martes, 23 de septiembre de 2014

El árbol de la vida, de Terrence Malick



Malick, quien al igual que Tarr nunca cursó cinematografía, sino filosofía, deja una obra cumbre del séptimo arte como su testamento. El árbol de la vida es una pieza de perfección intratable.

¿Qué se puede decir para encerrar tan inabarcable obra? Es la historia del mundo desde el instante mismo de la creación hasta la muerte de un joven texano en la Segunda Guerra Mundial, y la extensión de la muerte durante años hasta la consumación del Paraíso. Del cielo a Texas, de Dios a los hombres, del cielo a las bacterias y células que se reproducen en celdas espontáneas, El árbol de la vida es un canto a la totalidad, y sin duda, a la altura del inmortal drama de Bergman, lo más cerca que ha estado el Cine de desentrañar una relación fundamental con Dios.


La participación de dos estrellas taquilleras suponen las suficientes campanillas para desconfiar de la profundidad de cualquier realización, prejuicio infundado desde luego en esta cinta. Cualquier impureza actoral es desactivada por Malick merced a un impecable trabajo de encuadres capaces de captar el sentimentalismo de las actuaciones, y nada más. Es inolvidable el dolorismo ante la muerte en la interpretación de Jessica Chastain, o el gesto severo y vacío de Pitt, incapaz de articular una expresión mientras interpreta una tocata de Bach, o reprende a su hijo por cerrar el mosquitero de mala manera. La cámara flotante, de planos envolventes a los que luego Sorrentino rendiría culto, o el sabio manejo de la luz de la tarde y el amanecer, son cosas que conceden relieve a la supuesta planicie de una narración sin grandes sobresaltos, como sucede siempre que se narra la cotidianidad. Nunca contar la simple vida fue tan profundo, hay que insistir.



Pero la poesía visual de esta película, que inunda plano a plano el filme, es algo harto tratado. O se rechaza o se resiste la andanada de hermosas imágenes encadenadas sin otro propósito que hilar la historia misma de la existencia, desde Dios hasta la muerte. Sin embargo, el sentido del filme es lo realmente abrumador. Pocas veces una película me había llegado tanto como esta, incluso después de vista. Al igual que el concepto mismo de El árbol de la vida, la cinta se sigue reproduciendo incluso después de su último segundo.

         

Es necesario empezar por el título: El Árbol de la vida es en realidad un concepto cabalístico, propio de la tradición mística judía, y que intenta indagar sobre Dios y sus emanaciones en todo lo creado. El árbol sería así la descripción de toda la creación, pero al mismo tiempo el camino que debe andarse para llegar a Dios. Él se manifiesta regando lo que es por toda lo existente, y mientras más lejos se esté de él, más oscuridad y tribulación habrá. Es el mismo significado de la película, que no solo es el intento de captar la trama y la forma de todo el universo, sino también es la resurrección de uno de los grandes temas de occidente por excelencia: la tragedia de Job. El filme es así creacionista y deísta, pero también apóstata y rebelde, todo conjugado en un drama sublime.

El universo inicia con la gloriosa Lacrimosa compuesta por Zbigniew Preisner. Dios despierta en el Caos y empieza a emanar lo que es por toda la oscuridad, dando lugar a la creación. Mientras la majestuosa música de Preisner empata con las imágenes de la creación, Malick alterna el monólogo susurrado de las tribulaciones de Job y sus preguntas existencialistas. El resultado es impagable:

             

Pero esta gloriosa creación no es el inicio del filme. Es un bucle. Antes, convenientemente, los padres de familia han recibido la dolorosa noticia de la muerte de su hijo de 19 años. Este instante en realidad es un recuerdo futuro del hijo mayor de la pareja, quien en su edad adulta es interpretado por Sean Penn, un hombre rodeado de construcciones modernas, sofocado en sus gestos, atrapado en los ascensores y en la muerte pasada de su hermano, que rememora con los ojos cerrados, dando pie narrativo también al despliegue de la historia de su familia.

Mientras la madre está sola en casa, un hogar deshabitado por la guerra, el padre está junto a un caza bombardero P-47 a punto de despegar. Tanto las fechas, los objetos, la edad del hijo y la estructura del drama, dan a entender mediante elisión que el hijo ha muerto en la Segunda Guerra Mundial. Al igual que Job, el hombre moderno lo tenía todo, y todo le fue luego arrebatado de sus manos. Sus propiedades se esfumaron en furiosos vientos, y sus hijos murieron en ese mismo viento. La dolorosa pregunta por Dios es al mismo tiempo la dolorosa pregunta por la existencia. Todo es expresión de Dios. Lo que hay arriba, es igual a lo que hay abajo, pues son reflejos. Así, el protagonista clama que nunca había visto la gloria que lo rodeaba, con la luz y los pájaros en el cielo. Job también lo clamó al entender que su drama era al mismo tiempo su redención definitiva. ¿Cómo salvarse? ¿Cómo encontrar la respuesta? Solo reconociendo que el drama humano es la más perfecta prueba de la existencia de Dios*.

         

Entonces el filme avanza desde Dios en el primer instante hasta Texas en el siglo XX. Una familia nace. La historia de la vida de un niño, vista con extremo filtrado desde un lenguaje solamente cinematográfico, se despliega desde el enamoramiento de los padres hasta la redención en el paraíso en un futuro dislocado, donde todos son niños y adultos a la vez. Dios entretanto ha flotado como inaudible presencia en los árboles vistos en planos picados y contrapicados, en la cenital luz del sol cuando amanece y atardece (Oh, gloriosa fotografía),  o en la sugerencia de unas cortinas movidas por el viento. Detalle a detalle, el filme es poesía visual pura, pues El árbol de la vida dice que todo es expresión de Dios.


Descabellos

* La idea es un escándalo, sin duda. Pero como decía Nicolás Gómez Dávila, "Pretender que el cristianismo no haga exigencias absurdas es pedirle que renuncie a las exigencias que conmueven nuestro corazón". Este es el significado de la historia de Job: la inexistencia de Dios no es sinónima de la ausencia de bien en el mundo. Que haya maldad, no excluye a Dios, sino que inicia una historia profunda. El dolorismo de la gracia recuerdan fuertemente la salvación por crucifixión, los partos entre la luz, las caídas en desgracia, y todas las formas necesarias para que haya una posterior redención.  Job dramatiza esas formas en una historia donde el castigo es el premio a la vez. Las llagas en su piel descubrieron luego una nueva y duradera juventud, y sus propiedades arrasadas sirvieron de asiento a nuevos bienes más gozosos. Idea compleja desde luego para la mentalidad de las más modernas casuísticas de rigidez matemática. En fin, pienso que a don Nicolás le hubiera fascinado el filme de Malick, pues explica de forma poderosa el esplendor del drama humano, donde solo puede leerse una huella divina para admitir su perfección, su belleza, su esqueleto dramático como una forma de arte y trascendencia. La perfección estética y dramática de la condición humana, son pues prueba de la existencia de Dios, aseguran. Al drama humano también llega el árbol.

Si alguien se antoja, aquí pueden ver la película.