, la polución expulsada,  la fachada que empezaba a ceder ante la gravedad y la desaparición del museo, embalado en cajas con medio siglo de historia, ahora desaparecidas.

La plaza seguía resistiendo, frágil y sucia, como un símbolo de nuestra propia lucha por llevarla de nuevo al centro el toreo en América.

Cinco años pasaron desde entonces. Tres sentencias de la Corte, una huelga de hambre, incontables debates y foros, agresiones físicas instigadas por animalistas, miles de insultos apiñados como carpetas de contabilidad sobre cien mesas, una lucha impresionante en plena modernidad por los más básicos derechos civiles y humanos, como si los taurinos fuésemos monstruos, como si no oyéramos también a The Smiths o no comiéramos pollo, como si no nos horrorizara el escándalo de turno en el prime time del amarillismo moderno, los feminicidios, las injusticias, como si fuera delito tener clara la línea que separa por siempre a hombres y animales, relativizada hoy en detrimento del hombre, en ese prime time donde pesa más la muerte de un perro que la de cien niños, no lejos de aquí.

En todo caso, el tiempo fue pasando hasta hacernos normal el no tener a la Santamaría abierta, esa gran y pequeña parte de la vida clásica bogotana, amada por sus mejores y peores ciudadanos, siempre dispuestas para la élite más estirada y los hombres más humildes, siempre así, como representación inigualable de una sociedad que también, contra todo pronóstico, sobrevivió a sí misma tras siglos de violencia.



Quizá haya que tener la suficiente valentía para resaltar lo anterior. Un país que en dos siglos no ha conocido la paz, se cree con la autoridad moral de erigir a la tauromaquia como único problema contra la violencia. Quizá esta estupidez sea suficiente para explicar la gran sombra que ha cubierto al país, donde la muerte está normalizada si es la de quien odiamos. Acabar con el toreo no implica ser capaces de tumbar esta gruesa pared, pues resulta de relativizar la vida humana en cambio de otra foránea idea: patria, pueblo, animales, virtudes heterosexuales o cualquier motivo para matar y vivir.



De una forma increíble, verdaderamente increíble para mí, la primera corrida está a una semana. Cinco años, más de mil días en un país con guerras de mil días, y el momento está a punto de llegar. Podrán insultarnos hasta acabar con la lengua, golpearnos fuertemente, cumplir su promesa de quemar con ácido a las mujeres, apedrearnos, volver a echarnos gas pimienta en medio de una huelga de hambre, odiar con tanto odio sin final, pero nada hará que dejemos de sentir este fuego sagrado, esta corriente en la espalda que se prende cada vez que un toro se emplaza, o cuando los clarines del cielo toquen al Gato Montés con unas notas que van a retumbar para siempre en mi vida.

Es cierto: vuelven los toros a Bogotá.