jueves, 26 de febrero de 2015

El alambre y las cuerdas


Desde que Alexander Calder usara en sus famosos móviles las tiras de alambre para conectar piezas de sus esculturas con movimiento, este fino hilo de metal estirado, repujado, fundido a golpes de martillo, luego estilizado y puesto en carretes, alambre pues insignificante, entró definitivamente en la historia del Arte, el de las mayúsculas, de materiales gloriosos. Lo recuerdo en algún auditorio universitario de la dormida Caracas. Los móviles son como las estrellas, cuyo movimiento perpetuo es imperceptible. Forma dolorosa de lo bello. Movimiento fundamental, como el de un toro galopando, o el del torero que se arropa en su propio grito afirmativo antes de tirarse tras la espada para matar al toro.

Pero los taurinos le dan ahora un uso distinto al noble hilo de metal que el de las tiras con púas que separan los potreros donde se crían los astados. Como Calder, también quieren justificar el alambre para acceder a una forma de arte.

Los taurinos, esa especie de culto sin religión, de hermandad separada y reñida, debaten su propia pertenencia a la historia que ahora les juzga. Creen que la salvación de la tauromaquia es la abolición del rito, cambiado rápidamente por una forma de arte sin sangre. Para eso es el alambre.


Mi amigo Cantaritos, que testimonia hoy en vivo los festejos taurinos que conmemoran en Teruel, desde 1171,  las viejas bodas reales, me explica que el rito heredero del Toro Nupcial posee dos cuerdas: soga y baga. La primera ata al toro que corre por las calles a un sistema de control, mas no lo domeña. El toro arrea frente a los hombres que lo corren. La baga, en cambio, es el sentido humanista, freno de mano al borde del abismo, que ante una emergencia frena al toro. Soga y baga se descorren en armonía para no entorpecer el recorrido del toro, ni alterar la emoción o autenticidad de correrlo. Hombres han muerto en las astas de los toros nupciales desde hace un milenio. También aún hoy, sobre modernos pavimentos mojados o clásicos empedrados pisoteados por zapatillas de carrera.

Pero el sentido del alambre es otro: no es soga que ata sin atrapar, sino ridícula estructura de una farsa. Hormigón de basura, lo pusieron a sostener el cuerno de un toro brutamente afeitado hasta la queratina y que perdió definitivamente su diamante, luego parte de la pala. Le volaron el pitón con un estúpido trabajo de la trampa. Luego lo volvieron a formar con trabajo de pelmazo alfarero, con barro y luego pintura. La endeble parodia de las poderosas armas naturales del toro de lidia, se sostuvo con un alambre. ¡Cuánta insolencia que apunta a un solo hombre capaz de semejante estupidez! Fue rematar el toro contra el peto de picar y se descubrió el engaño. A pesar de la visible mutilación, su matador declaró no haber notado nada extraño en los 20 minutos que se puso frente al animal ofendido.

Ve uno el timo y el oro del traje del matador se transforma el latón vulgar, como si el traje de luces también fuera de alambre. Pero el matador es inocente, no solo por ser víctima de su época, sino por ser marinero en un barco con capitanes de barrera y contrabarrera. 

A los aficionados nos acosan las preguntas: ¿Qué tiene que pasar tan mal en una cabaña brava de un país como para hacer imposible el reemplazo de un toro imperfecto por uno en condiciones? Si no quedara un solo toro en los campos, sería en cierto modo justificable este indulgente engaño a la audiencia. Y el juez de plaza, con su bigote comunal, su sombrero blanco como otra afirmación, ¿a qué le teme como para no haber rechazado este animal desde el mismo momento en que se estropeó el pitón? Y los apoderados del torero al que le cupo en suerte vérselas con un lisiado, lo mismo que pudo haber sido un tullido, ¿a qué le temen como para no salir a declarar ante todos que ellos no tuvieron nada que ver con la elección del  ganado ferial, mucho menos con la permanencia del incapacitado animal al que prefirieron remendarlo que reemplazarlo?


