viernes, 2 de agosto de 2013

Hemingway, final de Muerte en la tarde

Por su indiscutible valor literario, me permito reproducir el capítulo que cierra Muerte en la Tarde, obra del Nóbel Ernest Hemingway que ha creado afición en los países anglo hasta un punto que no hemos alcanzado a captar. Uno puede presumir que el autor de El Viejo y el Mar no gozaba de amplios conocimientos taurinos, aunque su prosa es portentosa hasta lograr tal impresión. Por cierto, el viejo pescador que se perdió en una batalla contra las fuerzas de la naturaleza en el mar, es un claro ejemplo de la ética taurómaca, pues es un torero, y esto tampoco lo hemos sabido captar. Años después de la lectura inicial, me causó una honda impresión la musicalidad y la riqueza de imágenes que contienen este capítulo, donde destaca un golpe de imagen en aquella parte hermosa: un suicida condenado a muerte al que su madre había pedido no quitarse la vida temiendo por su alma, complejo problema que él resolvió tirándose de cabeza a un patio mientras sus compañeros, también condenados a muerte, rezaban: la tauromaquia es eso

CAPÍTULO XX
Si yo hubiese podido conseguir que este libro fuera realmente un libro, habría procurado que lo contuviese todo; el Prado, parecido a un gran college americano, con las mangas regando el césped a primera hora de la mañana, en el rutilante verano madrileño; las colinas desnudas, blanquinosas, que miran hacia Carabanchel; los días en el tren, en agosto, con las cortinillas echadas del lado del sol y el viento que las hinche, la paja que se abate sobre las eras de tierra endurecida y que el viento obliga a entrar en el coche, el olor del grano y de los molinos de viento de piedra. Estaría también en ese libro el cambio de paisaje, cuando se deja a la espalda Alsasua y la verde campiña a su alrededor, y estaría Burgos, a lo lejos, en la llanura, y el queso que se come más tarde en la habitación; y estaría el muchacho que subió al tren con las garrafas de vino en cestos de mimbre; era el primer viaje que hacía a Madrid y las
abrió con entusiasmo, y nos emborrachamos todos, incluidos los dos guardias civiles; y yo perdí los billetes y salimos del andén encuadrados por los dos guardias civiles, que nos hicieron pasar por la taquilla como si fuéramos detenidos, porque no teníamos billetes, y nos saludaron muy cortésmente después de habernos dejado en un taxi. Y estaría Hadley, con la oreja del toro envuelta en su pañuelo, una oreja tiesa y seca que había perdido casi todo el pelo. Y el hombre que cortó la oreja está ahora calvo también, con largos mechones de pelo sobre su calva, aunque entonces era una especie de figurín. Eso es, era un verdadero figurín.

Y hubiera sido preciso explicar cómo cambia el país cuando se ha salido de las montañas y se llega a Valencia, a la caída de la tarde, en el tren, llevando en la mano un gallo para ayudar a una mujer que se lo llevaba a su hermana, y hubiera sido menester que vierais la plaza de madera de Alcira, de donde sacaban los caballos muertos para depositarlos en un campo vecino y había que pasar por encima de ellos al salir. Y el ruido de las calles de Madrid después de medianoche, y la juerga que continúa en junio durante toda la noche, y la vuelta a casa, a pie, los domingos, al regresar de la plaza, o bien en coche, con Rafael. «¿Qué tal?» «Malo, hombre, malo.» Con aquella manera de levantar los hombros; o con Roberto, don Roberto, don Ernesto, siempre tan educado, tan gentil, tan buen camarada; y también la casa en donde vivía Rafael, antes de que el ser republicano fuese una cosa respetable, con la
cabeza disecada del toro que mató «Gitanillo» y el gran cántaro de aceite, y los regalos, y la excelente cocina.

