Grande. Muy grande. Así es el toreo que se basa en la verdad, el toreo que nos enseñaron y que machaconamente la crítica seria trata de convencernos de que ni es posible ni lo hemos visto. Grande Manuel Cid hoy en Las Ventas con el único argumento posible que un hombre puede poner sobre la arena de una plaza de toros: el toreo. Todo lo que uno busca en una plaza de toros lo ha traído esta tarde Manuel Cid a la blancuzca arena de la monumental: la naturalidad, el gusto, la entrega, la torería, el mando, el conocimiento, el clasicismo. Todo ensamblado gracias a una muñeca prodigiosa y a la firme decisión de no ceder la posición, de echar la muleta a la cara del toro, de llevarle toreadísimo, atado a los vuelos de la muleta, de rematar los pases de manera canónica, demostrando la veracidad del aserto de Rafael el Gallo cuando decía que «lo clásico es lo arrematao, lo que no se pué hacer mejor». Inmejorable Cid empeñado en arrematar su faena y en darnos un fresco vaso de agua clarísima a los que llevamos años vagando en el desierto de la vulgaridad, de las ruedas de molino, de los hallazgos graciosos que sirven para enmascarar la incuestionable verdad del toreo eterno, del toreo que Manuel Cid ha traído hoy a Las Ventas con el fin de enseñar al que no sabe, de desenmascarar a los que mienten de forma interesada, confundiendo a las gentes, haciéndoles ver que el toreo es otra cosa distinta a esto de hoy.
La faena de Manuel Cid de hoy en Madrid será dentro de muchos años una referencia incuestionable para jóvenes aficionados que hayan tenido la suerte de verla con cierto conocimiento de causa. Esos jóvenes abandonados a su suerte a los que se tunde diaria e inmisericordemente de embustes sobre qué es el toreo y sobre cómo se ejecuta, hoy habrán caído del caballo y en su experiencia de aficionado tendrán una firme referencia del más sencillo y elegante clasicismo, sin alharacas, sin postureo, sin manoletinas, sin la basura del arte, sólo con la verdad que se expresa con la muleta en la izquierda, el estoque en la derecha y el corazón en medio.
(Ver la faena desde 1:11:13)
'El Cid' pierde la Puerta Grande; oreja para Fandiño from Plaza de Toros de Las Ventas on Vimeo.
El cuarto toro de la tarde, toro de Victoriano del Río, Berbenero (sic), número 79, castaño bociblanco, era un rato feo; un toro de cara avacada, alto de cruz y descolgado, veleto, de descomunales defensas enfundadas que tapaban un poco la fealdad del bicho. El bicho cumple en varas medianamente. Manuel Cid le hace un impresionante quite: dos delantales y una larga donde templa perfectamente la embestida del castaño y luego otro con cuatro verónicas y una espléndida media, sevillana y abelmontada, echándose el capote a los riñones en el remate. Magnífico trabajo de capote calibrando las condiciones del toro y enterándose de los terrenos, las distancias y las condiciones del Berbenero.
Luego principia la faena directamente con la que antes se llamaba «la mano de los biyetes», en el mismo terreno donde el toro se le entregó en los delantales -que Cid piensa en el toro y sabe de terrenos- en una impresionante serie de verticalidad ascética en la que mueve al toro perfectamente toreado, embebido en el vuelo de la muleta, resolviendo cada muletazo con la reciedumbre de la prodigiosa muñeca de este gran torero. «Mano de acero en guante de seda», le dijeron a Domingo Ortega, y hoy Cid, purísima claridad, línea clara de la verdad del toreo, trazó sus muletazos poderosos en esa primera serie como quien bendice, sin imponerse con violencia al animal, sino dejándole la ilusión de que eso es sólo un juego. Luego viene otra segunda serie de naturales que no baja en intensidad, en el mismo terreno, siempre a la distancia adecuada, siempre la muleta por delante, en la que reitera nítidamente los mismos argumentos basados en la verdad, en hacer ir al toro por donde no quiere, negación de la asquerosa seudotauromaquia que nos tratan de colocar todos los días, a todas las horas.
Con la plaza rugiendo, en el mismo terreno, Manuel Cid busca la distancia y vuelve a citar por naturales prolongando si cabe aún más la embestida, rematando perfectamente cada muletazo. En esa serie su figura erguida, su impecable naturalidad es un clamor de torería y de verdad y vuelan junto al torero los recuerdos de los grandes, de los que nos metieron el veneno de esta afición a base del toreo grande.
Después agarra el estoque verdadero y se trae al toro hacia el tercio del 9, ahí le mete una tanda por el derecho, rematada con guapeza y gran torería en un pase de trinchera que es un cartel de toros y después de otra porfía en redondo, un soberbio pase de pecho forzadísimo en el que se pasa el toro entero de cabeza a rabo por delante. Luego pasa de nuevo a la izquierda a finalizar la faena citando de frente -Manolo Vázquez, Sevilla y Madrid de nuevo- y engarza preciosamente ese natural con el siguiente ofreciendo el medio pecho, la pata adelantada -¿no decían que eso no se puede hacer?- la muleta adelantada -¿no habíamos quedado en que eso es de la prehistoria del toreo?- y luego, el ayudado. Sublime.
Después, con la plaza bramando como sólo pasa en Las Ventas en las grandes tardes, Cid iguala al toro en la suerte contraria y le ocurre al torero lo que siempre le pasa en las grandes tardes, pinchando en hueso como tantas otras veces. Es parte de su leyenda.
Si vamos a los toros, si nos devora esta afición que es pasión, es sólo porque de tarde en tarde alguien hace lo que hoy ha hecho Manuel Jesús Cid en Madrid.