El culpable, como sabremos, es el arte. 
«En nombre del arte se han justificado las peores barbaries de la historia», dijo un personaje de Roberto Bolaño en 2666.

En el toreo el cacareado Arte justifica para un sector cualquier tipo de trampa. La verónica perfecta, purificadora, exacta, justifica la estela de trampas, disminuciones, artimañas, estafas y contubernios que pueden estar tras ella. Es como si esos hombres olorosos de ginebra y gomina se parasen de la mesa y con un puño acusador dijeran: «si para la media que para el tiempo hace falta el animal más bueno que bravo, el noblón, el de pitones discretos o mutilados, el toro de comportamiento fotocopiado y dulce, pues sea». 

Así que están dispuestos a tragar todas las trampas administrativas (monoencaste, vetos, boicots), técnicas (descargue de suerte, sitio de la mentira) y morales (traición al toro; no arriesgar la vida, no jugársela ante una fiera bravía) con tal de contemplar el Arte. 

El Arte todo lo vale. Pero en contravía de la época, donde las expresiones plásticas contemporáneas son una suerte de inculpación y de culpabilidad, el Arte taurino se declara vivo y cima verdadera de una expresión milenaria. Entiéndase: en el toreo el arte es enemigo del rito. El rito tolera al arte, siempre y cuando no lo sobrepase. Es decir, la edad dorada del toreo fue la más ritual y al mismo tiempo la más artística, porque se entendía al arte como un drama, no como una forma productora de belleza visual. Pastor y Carbonero, José y Barrabás, Bombita y Gorrioncito, Gaona y Barrenero, eran el rigor del rito y también una forma de arte dramático, pues el trance de poder perder la vida y ganarla mediante una epopeya lidiadora, es la forma más real de arte trágico de todos los tiempos. Escenificar una batalla religiosa, ponerle colores y reglas, ceremonias y divisiones, es el teatro de la verdad. 

El arte de las verónicas de alelies siempre va a ser imperfecto, por tanto mentiroso, pues las formas perfectas que busca no coinciden con el animal fiero. El toreo real debe ser como las alfombras tejidas por las mujeres musulmanas, y que poseen un error apropósito, pues solo lo divino puede ser perfecto en una forma que no se busca con las manos o la técnica, o la elaboración. Cuando tejen, ellas cometen un error con los hilos. Sin embargo, esta honesta equivocación está muy lejos del abusivo amarre de alambre al pitón del lisiado.


Lo que no entienden entonces estos timadores, es que no hicieron arte alguno desde el momento en que hicieron un pitón de barro y lo amarraron con alambre. Al contrario, mataron al arte, pues un pitón de mentiras no mata de verdad. Sin la posibilidad de la muerte, la verónica y todo el toreo no es más que un curioso movimiento de telas y nada más, porque en definitiva le arrebataron su fundamento. 
Calder quería retratar el movimiento con móviles y los agarró con alambres. ¿Podía ser arte? Lo fue, puesto que tenía un fundamento, y era retratar el movimiento, así fuera en formas tan básicas y pobres, como tiras de alambres y óvalos de plástico. Arrebaten del toreo el fundamento de la muerte, y no habrá más que un falso arte abocado a la desaparición. Amarrando con alambre un pitón falso a un bovino desposeído de su condición animal, en realidad se desprenden de la tauromaquia para siempre.
En cambio, el toro ensogado de Teruel y de todos los festejos populares donde se corre, representa el ritual puro sin contaminaciones estéticas. La cuerda es la historia del pueblo, su identidad que pasa por las generaciones y se mantiene como seña de cultura. La cuerda fija la embestida del toro en una línea constante atravesada de hombres. La soga es la posibilidad de la muerte y también la lidia, y la baga los capotes que no hacen verónicas pero sí quites. La permanencia de estos rituales por el tiempo es causa directa de su carácter de ritual, por ende de cultura. El arte en cambio no sobrevive siquiera a sí mismo, pues la vanguardia constante hace obsoletas a la mayoría de producciones, sacrificadas en nombre de un nuevo arte o expresión. Lo que hoy es la verónica de un mofletudo, mañana no valdrá nada ante una verónica distinta. Hay que entender en suma que la única garantía de permanencia con la que cuenta la fiesta de los toros parte de poder sostener sus valores fundamentales, aún si para ello hubiera que sacrificar el bello arte: toro bravo e íntegro, matador valiente, honor y verdad.

