martes, 6 de agosto de 2013

Julio Aparicio, el toreo y el duende

                          

Faena inmortal por todos los motivos. El 18 de mayo de 1994 San Isidro estallaría con una faena emocional de Julio Aparicio, intensa de inicio a fin, incluso en las vueltas al ruedo y su salida a hombros. Técnicamente, la faena tuvo momentos de antología: cuando se fue a los medios a esperar al toro, evidenciando la verdad del toreo, que es dejarse arrancar al toro de lejos, no arrimarse. Luego, la sucesión de series por la mano derecha donde la figura de Aparicio y la de su toreo y la del toro, eran todas la forma primordial de la tauromaquia: un cartel de toros, esto es, la arquetípica figura del pecho enhiesto, los riñones metidos, las plantas asentadas, la mano baja, y el toro humillando y a los vuelos. Tras cerrar al toro del Alcurrucén para la muerte, vino un espadazo en lo alto y el toro caído levantó un retumbo en la plaza. Cayeron las dos orejas. La segunda serie por la mano derecha, definida por Antoñete como 'perfecta', es más que eso. Pero esa verdad conocida por todos, no es la que me interesa referir.



La técnica perfecta, consistente en la colocación para ligar, el cargar la suerte, el rematar los muletazos en la pala del pitón contrario, y en administrar las embestidas...todo ello es un contenido desnudo en la faena, pues lo que verdaderamente rompe en nosotros es la naturaleza emocional de la misma: Aparicio temblaba, movía su rostro como si lo estuviera aplastando una fuerza desconocida y recortaba el terreno del toro; se quedaba tranquilo, sin mirar al tendido, sino absorto. Pasó a un temblor más grande, a doblarse con el toro, a bordar el toreo perfecto. Cuando el toro hubo caído, Aparicio apenas lo rozó con la mano y se fue hacia las tablas totalmente vaciado, llorando como un niño sin entender la magnitud de lo hecho. Podemos entonces hablar del Duende, de aquel atributo del arte trágico que es una posesión. Esplá, torero y filósofo, racionaliza al duende al decir que el arrebato de torear es una suerte de "sobreescritura", de "otra consciencia que se superpone", posesión en cualquier caso.

¿Por qué llora Aparicio al ir hacia las tablas? ¿Por qué se derrumba, con un micrófono en la boca, y llora como un niño ante un milagro? Federico García Lorca:

"Todo hombre, todo artista llamará Nietzsche, cada escala que sube en la torre de su perfección es a costa de la lucha que sostiene con un duende, no con un ángel, como se ha dicho, ni con su musa. Es preciso hacer esa distinción fundamental para la raíz de la obra."

"Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfaras nunca, porque tú no tienes duende".

"...la vieja bailarina gitana La Malena exclamó un día oyendo tocar a Brailowsky un fragmento de Bach: "¡Ole! ¡Eso tiene duende!", y estuvo aburrida con Gluck y con Brahms y con Darius Milhaud. Y Manuel Torres, el hombre de mayor cultura en la sangre que he conocido, dijo, escuchando al propio Falla su Nocturno del Generalife, esta espléndida frase: "Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende". Y no hay verdad más grande."

"Así, pues, el duende es un poder y no un obrar, es un luchar y no un pensar. Yo he oído decir a un viejo maestro guitarrista: "El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde la planta de los pies". Es decir, no es cuestión de facultad, sino de verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto."

Lo que Molés en la faena de Aparicio llama "[toreo] roto, desmadejado", no es más que la lucha del torero con su estado de posesión, pues a la figura desconyuntada de la tragedia, ha de superponer la perfección arquetípica del cartel de toros. Solo hay que ver cómo entra, ejecuta y sale de la segunda serie por la mano derecha, una de las cumbres del toreo en todos los tiempos. Aparicio nos golpea, pues toreó con duende. Dice el gran Claudio Rodríguez:

"Podemos atribuir al toreo un misterio inexplicable, semejante a aquello que Lorca llamaba duende. Como la poesía, la lidia es inefable y supera toda lógica. Por ello cabe hablar de una mitología taurina y también de una práctica ritual y mágica. Ese duende queda en evidencia alguna vez, no siempre. De lo contrario, el toreo se convertiría en un oficio más. Sólo en ciertas ocasiones es cuando sopla ese misterio y, como la inspiración poética, te invade, te inunda y te conduce a otro mundo."

La faena, pues, es la perfecta muestra del contenido emocional de las corridas de toros: una tragedia que se convierte en belleza, no por artificio del morbo a la sangre y el dolor, pues lo que opera es un drama religioso, profundo, de nociones serias de vida y muerte y creación y destrucción. Hombre y toro están atravesados por el drama, lo viven y mueren.

Con los años, el duende abandonó a Aparicio ferozmente: no fue lo mismo su toreo templado que esta faena del Alcurrucén del 94, ni las faenas de los demás llegaron a parecerse nunca a esta. Una terrible cornada que le salió por la boca lo hizo más famoso que la faena del duende, y se obligó a entender nuevamente en qué consiste la ética de los antitaurinos, felices con la desgracia del hombre; no se sobrepuso nunca a la cornada, y terminó cortándose la coleta.