Octubre trajo la noticia triste, con la que ya no podía envolverse los mínimos dramas diarios: ha muerto José María Manzanares. En la distancia del tiempo, sin la posibilidad de verlo jamás, posibilidad ya truncada para siempre y por siempre, sin poder olvidar los distintos habitantes del Hotel Tequendama que andaban por los corredores, con cajetillas de cigarrillos para el maestro siempre a destiempo, y su forma de salir al vestíbulo con la sombra de la una de la tarde, gafas oscuras y chaqueta deportiva, el corte de torero esperando la puerta corrediza hacia la 26, que aún no ha sido reformada, pero que como siempre desembocará en La Santamaría. Allí hay varios hechos. Uno, el fundamental, la alternativa de Rincón, testigo de la ceremonia cuyo padrino sería Antoñete, día de esplendor para el toreo nacional en el que se reseña a un Manzanares apático, con sudor en los sienes pero sin perder nunca la compostura. Mientras Antoñete baja la mano y se deja enganchar, y Rincón es un sobresalto hirviente de inexperiencia o ganas, él, Manzanares, toreará a media altura buscando el gesto completo y lento, muletazos goteantes, llenos de empaque, aire: así sería su tauromaquia. Luego, otra vez, con Roberto Domínguez estarán en los salones de la élite capitalina, luciendo un bronceado que no es posible en nuestras tierras, y que evocaba una vaga idea de la felicidad, callando ellos mientras golpean con el canto de una cajetilla de cigarrillos el mantel que antes se ha planchado escrupulosamente por su visita, mientras todas las damas bajan la mirada y todo está en silencio. El resto no es materia de nuestra incumbencia, pero al día siguiente armarán en la plaza un alboroto mayúsculo, y el presidente de la República los saludaría desde el balcón oficial. ¿Recordaría estos días en la soledad de su hacienda, cuando dejara pasar un día y otro y luego los demás hasta la muerte? El avión de Avianca que siempre temblaba en las nubes, o aquella vez que la Santamaría se llenó de niebla y las barreras se adivinaban solo por el rojo de los sacos de las peñas taurinas, a donde también fue a parar el toro. Manzanares, es cierto que nadie lo veía, caminaba con garbo torero hacia ese toro en la niebla. Así en la muerte, maestro.
miércoles, 29 de octubre de 2014
José María Manzanares
Octubre trajo la noticia triste, con la que ya no podía envolverse los mínimos dramas diarios: ha muerto José María Manzanares. En la distancia del tiempo, sin la posibilidad de verlo jamás, posibilidad ya truncada para siempre y por siempre, sin poder olvidar los distintos habitantes del Hotel Tequendama que andaban por los corredores, con cajetillas de cigarrillos para el maestro siempre a destiempo, y su forma de salir al vestíbulo con la sombra de la una de la tarde, gafas oscuras y chaqueta deportiva, el corte de torero esperando la puerta corrediza hacia la 26, que aún no ha sido reformada, pero que como siempre desembocará en La Santamaría. Allí hay varios hechos. Uno, el fundamental, la alternativa de Rincón, testigo de la ceremonia cuyo padrino sería Antoñete, día de esplendor para el toreo nacional en el que se reseña a un Manzanares apático, con sudor en los sienes pero sin perder nunca la compostura. Mientras Antoñete baja la mano y se deja enganchar, y Rincón es un sobresalto hirviente de inexperiencia o ganas, él, Manzanares, toreará a media altura buscando el gesto completo y lento, muletazos goteantes, llenos de empaque, aire: así sería su tauromaquia. Luego, otra vez, con Roberto Domínguez estarán en los salones de la élite capitalina, luciendo un bronceado que no es posible en nuestras tierras, y que evocaba una vaga idea de la felicidad, callando ellos mientras golpean con el canto de una cajetilla de cigarrillos el mantel que antes se ha planchado escrupulosamente por su visita, mientras todas las damas bajan la mirada y todo está en silencio. El resto no es materia de nuestra incumbencia, pero al día siguiente armarán en la plaza un alboroto mayúsculo, y el presidente de la República los saludaría desde el balcón oficial. ¿Recordaría estos días en la soledad de su hacienda, cuando dejara pasar un día y otro y luego los demás hasta la muerte? El avión de Avianca que siempre temblaba en las nubes, o aquella vez que la Santamaría se llenó de niebla y las barreras se adivinaban solo por el rojo de los sacos de las peñas taurinas, a donde también fue a parar el toro. Manzanares, es cierto que nadie lo veía, caminaba con garbo torero hacia ese toro en la niebla. Así en la muerte, maestro.