Y hubiera hecho falta el olor de la pólvora quemada, el humo, el fulgor y el ruido de la
traca, recorriendo el follaje verde de los árboles, y el sabor de la horchata, la horchatahelada, y las calles recién regadas al sol, y los melones y las gotas de sudor frías de los «barros» de cerveza, y las cigüeñas, en las casas de Barco de Ávila y esas mismas cigüeñas, girando en el cielo, el color de arcilla roja de la plaza y, por la noche, el baile con el pífano y el tamborilero, y las luces a través de la hojarasca verde, y el retrato de Garibaldi enmarcado de hojas. Y hubiera hecho falta traer a colación, de haber sido completo este libro, la sonrisa forzada de «Lagartijo», que alguna vez fue verdadera sonrisa, y los toreros fracasados bañándose con muchachas de baja estofa en el Manzanares, a lo largo de la carretera de El Pardo. «Los mendigos no pueden elegir», decía Luis; y los partidos de pelota sobre la yerba, cerca del río, adonde venía el lindo marqués en coche con su boxeador, y en donde nosotros hacíamos la paella para volver por la noche, a pie, bordeando la carretera surcada de coches, que pasaban rápidamente, y las luces eléctricas brillando a través de las hojas, y el rocío que posaba el polvo ayudado por el frescor de la noche. Y la sidra, en la Bombilla, y la carretera de Santiago de Compostela a Pontevedra, con los virajes rápidos entre los pinos, y las moreras a lo largo del camino, y el Algabeño, el peor embaucador de todos, y «Maera», en su habitación, en el hotel Quintana, cambiando de indumentaria con un cura, el año aquel en que todo el mundo bebió tanto y nadie se puso molesto.

Fue aquel, realmente, un año extraordinario, pero este libro no puede tenerlo todo.
Volver a vivir todo eso; soltar los saltamontes a las truchas del Tambre; volver a ver la
cara seria, atezada, de Félix Moreno en el viejo Aguilar y al valeroso y extraño Pedro Montes, con sus ojos atacados de glaucoma, que se vestía de luces fuera de su casa porque había prometido a su madre que no torearía nunca, después que su hermano Mariano murió en Tetuán; y el «Litri», como un conejillo, parpadeando nerviosamente cuando el toro se le acercaba; tenía las piernas tan arqueadas y un enorme valor, y ahora que los tres han muerto, ya no se habla de ellos en la cervecería, en el lado en sombra de la calle, más allá del Palace, adonde el «Litri» iba a sentarse con su padre; ahora esa cervecería es una sala de exposiciones de los coches «Citroen»; ni se habla del día en que ellos llevaron a Pedro Carreño, muerto, por las calles, con antorchas, hasta que, por último, le llevaron a la iglesia y le dejaron desnudo sobre el altar.
Y no hay nada en este libro sobre Francisco Gómez, «Aldeano», que trabajó en una
fundición de acero en el Ohio y volvió a su país para ser torero y que hoy día está más
marcado y recosido que ningún otro torero, salvo Luis Freg, con un ojo tan mal remendado que le hace verter una lágrima a lo largo de la nariz; ni sobre «Gavira», muerto al mismo tiempo que el toro, de la misma cornada que mató al «Espartero». Y no se habla aquí tampoco de Zaragoza, de la noche sobre el puente mirando el Ebro y, al día siguiente, el salto del paracaidista, ni de los habanos de Rafael, ni del concurso de jotas en el viejo teatro de terciopelo rojo, con aquellas parejas maravillosas de muchachos y muchachas, ni del día en que mataron al «Noi del Sucre» en Barcelona, ni de nada semejante. Ni de Navarra, ni de la horrible ciudad que es León, ni de las horas pasadas en la cama, con un músculo retorcido, en la habitación de un hotel que daba al sol en Palencia, en donde hacía un calor como no puede imaginarse nadie lo que es el calor si no se ha estado allí; ni de la carretera de Requena a Madrid, donde el polvo llega hasta el volante; ni del día en que hacía 120 grados Farenheit a la sombra, en Aragón, y en el coche, sin que hubiese carbón ni ninguna avería, hervía el agua del radiador y se evaporaba en una distancia de quince millas por una carretera llana.

