martes, 19 de mayo de 2015

Sobre Pedro Romero, primer maestro de tauromaquia


En horas donde es preciso recordar nuestros principios más altos, cuando Madrid es cada vez más una rara avis, Nimes lidiará una charlota despreciable y Vic-Fezensac se ofrece como el islote salvador visto por el naufrago, hay que desandar pasos y recordar nuestra historia. 

Los principios a los que aludimos no son invenciones de radicalismos, como algunos intentan responder cuando el aficionado exige -en contraparte al dinero, las horas de estudio, el cultivo de su afición más entrañable-,  que los maestros expongan ese pundonor capaz de llevar al torero más allá del hombre, y que ha caracterizado las gestas que luego entendemos, clasificadas con una hache mayúscula, como Historia de la tauromaquia. Lo mismo que las redes sociales como generadoras de hechos; lo mismo que los medios de comunicación buscando inventariar las simpáticas ocurrencias susceptibles a ser virales en lugar de las noticias trascendentes; lo mismo que la literatura inofensiva trastocada en serie televisiva norteamericana, la tauromaquia posmoderna es una rotativa imparable que produce, casi a diario, un puñado de noticias que luego se revelan como agua en la mano que después se larga; la tauromaquia de hoy es incapaz de producir Historia con la misma intensidad que décadas atrás, pese al ritmo obsesivo de sus cosas, salvo obvias excepciones.
¿O acaso qué histórica realidad ha trascendido de esta primera sermana isidril, tan celebrada con sus orejas personales, largas y baratas como piltrafa de matadero porcino? Acaso la promesa de futuro de Roca Rey y la certeza del pasado de Morenito de Aranda y Eugenio de Mora.

Sin más preámbulo, este es el hecho:


Quien escribe es Peña y Goñi en su magnífico libro Lagartijo y Frascuelo y su tiempo. La deliciosa anécdota es un soberbio ejemplo de cómo una simple lidia es capaz de revelarnos el profundo pozo magisterial de un torero de época. Lo que leímos es Historia: los tres grandes matadores del toreo dieciochesco se encierran en Madrid para honrar a Su Majestad. Cual figuras actuales, dos de ellos, el autor de la primera tauromaquia escrita y el inventor del Volapié, exigen que se quiten las reses de casta Castellana del festejo. Pedro Romero evita que así sea, y resuelve el trance de Pepe-Hillo salvando su vida y matando al toro ofensor, al que desde luego no había tanteado; la estocada recibiendo es una hombrada, pues se deja llegar una res de la que como lidiador desconoce sus complicaciones. Convirtió el susto mental y material de sus compañeros en un alarde suficiente de su propio poder, a despecho de los toros más temidos de su época. Es el siglo XVIII y se echaba a andar, gracias a hechos como este, un hilo emocionante que movería década a década lo que conocemos hoy como cultura taurina.

¿Pero hoy sucedería algo similar? Una jocosa suposición sería imaginar a Julián López, a José Antonio Morante y a Miguel Ángel Perera encerrándose para honrar a Felipe VI. Pongamos que dos matadores se niegan a que dentro del festejo real se incluyan toros cinqueños de José Escolar, y que Julián López, tocado de pundonor, exige la presencia de esas reses, para mayor gloria del Rey. Pongamos que Morante, gran estilista como Hillo, desatiende las voces que López le envía desde los tableros, y sufre una cornada en el brazo por lo que el de Velilla lo lleva entre sus brazos -no sin grave inconveniente- hasta un palco, y que al volver constata que nadie ha hecho por la res, venida arriba desde el tercio del arte de los Romeros, desde luego cubierto por esas buenas cuadrillas. Perera, un gran torero de costados como Costillares, no ha liado muleta ni estoque, entonces López ordena a todos taparse, con ese gesto magistral que solo poseen los toreros de época, gesto que derrocha autoridad y nobleza a la vez. Cuadra al toro en los medios, planta firme y medio pecho adelante, citando con una voz estremecedora y la pierna de apoyo adelantada en varonil zapatillazo -el único que un torero debe dar-. El Escolar se arranca como una exhalación, arrastrando su duro pellejo hasta el maestro que lo cita, adelantando sus pavorosas astas, coronación del animal más bello del mundo, suma de toda la muerte y toda la gloria posible. Y he aquí que Julián López El Juli ha cobrado una estocada en todo lo alto, untando el sable de cebo de cerviguillo y la palma de su mano de la sangre más sagrada del mundo, aguantando como los machos de Ronda la embestida, vaciando a la perfección en el embroque, clavando a ojos abiertos en la cruz del animal que cae fulminado como un rayo. La arena y los asistentes se levantan al mismo tiempo, conmovidos por el acto de poderío taurómaco que acaban de presenciar. Hasta Morante agita, con su brazo sano, el pañuelo que exige los máximos despojos de la bestia abatida. Torerazo.

