sábado, 21 de diciembre de 2013
Enrique Ponce El maestro de Chiva, el documental
Ad portas de la conmemoración de los 25 años de alternativa de Enrique Ponce, Canal Plus realizó el siguiente documental. Si es cierto que la tauromaquia de un hombre es su historia, este documental es necesario para entender el desarrollo y la evolución de una tauromaquia definitiva en el crisol del toreo contemporáneo:
Con las correrías de su abuelo Leandro, y aquella época donde había que torear de todo para merecer el grado de maestro, la tauromaquia de Ponce inicia como la búsqueda constante de la elegancia y la prestancia. En meses pasados, el abuelo Leandro murió a una alta edad, dejando para la historia al nieto valenciano de las becerras toreadas con sobriedad, y también al nieto de los Samueles descomunales. No me queda claro si el abuelo vio acaso el segundo aire que la tauromaquia de Ponce se tomó desde el llamado de atención que hizo en Bilbao este año (y ante todo aquí). Entonces, quizá todos recordamos esa aptitud para torear, donde la lidia era un elemento inherente, y no accidental. Ponce sacó de la chistera una serie de recursos para resolver las embestidas inciertas, inconstantes y ausentes de ritmo, y con el toro ya lidiado, empezó a correr la mano.
¿Pero de dónde pudo sacar esos recursos, cuando entendemos hoy que la tauromaquia de algunos es solo la reiteración del argumento, y no de la trama? Lo anterior quiere decir una cosa: que hoy solo existe una faena por torero, y esta solo es posible cuando sale el toro que confía aquel torero. Si la embestida se sale del margen aceptado, no hay faena, principio que llevamos viendo con cierta figura dos años seguidos en Lima, y con cierto gitano hipster en todas sus temporadas. Pero Ponce pertenece a una generación que vio despuntar a Rincón, a José Tomás y a Joselito Arroyo.
Mientras en América la rivalidad con Rincón llenó de gloria unas temporadas que no conocían esa gracia desde el toreo de El Cordobés y Palomo Linares, en Europa la incurable indiferencia contra José Tomás avivaba, si bien un poco menos, un espíritu de rivalidad que hoy no existe en la tauromaquia. Se vendría a cerrar todo con la retirada de Rincón en mano a mano con Ponce en La Santamaría de Bogotá, y con el soliloquio teatral de José Tomás, a años de distancia de la retirada de otro grande, Joselito, que ya no se podía embraguetar con los toros.
Precisamente es la bragueta, o mejor, la ausencia de ella, la primera y gran recriminación contra la tauromaquia de Ponce. Se pasa los toros lejos, desfajados, en la curva comodidad del toreo de pico. Es entonces cuando debemos preguntarnos si en la geometría del toreo, el inicio de la mentira es al mismo tiempo el inicio del arte, o de una forma estetizante de torear, y si la verdad no puede convivir con el toreo de arte en niveles iguales. Entonces viene ese incontestable toreo prestante, que reverbera una elegancia perseguida como símbolo de dominio al toro, y también despliegue del arte taurino. Elegancia que a veces nos obsequia Rafaelillo en medio de la guerra, y que no es otra cosa que el toreo de cadera y riñón metido. Esta elegancia en Ponce va siempre a media altura, sin hostigar la embestida del toro, un desahogo que quizá lo explique como el torero con más indultos en la historia. Discreto estoqueador, pero mejor en la capa, la suya no es una tauromaquia mediocre.
¿Cómo puede un espada tan estético no ser torero de Sevilla y sí de Bilbao? Esta pregunta es de una materia tan inexplicable como la tauromaquia misma, o como aquella abominación que pasará para la historia como la aportación de Ponce al toreo: la poncina, toda una destrucción al concepto mismo de Ponce, en un horroroso y teatral telonazo inelegante, un suicidio de escorpión cuyo mérito parece la gimnasia de rodillas y poses que preceden a un muletazo popular en el toreo de la rodilla en tierra para alarmar a los profanos.
Yo prefiero en lugar de ello al Ponce de la guerra con Lironcito; al de la diversidad de encastes y lidias y no al enfermo de Zalduendo; al de Gomero y la elegancia sin aduladores cursis, pues en esa época no estilaba eso de la poesía de pasquín en lugar de la crítica taurina. Prefiero al Ponce que rinde culto a Manolete toreando Miuras, y no al de la trampa en la América que lo idolatra. Prefiero al Ponce que bañó a todos este año en Bilbao, desmentido por la presidencia de Matías con una oreja, pero que se impone en el recuerdo más que la eternamente olvidada puerta grande de todos los años de aquel que ya tiene las dos orejas desde el paseíllo en Bilbao. Quizá con un poco de inocencia más que de esperanza, se puede pensar que Ponce puede revivir la tauromaquia de antes del 2002, donde su insufrible vicio de la distancia y la falta de bragueta se silenciaba por el nombre ganadero que rezaba en la tabilla.
Él puede.