Ni que lo entendieran los matadores en traje de alambre.

*Fotos del toro mutilado pertenecen a Mau Pasos. Las fotos del toro de cuerda las debo a mi amigo Cantaritos, a quien agradezco toda su paciente ilustración sobre estos ritos populares, que prometo visitar.
**Hoy, cuando el torbellino de la polémica sobre lo ocurrido en México con el pitón alambrado pareció tocar su cima, también hubo un acto de redención para el aficionado: la publicación de los carteles para la feria de Céret, bastión torista de los que creemos más en el rito que en el arte, y más en el drama que en la plástica. Otra cita ineludible.

Sin alambres, un Graciliano de Juan Luis para Céret

miércoles, 18 de febrero de 2015

La teoría de Urdiales



No hay estilos personales de torear, solo una historia común sobre los logros estéticos y técnicos del arte de lidiar toros. Por ejemplo, obviando a Cúchares y a Paquiro, uno con su gracia y el otro con su ánimo de ordenar la lidia en una estructura coral, el primer torero artista de la historia fue Cayetano Sanz. Su arte distaba mucho de la actual concepción del torero artista. Sin embargo es aquí citado porque explica a Diego Urdiales.
Para urdir otra referencia, en Sanz el concepto de la belleza es el de Platón: la verdad es belleza. La verdad es la más alta belleza. Más exactamente: "la belleza es el esplendor de la verdad". En dicho sentido toreros como Urdiales serían más artistas que coletas como Morante. Urdiales antepone la verdad como fundamento de lo bello, y Morante el barroquismo de plagar de destellos y giros las lidias.
Se supondría que esta verdad filosófica, la de la verdad como arte, debería prevalecer en la historia de la tauromaquia, pero Cayetano Sanz  se pierde cada vez más en la bruma de la historia, siempre dispuesta a celebrar los cotidianos sin significado. Su tauromaquia nunca fue de la derecha de la espada, pues mataba de forma lamentable en una época de maestros del mandoble. Su poder fue la izquierda, el pase natural esculpido de belleza, celebrado en ese número de La Lidia que recogía esta portentosa litografía coloreada de 1883. Cayetano Sanz es el primer torero en fundamentar toda su tauromaquia en el pase natural haciendo de él algo más relevante que la estocada o la lidia misma, siendo sus décadas aquellas donde más difícil era poder hacer arte con los ásperos toros del XIX. No cabe más alarde de verdad, aún hoy. Parafraseando a Petrarca, en su pase natural el toreo se hizo bello [por tanto arte].




Los moralistas del sagrado toreo posmoderno repondrán que Cayetano descarga la suerte, y que allí no puede haber verdad,  y si la hay, también la tienen las figuras actuales. Allí lo vemos con la pierna de entrada asentada y la de salida levantando de la arena la zapatilla. Su cuerpo refleja reposo en contraste con la aparatosa embestida y corpulencia del animal. Uno y otro están unidos por la tela, pues la muleta es puente de la danza.
Sí. La geometría del pase está invertida con respecto a la actual, en lo tocante a lo que conocemos hoy como cargar la suerte, pues asienta su cuerpo en la pierna derecha y levantaba la izquierda en el pase natural, como se observa también en los lances de frente por detrás y la estocada,
¿A qué se debe? ¿Por qué sigue invocando una poderosa idea de la belleza para nosotros, pese a hacer un gesto que hoy se vería como inaceptable? A que cargar la suerte entonces no era un concepto de piernas, sino de brazos. Su cortesana figura es la nobleza ante el peligro de la muerte, pero también un tratado técnico sobre cómo danzar con una fiera en los terrenos de los siglos XVIII y XIX.