Cartel de la época. Nótese que los picadores eran anunciados en tipos mayores y sobre el nombre de los matadores.

Pedro Romero citando a recibir a una descomunal res entablerada. 

Pepe Hillo moriría, Goya haurire, entre las astas de Barbudo el 11 de mayo de 1801. El toro procedía de la vacada de José Gabriel Rodríguez, criador de reses castellanas. Pedro Romero en cambio conservaría su imagen de maestro para las generaciones del siglo XIX que lo tenían como referente del máximo estilo de lidiar y matar toros. Todas las sucesivas rivalidades del siglo, todas: la de Cúchares y Chiclanero; la de Cayetano Sanz y Manuel Domínguez; la de El Tato y Gordito y luego la de Frascuelo y Lagartijo, se dirimirían comparando al ganador con Pedro Romero, inscribiéndolo así en la más alta escuela de aquel torero nacido en 1754, muerto de viejo en 1839, y para el que el mismísmo Goya dejó este retrato (amén los pelmazos antitaurinos que proclaman un Goya antitaurino solo por poner en sus Toros de Burdeos algunas escenas de tauromaquia), todo dignidad su rostro y reverencia su mano derecha, portadora del sable que dicen abatió a más de 6.000 toros en la suerte de recibir, incluso los castellanos.


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Post data: Va por David Mora, torero que conoce la Colombia taurina más que muchos de nosotros, y al que recuerdo en la finca de Peñalisa con una ruana, bebiendo aguadepanela y soñando con confirmar en la Santamaría, plaza a la que respeta al haber asistido varias veces a ella de paisano. Confirmaría luego cortando una oreja  a un Agualuna en su presentación, (el segundo se lo brindaría a Andrés, ganadero, amigo en común, hijo del otro gran Pimentel de nuestra tauromaquia: Santiago), pero desde luego fue después de ese gran momento de la ruana, esa prenda con la que toreaban los santafereños en siglos pasados, distintivo de la nobleza y humildad de carácter más grande del ser colombiano. Pedro Romero también, pese a tan altos honores que le tributaron en su época, fue un humilde maestro, aunque en realidad la palabra que deberíamos usar es nobleza. Sin mucho ruido de prensa David Mora cruzó el mar para obsequiarle una muleta a los novilleros bogotanos en huelga de hambre. Materialmente algunos de ellos carecían de este avío. Hoy hace un año fue la corrida del Ventorillo que dejó a los tres toreros heridos, Mora el más grave de ellos. Recuerdo la agitación de dicho día, el desespero en el rostro de todos los asistentes cuando les dijeron por megafonía que el festejo se suspendía tras caer heridos los tres matadores. A Nazaré lo atendieron en una silla de ruedas, al estar ocupado el quirófano. Ni siquiera lo repitieron en los carteles de este San Isidro. Estoy totalmente seguro de que Pedro Romero lo hubiera exigido.