Si este libro fuera realmente un libro, se vería en él también la última noche de la feria, cuando «Maera» se peleó con Alfredo David, en el café Kutz, y se vería a los limpiabotas. ¡Dios mío, no se puede poner también a los limpiabotas! Ni a todas las bonitas muchachas que se ven pasar, ni a las prostitutas, ni a todos nosotros, tal como éramos entonces. Pamplona ha cambiado mucho; han construido nuevos edificios de apartamentos en toda la extensión llana que iba hasta los bordes de la meseta, de modo que ahora ya no se pueden ver las montañas. Han echado abajo el viejo Gayarre y han estropeado la plaza para abrir una calle ancha hasta la plaza de toros.
Y en aquellos días estaba el tío de «Chicuelo», borracho, sentado en lo alto de la escalera del comedor, viendo cómo bailaban en la plaza, y «Chicuelo» estaba solo, en su habitación, y la cuadrilla en el café o por los alrededores de la ciudad. Y escribí una narración sobre todo esto, titulada : «Falta de pasión», pero no era buena. Sin embargo, cuando tiraron los gatos muertos a la vía y las ruedas chirriaban, y «Chicuelo» estaba en su coche cama, capaz él solo de hacerlo todo, fue de todas maneras muy gracioso. Para tener a España dentro de este libro hubiera hecho falta traer también a cuento al muchacho alto y flaco, de ocho pies y seis pulgadas, que anunciaba el espectáculo del Empastre, antes de que llegara a cada ciudad. Y aquella noche, en la feria de ganado, las prostitutas no pudieron hacer nada con el enano, que era de estatura normal, aunque sus piernas no tenían más que seis pulgadas de largo. Y decía: «Yo soy un hombre como los demás». Y la prostituta decía: «No es verdad, no es verdad, y eso es lo malo».



Hay muchos enanos en España y tullidos increíbles que van a todas las ferias.
Y por la mañana, después de desayunarnos, íbamos a nadar al Irati en Aoiz, y el agua estaba tan clara como la luz, y cambiaba de temperatura según se iba más al fondo, fría, muy fría; y la sombra de los árboles en las orillas, donde el sol quemaba y los trigos altos que balanceaba el viento al otro lado del río, trepando hasta la montaña... Y había un viejo castillo a la cabeza del valle, donde el río salía entre las rocas. Y estuvimos tumbados sobre la hierba, desnudos, al sol, y más tarde a la sombra. Y el vino en Aoiz no era bueno, y llevábamos nosotros el nuestro; y el jamón, tampoco, de manera que la segunda vez que fuimos nos llevamos el desayuno del hotel Quintana. Quintana, el mejor aficionado y el más leal amigo de España, que tenía un hermoso hotel, con todas las habitaciones ocupadas. «¿Qué tal, Juanito?» «¿Qué tal, hombre, qué tal?»

¿Y por qué no poner también a la caballería, que atravesaba el río, y la sombra de las
hojas en los caballos, si eso es España? Y volverlos a ver saliendo de la escuela de
ametralladoras cruzando el terreno calizo, muy pequeños a esa distancia, y más lejos, desde la ventana de Quintanilla, se veían las montañas o el despertar matinal, las calles vacías de los domingos, los gritos en la lejanía y luego, los disparos. Eso ocurre muchas veces cuando se vive lo bastante para verlo y se mueve uno de un sitio para otro. Y si sois capaces de ir a caballo y vuestra memoria es buena, podéis volver a cabalgar por el bosque del Irati, entre los árboles, parecidos a las imágenes de un libro de hadas para niños. Los árboles han sido ahora talados y se ha hecho que desciendan los troncos por la ribera y se ha matado a los peces; en Galicia, se les ha destruido con explosivos y se les ha envenenado. Los resultados son los mismos. En fin de cuentas, no hay diferencia, lo mismo que entre nosotros, salvo la retama amarilla en las altas praderas y la lluvia fina. Las nubes llegan del mar a través de las montañas, pero cuando el viento es del Sur, toda Navarra tiene el color del trigo, del trigo que no crece en los terrenos llanos, sino arriba y abajo, en las laderas de las montañas, cortadas por carreteras bordeadas de árboles y por numerosas  aldeas con campanarios, con frontones, con olor de fiemo de corderos y con plazas en donde aguardan los caballos.

Si pudiera volver a pintar las llamas amarillas de los cirios al sol y el fulgor del acero de las bayonetas, recién engrasadas, y los cinturones de cuero barnizado de los que custodian el Santísimo; o la caza por parejas entre los chaparros de roble en las montañas, de los que cayeron en el garlito en Deva y tuvieron que hacer un camino largo y doloroso para venir desde La Rotonda de París, para ser agarrotados en un cuarto de reclutas, con el consuelo de la religión por orden del Estado; absueltos una vez y detenidos, hasta que el capitán general de Burgos rechazó la sentencia, y en la misma ciudad donde Loyola recibió la herida que le hizo meditar, el más valeroso de todos los que fueron traicionados aquel año se arrojó de cabeza por la ventana contra el empedrado del patio, porque había jurado que no se dejaría matar –su madre intentó hacer que le prometiese que no se quitaría la vida, porque estaba muy inquieta por su alma; pero él se tiró de cabeza, como es debido, con las manos atadas, mientras los otros, que iban con él, rezaban–. Si pudiera yo traerle ante vuestros ojos, si pudiera traer ante vuestra vista a un obispo, pintar a Cándido Tiebas y a Torón; pintar las nubes que llegan rápidas, moviendo sus sombras sobre los trigos, y los pequeños caballitos que marchan cautelosos, y el olor a aceite de oliva y a cuero, y las alpargatas con suela de cáñamo, y las ristras de ajos en los jardines, y los cántaros de barro, y las alforjas que se llevan sobre las espaldas, y los odres de vino, y las horquillas hechas de ramas arrancadas de los árboles, en que los dientes son las mismas ramas, y los senderos matinales, y las noches frías en la montaña, y los días ardientes del verano, y los árboles, y la sombra de los árboles, sabríais un poco lo que es Navarra; pero tampoco está en este libro.

