miércoles, 21 de enero de 2015

La maravillosa historia de Gracioso y sus cinco hijos indultados



Jerónimo Pimentel, oriundo de la torista Cenicientos, da inicio a esta historia.
Había traído desde España un lote de sementales de encaste Domecq a Colombia, tropilla que agitarían su sangre con el trópico, luego la altitud del páramo, para revolver por siempre la historia del toreo nacional. Es el 95, año en que Rincón abre su quinta puerta grande de Madrid. Entonces la tauromaquia colombiana experimentaba ya el desgaste natural que sucede a cada burbuja o boom. Las cuatro puertas grandes en Madrid de 1991 habían supuesto un aceleración brutal en nuestra tauromaquia, al vivirse una auténtica fiebre taurina, revuelta en las capitales, las provincias, las ocho plazas portátiles importadas. Se multiplicaron las ferias, cundieron los visitantes, los festejos se aumentaron en número y las ganaderías se estiraron para poder soportar ese movimiento. Ya en el 94, algunas casas señeras dan síntomas de consanguinidad y mansedumbre, pues para abastecer la cantidad de festejos se destinan adelantos y se relaja la selección para poder sacar más toros en la camada, bajando con ello el trapío y el comportamiento. Allí está entonces la temporada del 94, abúlica en Bogotá, casi conmemorativa en Medellín, extraña en Cali, eternizada en Manizales y quebrada en Cartagena.
Pimentel, quien había administrado la Santamaría, coincide con la nueva necesidad de reformar la cabaña brava colombiana. Años antes el de Cenicientos se radicó en Colombia, en aquel año de 1958. Había sido torero, tomando la alternativa en Burdeos con los portugueses de Palha,  oficiando de padrino Julio Aparicio y con Ordóñez como testigo. Los rumores de la naciente Feria de Cali lo trajeron a este país, donde se quedaría hasta nuestros días, siendo ganadero de El Paraíso, hierro que motiva el presente escrito.

Tras Monserrate, el cerro tutelar de Bogotá, siguiendo cuesta arriba en esa espalda por una sinuosa carretera, Cundinamarca se enfría y va desarrollando una orografía helada. Se sube junto abismos llenos de niebla, pueblos de cordillera y flora de páramo. Se sigue ascendiendo en medio del sobrecogedor frailejón y ya está, Choachí, un pequeño pueblo con escuela taurina, fundada por Pimentel, y una plaza fija para 2000 espectadores, enclavada junto a la plaza de mercado en la falda de la montaña. Se siguen 40 minutos por una tormentosa carretera veredal, atravesada por dos puentes de madera que salvan dos riachuelos de agua blanca. Lo primero que se piensa es en la cantidad de toros pesados que habrán trasegado esos puentes endebles, algunos para luego volver con la gloria del indulto para la casa. Llegaron al Paraíso.
En la vereda Fonté desembarcan entonces 150 vacas de Juan Pedro Domecq, Jandilla y Torreón. Ellas son la avanzada de una revolución ganadera que aún retumba en Sudamérica y que transformó los conceptos ganaderos en Colombia. Luego llegarán en el 95 y 96 los 16 sementales, también de las mismas ganaderías de los vientres, además de tres de Salvador Domecq y otros dos de Enrique Martín Arranz. Ya están madres y padres en El Paraíso, la finca que los recibe. Son entonces las montañas de Cundinamarca y un toro melocotón herrado con la V ducal del Duque de Veragua, gloria del campo bravo del siglo XIX en España, ahora observando la muerte del siglo XX en la lejana América.
Aquel melocotón se llama Gracioso, dejando ver en su costado el número 120.



