sábado, 14 de enero de 2017

Entrada sentimental por el regreso de las corridas a Bogotá


Foto: Amparo Jacdedt

Ironizado, feliz, brutal, exagerado, retorcido hasta el máximo en la mitad de una olla a presión en mi cabeza, en la sociedad, en la vida del país, el regreso de las corridas de toros a Bogotá está a la vuelta de la esquina, al final de un periodo de tiempo que jamás pareció tener fin, tras cinco años de abusiva prohibición desde aquel 19 de febrero de 2012, fecha maldita en la que los aficionados que llenamos la plaza capitalina salimos luego con el seguro presentimiento de no regresar pronto. Es allí que empieza un dulce hundimiento de la plaza, un agotarse de sus ladrillos amados, enmohecidos por la dejadez, la polución expulsada,  la fachada que empezaba a ceder ante la gravedad y la desaparición del museo, embalado en cajas con medio siglo de historia, ahora desaparecidas.

La plaza seguía resistiendo, frágil y sucia, como un símbolo de nuestra propia lucha por llevarla de nuevo al centro el toreo en América.

Cinco años pasaron desde entonces. Tres sentencias de la Corte, una huelga de hambre, incontables debates y foros, agresiones físicas instigadas por animalistas, miles de insultos apiñados como carpetas de contabilidad sobre cien mesas, una lucha impresionante en plena modernidad por los más básicos derechos civiles y humanos, como si los taurinos fuésemos monstruos, como si no oyéramos también a The Smiths o no comiéramos pollo, como si no nos horrorizara el escándalo de turno en el prime time del amarillismo moderno, los feminicidios, las injusticias, como si fuera delito tener clara la línea que separa por siempre a hombres y animales, relativizada hoy en detrimento del hombre, en ese prime time donde pesa más la muerte de un perro que la de cien niños, no lejos de aquí.

En todo caso, el tiempo fue pasando hasta hacernos normal el no tener a la Santamaría abierta, esa gran y pequeña parte de la vida clásica bogotana, amada por sus mejores y peores ciudadanos, siempre dispuestas para la élite más estirada y los hombres más humildes, siempre así, como representación inigualable de una sociedad que también, contra todo pronóstico, sobrevivió a sí misma tras siglos de violencia.



Quizá haya que tener la suficiente valentía para resaltar lo anterior. Un país que en dos siglos no ha conocido la paz, se cree con la autoridad moral de erigir a la tauromaquia como único problema contra la violencia. Quizá esta estupidez sea suficiente para explicar la gran sombra que ha cubierto al país, donde la muerte está normalizada si es la de quien odiamos. Acabar con el toreo no implica ser capaces de tumbar esta gruesa pared, pues resulta de relativizar la vida humana en cambio de otra foránea idea: patria, pueblo, animales, virtudes heterosexuales o cualquier motivo para matar y vivir.



De una forma increíble, verdaderamente increíble para mí, la primera corrida está a una semana. Cinco años, más de mil días en un país con guerras de mil días, y el momento está a punto de llegar. Podrán insultarnos hasta acabar con la lengua, golpearnos fuertemente, cumplir su promesa de quemar con ácido a las mujeres, apedrearnos, volver a echarnos gas pimienta en medio de una huelga de hambre, odiar con tanto odio sin final, pero nada hará que dejemos de sentir este fuego sagrado, esta corriente en la espalda que se prende cada vez que un toro se emplaza, o cuando los clarines del cielo toquen al Gato Montés con unas notas que van a retumbar para siempre en mi vida.

Es cierto: vuelven los toros a Bogotá.