Y haría falta tener también a Astorga, a Lugo, a Orense, a Soria, a Tarragona y  a Calatayud; los bosques de castaños en las colinas, el campo verde y los ríos, el polvo rojo, la escasa sombra cerca de los ríos secos; y las colinas blancas, de tierra cocida, y el paseo al fresco, bajo las palmeras de la vieja ciudad, sobre el roquedal que domina el mar y que la brisa refresca al atardecer. Y los mosquitos, por la noche, pero por la mañana el agua clara y la arena blanca; y cuando nos sentábamos en el lento crepúsculo, en casa de Miró, las viñas hasta perderse de vista, cortadas por las hayas y por la carretera, y el ferrocarril, y el mar, y la playa de guijarros, con los altos papiros. Había tinajas de doce pies de altura para los vinos de los distintos años, alineadas a uno y otro lado de un cuarto oscuro, y una torre, sobre la casa, a la que subíamos al atardecer para ver las viñas, las aldeas y las montañas, y para escuchar y para oír la calma. Y delante del establo una mujer tenía sobre su falda un pato que había degollado y al que acariciaba dulcemente, mientras que una niña sostenía una taza para recoger la sangre, con la que iban a hacer la salsa, y el pato parecía muy contento, y cuando lo depositaron en el suelo –toda la sangre había caído ya dentro de la taza– el pato se contoneó dos veces sobre sus patas, y comprendió que estaba muerto. Y nos lo comimos más tarde, relleno y asado, y otros muchos platos también, con el vino de aquel año y del anterior y el gran vino de cuatro años antes, y otros vinos de otros años, cuya memoria he perdido, mientras que los brazos de un espantamoscas artificial, movidos por un mecanismo de relojería, giraban y giraban; y hablábamos francés, aunque todos sabíamos mejor el español. Y éste es Montroig, que se pronunciaba Montroich, uno de los muchos lugares de España, y he aquí las calles de Santiago bajo la lluvia, y la vista de la ciudad en el hueco de las colinas, cuando se vuelve a casa desde las tierras altas, y las carretas que ruedan, cargadas hasta los topes sobre caminos de tierra apisonada, a lo largo de la carretera que va a Grau.

Haría falta que estuviese también en este libro la plaza desmontable de Noya, con su olor de maderas recientemente aserradas, y Chiquito, con su rostro de niña, un gran artista, fino, muy fino, pero frío; Valencia II, con su ojo mal cosido, de manera que se le veía el interior del párpado y le impedía ser arrogante; y también el muchacho que marró completamente el toro cuando se adelantó hacia él para matarle y le marró una segunda vez. Y si pudierais permanecer despiertos y asistir a todas las fiestas nocturnas, sería muy divertido.  Y en Madrid, el torero cómico, dos veces vencido por «Rodalito», golpeándole en el vientre porque pensaba que iba a batirle otra vez, y «Agüero» comiendo con toda su familia, en el comedor; parecían todos la misma persona a edades distintas. «Agüero» era como un defensa o un medio de baseball, no parecía torero. Y «Cagancho», comiendo en su habitación, con los dedos, porque no sabía servirse del tenedor; no pudo aprender jamás a hacerlo, de modo que cuando tuvo bastante dinero, no comía nunca en público. Y Ortega, prometido a Miss España, el más feo y la más linda; ¿y quién era el más ingenioso? «Desperdicios», en La Gaceta del Norte, era el más ingenioso; el más ingenioso que he leído jamás.

