viernes, 2 de agosto de 2013

La dimensión religiosa ante la muerte en la tauromaquia




La foto de arriba es un fotograma que ilustra la llegada de un tren a Valencia: en medio de vahos industriales y vigas, el pueblo abarrota la llegada del tren, pues en él viene el féretro de Manuel Granero, torero muerto en el ruedo tras la peor cornada de la historia. Luego, el pueblo acompañará los restos mortales en medio de una procesión llena de fervor. Estamos ante una construcción cultural: la relación eventual de la muerte con el hombre.
Todos conocen el fervor popular que desató la muerte de El Gallo o Manolete, fervor evidenciado en tener que parar en cada estación para que en ella el pueblo agolpado hiciera duelo, o que incluso se intentara sublimar al toreo hasta los cielos, vistiendo las vírgenes más sagradas, como La Macarena, de luto ante la muerte de El Gallo. Por ello me parece muy genérico exponer este sencillo post con esas muertes y prefiero la de Granero, una muerte espantosa de una joven promesa, que llenó de dolor al pueblo español aficionado, por lo que para responder a su muerte, a la asimilación de tal muerte, tuvieron que urdir de manera espontánea una construcción cultural.

Vírgen de la Macarena, vestida de luto por la muerte de Joselito
El luto, por ejemplo, responde a una necesidad profunda: es una construcción cultural que surge para poder hacer asimilable la muerte, al sumergir al enlutado en una serie de rituales altamente pautados, que lo alejan del abismo de la muerte y los deseos de autodestrucción, al obligarle a cumplir ciertos pasos que lo mantienen emocionalmente ocupado (tesis formulada por Philippe Ariés). El luto taurino, que podemos poner de relieve con estos hechos espontáneos, como vestir a la Virgen más adorada de luto, como si el torero fuera Jesucristo, o hacer parar el tren donde viaje el cadáver de un torero mítico más de 30 veces hasta su tierra natal para cargarlo con rosas, es una demostración más de la dimensión religiosa del toreo, dimensión innegable.

En el particular caso de Granero, la reacción espontánea como construcción cultural sobre la muerte, consistió en acompañar su féretro por toda la ciudad, con una procesión gigantesca, y en la mitad de tal procesión, un río auténtico de coronas mortuorias, o coronas de rosas. Cuentan los cronistas, que cuando el cortejo fúnebre arribaba al cementerio, las multitudes desviaban por una calle para seguir perpetuando el cortejo.

¿A qué naturaleza responden estos hechos surgidos sin que nadie los haya dirigido, sin que teología alguna contemple que la Virgen debe guardar luto por la muerte de un mortal, o que una procesión debe extenderse de manera indefinida para perpetuarse a sí misma? Que respondan los inteligentes antitaurinos, quienes, ellos dicen, son los únicos seres inteligentes de esta historia.
En cualquier caso, al final uno imagina que ningún animal, por ejemplo un perro o un cerdo, puede acceder a estas instancias religiosas, donde la multitud espontánea forma un rito, una construcción cultural de la nada, para enfrentarla a la muerte de ese cuasi dios. Esto de Granero nadie lo puede imaginar con la muerte de un perro, por heroico y famoso que sea, por ejemplo, Laika. Pareciera que uno pudiera concluirlo, esto es, que no se pudiera pues pensar en la inclusión de un animal en estas instancias religiosas; pero sí que tenemos una inclusión, un ritual, una construcción cultural sobre la muerte y el animal, y la tenemos al frente:





Fotograma de la procesión fúnebre de los restos mortales de Granero, torero muerto de espantosa cornada por Pocapena del Duque de Veragua.