Lo anterior es el caballito de hojalata y escaramuza de los aficionados que defienden el toreo actual de pierna retrasada y perfil. Usan ellos definiciones de cargar la suerte de 1796, cuando la tauromaquia de Cúchares lo denominara como el acto de llevar la suerte con los brazos.
Cargar la suerte era mover la muleta o la capa de forma que quedara fuera del tronco, que servía como eje. Luego la suerte pasaba por debajo de las astas que ofendían embistiendo. Es el sentido más primario de un término que en su propia semántica, "cargar", habla de agarrar con la mano algo. Sostener una forma sobre el toro. De tal forma que el torero sí cargaba la suerte, pero tampoco validaba a las figuras actuales.
Cayetano Sanz toreaba de piernas y huía de la jurisdicción. Pero torear al natural era su forma de quedarse allí ante la muerte. Torear es eso.


El axioma era: se carga con los brazos pues se mueven las piernas. Pero Joselito El Gallo, y no Belmonte con su sitio, lo invierte: se carga con las piernas pues se mueven o corren los brazos, o la mano. Gallito lo hizo en 1914 ante los hijos de la cruza ibarreña, al embarcar en redondo a un Martínez. Piénsese, años después, en la faena más importante de Belmonte, El Montepío de toreros, faena de siete naturales, cada uno ligado a su propio pase de pecho. Es el afán de la circularidad, el movimiento cerrado que el animal irracional no conoce. Ningún animal, salvo el hombre, sabe trazar círculos o cuadrados teniendo plena consciencia de lo que ello significa. Que ocurra ese movimiento entonces era una suerte de milagro. Algún atavismo mental de la afición hace que tal deseo se convierta en la celebración de los pases circulares actuales: dozantinas, circulares invertidos, poncinas, martinentes con el cuerpo, son al toreo esperpentos visuales, logrados como recurso siempre que el toro se niega a embestir por un pitón. ¿No han pensado acaso que antes del circular el toro renunció al derechazo o al natural, o que en la mayoría de los casos el toro está ya aplomado y apretando contra las tablas en el tercio?
Es cierto, pero entonces Belmonte completaba un movimiento circular fragmentando su tiempo en dos: natural y pase de pecho; luego natural y el forzado de pecho. Así siete veces hasta pinchar y luego abatir al toro como un rayo con una estocada que enardeció a la plaza de la Corte, que antes había gritado "los dos solos" para afear a Belmonte ante un memorable tercio de banderillas de Joselito y Gaona. El llamado Pasmo de Triana no hacía círculos: toreaba el pase natural y luego cambiaba de posición en un tiempo muerto para poder dar el de pecho. Para llegar a ese fundamento hizo falta que un siglo atrás Cayetano Sanz desarrollara todo el esplendor del pase natural, aislándolo del resto de las suertes por su poder de belleza que no podemos explicar, excepto porque es la forma de la verdad al comprometer junto con la estocada el momento de más riesgo para el hombre. Se dirá entonces que en la lidia la belleza es formada por un germen de miedo y tragedia, donde el hombre cambia su muerte entre las astas por el arte. El pase natural vuela y se hace con la mano torpe y con la que no mata.

Fragmentado el pase natural y el de pecho, rotos en dos partes para nunca ser un despreciable circular, torear es la división de movimientos que buscan rematar en la cadera en semicírculo, para así dejar dormida la embestida del toro junto al cuerpo humano, exigiendo más compromiso estético y técnico para evitar la cornada toreando. El circular es un round point donde el toro no repara en nada salvo en ver la salida, que busca con afán mientras el torero se la tapa dirigiendo la muleta en círculos.