Y en la habitación de Sidney, unos viniendo a pedirle trabajo cuando él toreaba; otros,
pidiéndole dinero; otros, una camisa vieja, otros, un traje. Todos, toreros muy conocidos acá o allá a la hora del almuerzo; todos muy ceremoniosos, y todos muy desgraciados. Las muletas, plegadas y apiladas; las capas, plegadas y aplastadas; las espadas en sus vainas de cuero repujado, todo en el armario; los palos de las muletas están en el cajón de abajo; los trajes, colocados en la maleta, cubiertos con una tela para que no se estropee el oro; mi whisky, en una jarra de barro. «Mercedes, trae los vasos.» Mercedes dice que Sidney ha tenido fiebre toda la noche y que ha salido hace sólo una hora. En estos momentos llega. «¿Cómo te encuentras?» «De maravilla.» «Mercedes dice que has tenido fiebre.» «Pero me encuentro estupendamente ahora.» «¿Qué piensa usted, doctor, podríamos comer aquí?» «Mercedes puede ir a buscar algo y hacer ensalada.» «Mercedes, ¡oh, Mercedes!» Y luego podíais pasear por la ciudad, o ir al café, que es donde uno puede completar su educación, enterándose de quién debe dinero a quién y quién ha escamoteado esto a quién, y por qué él le dijo que podía guardársela en donde quisiera, y quién tuvo hijos de quién, y quién se casó con quién «antes de» y «después de», y cuánto tiempo costó llegar a esto y a lo otro, y qué fue lo que dijo el médico, y quién estaba contento porque los toros llegaban retrasados, por lo cual se desembalaron el día antes de la corrida y, naturalmente, estaban muy flojos de remos; «sólo dos pasos y ¡pum!, todo acabado», decía, y ahora resulta que ha llovido, y la corrida se ha aplazado hasta la próxima semana y por eso él ha atrapado eso. Y quién quería batirse con quién y cuándo y por qué. Y, en cuanto a ella, pues sí, ella también, ¡pobre imbécil!, ¿no saben que ella también?; naturalmente; y eso es todo, y no es de otra manera; y ella se los come a todos crudos, y todas las noticias bonitas de ese estilo que se pueden aprender en los cafés. En los cafés, donde los rimeros de platillos y las bebidas son anotados con lápiz en un extremo de la mesa de mármol, entre las gambas peladas de las temporadas perdidas, y en donde todo el mundo se encuentra a gusto porque no hay triunfos más seguros que los que se logran en el café y donde cada hombre puede alcanzar un éxito a las once de la noche, si alguien quiere pagarle la consumición en el café.

¿Qué más podía contarles de este país que ustedes aman tanto? Rafael dice que las
cosas han cambiado mucho y que ya no irá a Pamplona. La Libertad empieza a parecerse a Le Temps; ya no es el periódico donde se podía poner un anuncio en la seguridad de que el ratero que os había birlado alguna cosa lo leería, ahora que los republicanos son gentes respetables, y Pamplona ha cambiado, desde luego, aunque no tanto como nosotros mismos, que cada día somos más viejos. Yo creía que beber un trago sería siempre lo mismo, pero las cosas cambian y ¡qué se le va a hacer! Todo ha cambiado para mí. Bueno, dejad que cambie. Nos habremos ido todos antes que cambie todo demasiado, y si no sobreviene un diluvio, cuando nos hayamos largado, seguirá lloviendo todavía en la catedral de Santiago, y en La Granja, donde practicamos con lacapa en las largas avenidas enarenadas y flanqueadas de árboles, correrán las fuentes o no. Es igual. No volveremos jamás a Toledo por la noche, limpiándonos el polvo del gaznate con «Fundador»; y no volveremos a vivir más aquella semana en que sucedió cierta cosa por la noche, en el mes de julio, en Madrid.
Todo eso lo hemos visto alejarse y veremos desaparecer todavía otras cosas más. Pero lo que importa es aguantar y hacer el trabajo que a cada uno le es encomendado, ver, y oír, y aprender, y comprender, y escribir cuando se ha logrado saber algo, y no antes ni demasiado tiempo después. Dejad a esos que quieren salvar al mundo y contentaos vosotros con verlo claramente y en conjunto; y si lo veis así, cualquier detalle que logréis pintar representará el todo, siempre que lo hayáis hecho con sinceridad. Lo que hay que hacer es trabajar y aprender a expresarse. No, todo esto no es suficiente para formar un libro, pero tenía que contar algunas cosas, aunque queden todavía muchas cosas vividas por contar.

FIN DE “MUERTE EN LA TARDE”