 La anterior es la calificación de los 16 sementales originales que fundan la ganadería El Paraíso. El tercer astado, marcado con el número 120, es reseñado como "Superior en todo lo bueno", por lo tanto calificado con un 9-9-9.
Gracioso es casi el toro perfecto.
¿Pero cómo la cabaña brava española deja huir esta fuente de bravura, comprobada entonces en el tentadero y luego en la historia? La respuesta es cuando menos particular: Enrique Martín Arranz y José Miguel Arroyo, el torero, pactaron una alianza con Jerónimo Pimentel para hacerse con esta cantidad ingente de vientres y sementales de Juan Pedro Domecq en los 90,  que alimentaría a la postre muchas ganaderías en ambos países del toro. A José Miguel Arroyo le había impresionado este Gracioso, hijo del semental Ilusión -el número 40- adivinando una bravura de tal fuerza que fijaría muy bien sus caracteres en su descendencia. Pero el hijo de Ilusión conservaba esa característica del Jandilla en el desarrollo cornidelantero de sus astas, sin duda recesión de algunos goterones de Veragua, también presentes en la sangre Domecq. En suma, Gracioso no tenía la suficiente cuerna para padrear, pues podría heredar, además de su bravura, pitones cortos, inadmisibles ya para entonces en las corridas españolas que variaron el tipo de gran parte de la casta Vista Hermosa. Así como Baratero de Victorino Martín posee una exigua cuerna al lado de cualquier Albaserrada de hoy, también Gracioso era de aquella época cuyo tipo es más reducido que el actual, por tanto incompatible.
 Así es que un toro que pudiera ser el más codiciado de los años 60 o 70 en España, debe descartarse en los 90 con enorme dolor por José Miguel Arroyo, quien lo cede a  Jerónimo Pimentel para que viaje a Colombia, donde la profusión de astas no es un imponderable de la cabaña brava aún hoy. Gracioso, nunca mejor dicho, estuvo a 15 centímetros de quedarse en España, donde sin duda hubiese dado un aliento fundamental a los problemas de remos y fuerzas en la cabaña brava de finales de siglo.

Para la tauromaquia colombiana es este un documento histórico: la reata de Gracioso 120. Hijo de Ilusión y  de Graciosa, Melocotón fino, de calificación 9-9-9. Abajo, la finca El Paraíso, donde padrearía.


Gracioso llega así en el 96 a tierras colombianas tras un viaje en avión y el camino de dos horas desde el aeropuerto de Bogotá hasta la finca donde sería rey, pasando por aquellos dos puentes de espanto. De inmediato empieza a padrear bajo los lineamientos de seriedad y transmisión infundidos por el ganadero, quien tienta sus vacas en la plaza de Choachí para dar oportunidad de torear a los novilleros de la escuela taurina. La primera camada, a inicios del siglos XXI, sería observada por los aficionados como un revulsivo ante la anestesia de una tauromaquia que abría los ojos tras el estallido de Rincón, más social que taurino en nuestro país para entonces. Sus hijos llenarían de una nueva bravura los ruedos, más larga, con ese tranco adicional que da el galope entregado. Desde luego también sube el tipo del toro, cuajado y rematado pese a la altitud superior a los 2600 metros sobre el nivel del mar donde se cría. Jerónimo Pimentel no olvida que es de Cenicientos, y aunque la proteína se acumula para producir el abundante pelaje que protege a los toros del frío, en detrimento del desarrollo de los cuernos que usan la misma proteína, remata sus toros con imponentes estampas y el hasta entonces inadvertido desarrollo de los cuartos traseros, sinónimo ahora del buen criar. Sus toros son bajos, macizos, empujan en el caballo y desarrollan emoción en la muleta por su tranco serio, alimentado por el motor que gira con la sangre de Gracioso.
Pero el cuajo es su seña de identidad, incluso hasta para su inri. Algunos aficionados observaron un tipo de exageración en una corrida bogotana que bordeaba los 600 kilos, y en la que actuaba José Tomás, página triste, ineludible en todas las ganaderías de la historia, pero lejana de aquel inicio de siglo cuando Gracioso tuvo más de 10 hijos que volvieron de la muerte, cinco de ellos en plazas de primera categoría.


Dos sementales más de la importación original. El 150  Refrenado  (cinco puyazos, franqueza, seriedad y recorrido) y el 22, de nombre Desgreñado (ocho puyazos, casta y seriedad), ambos también piezas fundamentales al ser productores de vacas que ligarían de forma ejemplar con el fondo de Gracioso 120.
























Buboso, Lanudo, Jarrero, Trotón, Apasionado; Lascivo, Lanzafuego, Vagabundo I, Vagabundo II, Giboso...todos hijos de Gracioso 120, rompiendo plaza con la primera impresión de su estampa cuajada. Todos empujaron en los tres tercios con la bravura transmitida de su padre, ante la mirada de una afición que comprendía de un solo golpe los cambios evolutivos de la cabaña brava mundial, disputada en ese equilibrio entre la transmisión en la muleta y la seriedad del tipo. Bogotá, Cali, San Cristóbal, Manizales, serían las ciudades americanas que presenciarían este rompimiento en la muleta, la ligazón emocionante, el pozo profundo de la bravura que va a más.

Así que una ganadería debuta en las ferias, precedida por la historia de un toro de color desconocido para América hasta entonces, por inexistente,  y sus hijos embestían como tampoco se había visto.