Cargar hoy es ofrecer esa pierna por donde han de embestir los pitones, pierna que curiosamente ha sido llamada "de salida" cuando  siempre ha de ser la de entrada, la única que conozcan los pitones aún con todo y que se toree de perfil.

Obsérvese ahora la portada del Doctrinal Taurómaco de Hache. La estocada con ortodoxia era la resistencia del cuerpo, aún con la pierna derecha atrás, pero asentada, contra la embestida de aquel fino Jijón fijo en la tela que lo torea. Lo que revela el documento es que se mataba cargando la suerte, siendo por ello la suerte de recibir más fundamental y dura que la del volapié, convertida en el asco posmoderno en "julipié", o suerte de abatir mientras se vuela. El verdadero precedente del toreo ligado y asentando es la estocada recibiendo. Recordemos con Bleu que a Guerrita, esa conclusión del XIX, se le reprochaba el "paso atrás", pues como descargar la suerte es una forma de renuncia con el compromiso ético de arriesgar la vida.

Fundamentos: el pase natural y la estocada son un mismo espíritu en los tiempos. Se diría que la embestida es el intento de estocada al torero, y el pase natural su forma de torear la estocada. Si el toro cargara la suerte, de ser tal licencia posible con un irracional, no habría estocada humana posible.

Otros quisieran parecer romper el hilo. Tras la ligazón en redondo de la época dorada del toreo, se deriva en el arte de torear pero también el toreo cómico engendra su producto: el tancredismo. Don Tancredo era una aparición blanca sobre un pilón. Salía un astado y correteaba en torno a esa figura fantasmagórica, leticia, que no se movía sino que hacía el alarde de una estatua. Los públicos creían que no había nada más valiente que ese quieto hombre sobre una caja, que aguantaba el peligro del toro. Pero dijo Bergamín que el toreo de piernas es el espíritu. Lo mismo vale para el toro: sin movimiento que lo provoque, el toro no acomete. Don Tancredo y su inmovilismo no provocaban al toro, pues el humano había desaparecido para el animal que no lograba verlo. El toro, a diferencia de los monjes, no sabe ver la quietud total. Otras cosas son las estocadas y los naturales, que contienen cuando se engendran el movimiento de la tela que provoca.


El crítico Alegrías refiere sobre Cayetano Sanz una extraña manía de alternar el ocho de toreo de piernas con una forma de irse totalmente al extremo de cada pitón buscando un sitio para dar el natural. Esa es la negación del tancredismo, pues el movimiento busca el lugar donde la tauromaquia clásica ocurre. Al moverse, Sanz no inquiría la huida, ni menos delataba su ausencia de técnica. Estaba lidiando. Al ponerse de verdad dando los frentes, hallado el sitio preciso, hacía el Toreo al dar el natural en el lugar donde correspondía. Otros se quedan quietos y ligan las suertes de cualquier manera con tal de ligar solamente.  Ellos hacen el tancredismo, no el toreo. La obsesión por ligar es a la vez el sacrificio de los principios necesarios para el toreo: parar, templar, mandar, cargar la suerte y ponerse en el sitio de la verdad. Ligar no es torear, ni torear es ligar, pues la ligazón total apenas ocupa tres décadas de tres siglos de historia taurómaca.
Hay dos espíritus contrapuestos: el cayetanismo y el tancredismo. El segundo infectó en su ardor el ánimo de torear sobre el pilón del bufo de blanco. En cambio, el verdadero fundamento del toreo reposado no es la quietud de las piernas, sino la forma de ponerlas en el lugar donde está la muerte. Mientras uno se hace más alto que el naufragio al pararse sobre una caja, el segundo camina hacia el lugar donde la tierra se hunde. ¿Cuál es la verdadera resurrección cuando se torea? ¿La de quién?


El satírico pasquín The Kon Leche saluda la anunciación del Rey de los toreros. En él el natural se ayuda de la espada, del mismo modo que la verdad se ayuda con el movimiento de los pies para corregir el sitio y torear de forma acertada. El natural debe ser ese paso hacia el frente, hacia la embestida, no el ahuecamiento del cuerpo hacia atrás para que la inercia de la embestida pase. Luego de un siglo tras Cayetano Sanz, y posteriormente otro tras el Gallo, no hay aún torero más grande que José. ¿Lo pueden decir de, por ejemplo, los novilleros que ahora ligan con ánimo julista? El aficionado cabal se puede desgastar 50 tardes viendo a los derviches, tiovivos, carruseles y molinos giratorios. ¿Pero qué fue lo que ocurrió en Madrid con los de Adolfo, cuando Urdiales toreara siete naturales? Una voz obtusa en el micrófono pidió que ligara las series, o sea, que diera los pases de muleta sin corregir nunca el sitio de los pies. ¡Qué sucia impertinencia ante la creación de la verdad! Las embestidas no se ligan, se torean. De ahí que siete naturales de Urdiales abrieran las carnes de los aficionados del mundo, del mismo modo que la novillada del Gallo avisó una época, hecho tan inocuo que incluso fue advertido por los paródicos de su época, como ahora.

Ni Cayetano Sanz, ni José ni Diego Urdiales reposan en un ladrillo para torear. Julián López, en cambio, liga de tal forma que sus piernas podrían estar durante toda la serie montadas en el pilón de don Tancredo. Él hace eco al Espartaco y su forma de ligar el tercer pase con el de pecho sin enmendar, que no es lo mismo que la faena de El Viti en la Maestranza ante el Samuel Flores. Espartaco, creyendo hacer una revolución, en realidad inyectaba una fuerte anestesia a la Fiesta, pues el toreo ligado necesita un toro que lo permita con su progresiva falta de fiereza. Con esto el toreo se acerca a una forma de ballet, pero no a la verdad.
Así que el tancredista final de la época del XXI no es José Tomás, sino Julián López. Poner la quietud como valor supremo del torear es sacrificar el resto de principios en pos de la danza. Pero Rafael de Paula bailó un negro flamenco con Corchero de Martínez Benavides, en quizá una de las fenas más imperfectas pero más de verdad en la historia. Y Urdiales en Madrid buscaba el natural de Cayetano Sanz. Y ese solo natural, aislado, expresivo, fundamental, uno, como forma de arte, es una búsqueda más difícil y alta que ligar encima del pilón de don Tancredo cualquier cantidad insensata de pases.


Con quietud no hay paso al frente, sencillamente porque no hay movimiento. Lo que observamos en cada estampa de Cayetano Sanz es ese paso al frente, hacia la jurisdicción. De ahí que la definición de cargar la suerte que diera Bollaín fuera la de echar todo el peso del cuerpo en la pierna expuesta. Es la forma de inclinar el cuerpo hacia el abismo, de simbolizar el paso al frente.
En todo caso, hoy se le afea a Urdiales que no ligue las suertes en las series, pues corrige su posición en cada paso. Quienes lo acusan de carecer de conocimientos técnicos en realidad señalan los propios. Urdiales se pone en el sitio único donde emerge el toreo de verdad. Señalemos que todas las tauromaquias tiene su geometría y ética, y que todas caben en un rito que logra cobrar diversas expresiones. El Cordobés era un funámbulo que sin embargo toreaba por naturales de frente a toros del Marqués de Domecq en Bilbao.
Volviendo, la importancia de Urdiales estriba en ese giro radical y rebelde para con la época más tancredista: la verdad como fundamento de la belleza. Si Curro Romero, el último gran torero artista de todos los tiempos, puso a Urdiales al nivel de Morante, es porque el toreo en el riojano se concilia con las formas estéticas más fuertes y ciertas; por tanto, nadie pondría a un Greco por debajo de un Warhol. Si para la verdad hace falta corregir constantemente el sitio, habrá que darle la razón a Galileo.


Foto de inicio: Diego Urdiales en Medellín en el 2015, a siglos y mares después de Cayetano y su natural al Vazqueño en Madrid. Fue tomada de www.puertagrande.net