Gracioso, padre de los jaboneros en América, produce máquinas de embestir que vengaban así el rechazo sufrido en España contra su tipo. El primer golpe sobre la mesa fue con Buboso, indultado en Cali por El Juli en una corrida donde se ovacionaron los cuatro primeros, se le dio la vuelta al ruedo al quinto y se indultó al jabonero. Aquel 2001 vería descollar para Colombia a El Paraíso y El Juli gracias a esa faena, aún hoy rememorada por su estilo apasionante y encadenado, cuando el diestro de Velilla era una promesa precoz y no un espasmo de retorcimientos y cólicos.

José Pacheco El Califa, quien observaba la corrida, declararía en El Tiempo que Buboso era perfectamente un toro de indulto en España. ¡Un toro de un nuevo color y que ponía bocabajo la feria! Demasiada sorpresa para el americano consumidor de sorpresas.

Un año después embestiría Lanudo, inicialmente rechazado por los veterinarios de la Santamaría de Bogotá y que entraría en la corrida por los buenos oficios del ganadero. Ramiro Cadena lo indultaría en una faena atropellada, pero que desbordó los ánimos de la plaza por la bravura del toro, luego exportado a Venezuela donde encontraría la muerte a sus 14 años en la ganaderías Los Ramírez, no sin antes cubrir de bravura parte a la cabaña brava de ese país, al tener cinco hijos suyos indultados, nietos de Gracioso.
En el festejo de Bogotá todos salieron a hombros.

Trotón fue indultado por Paco Perlaza en Manizales, semanas después del indulto de Buboso en Cali. La crónica echa de menos una tercera vara a ley en un festejo donde también se le dio la vuelta al ruedo al primero.

Jarrero sería indultado en Venezuela por David Luguillano, en una feria de San Cristóbal que premiaría al Paraíso por una corrida apoteósica; esta feria que también vería a El Cid indultando a Galopo.

Apasionado también salvaría su vida en Venezuela, aun en contra de una presidencia que se resistía a la creciente tendencia a indultar. Su bravura fue tal que Javier Conde se negó a matarlo, reclamando el derecho de Apasionado a padrear. Se dejó sonar los tres avisos y pasó la noche en prisión.

Buboso, Lanudo, Jarrero, Trotón, Apasionado; Lascivo, Lanzafuego, Vagabundo I, Vagabundo II, Giboso...en ese año 2001, desvariado anagrama del 120.




Los indultos de Cali y Bogotá. La tercera foto es de Lanudo, pastando en Venezuela, donde daría cinco nietos del 120, todos indultados.
Maravilla es la palabra que debe ser aquí utilizada para resumir esta historia: maravilla por el cuajo y el pelo de los toros, celebrados por la afición en el momento más necesario, síntomas de renovación y de encanto. Maravilla que un toro produzca tal cantidad del indultos, que pueden defenderse bajo la necesidad de renovar la cabaña brava de Sudamérica hacia un feliz puerto. Maravilla que el prejuicio de una época lo empujara de España hacia Colombia, para repartir sementales en festejos que avivaban la llama de la Fiesta en un momento de anestesia. Maravilla que El Paraíso refundara el torismo en Colombia, marcando el camino para casas como Santa Bárbara, Alhama, Armerías, Juan Bernardo Caicedo, Peñalisa, Paispamba o Guachicono, donde la sangre de Gracioso también se regaría para luego pasar a la práctica totalidad de la cabaña brava colombiana. Maravilla que su finura, que recuerda a la de Diano, encierre ese misterio místico de la bravura de un animal sobrenatural, al que debemos todo. Como un tesoro devuelto, la tauromaquia sudamericana contemporánea no podría explicarse sin la maravillosa historia de Gracioso y sus cinco hijos indultados, pues sus nietos y bisnietos se lidian aún hoy en las plazas de Colombia, Venezuela, Ecuador y Perú.

El 21 de febrero de 2004, a sus 11 años de edad, Gracioso sucumbiría ante una fiebre de garrapatas. Tiempo atrás, la última visión de su ganadero fue la de verlo malamente tumbado en el potrero, lo que produjo alarma. Desde los 2200 metros sobre el nivel del mar el cultivo parasitario de garrapatas está disparado por las condiciones climáticas. Esas garrapatas, que nunca pasaron los puentes de madera, atacaron a traición a uno de los toros más bravos de la historia, logrando doblegarlo de pezuña. Miró del cielo más alto al pasto fecundo y brutalmente verde de Colombia. El mayoral lo encontró muerto. Para entonces había sentado las bases fundamentales de nuestra historia, colmando de bravura la gran tarde de la fiesta americana.